lunes, 20 de septiembre de 2021

"Una mesa, buen café y unos libros"


Jorge Bustamante
publicó el pasado 12 de septiembre, en La Jornada Semanal, de México, una columna que tiene como eje las reflexiones autobiográficas de George Steiner, presentes en algunos de sus textos más personales. En la bajada, se lee: “Dos libros, entre la vasta obra de uno de los pensadores más contundentes de nuestro tiempo, George Steiner (1929-2020): Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento (2005) y Errata. El examen de una vida (2009), son el asunto de este artículo. En el sustrato de los grandes temas que lo ocuparon durante su vida, que no fueron pocos, subyace un espíritu lleno de asombro y gratitud por ser ‘un invitado de la vida’”.

George Steiner: Ningún lugar es aburrido

Nuestro conocimiento será siempre incompleto.
Stephen Hawking

George Steiner (1929-2020) creció poseído por la intuición de lo particular, de una diversidad tan tumultuosa que ningún trabajo de clasificación y enumeración podría agotar. Este hecho contundente de la multiplicidad incesante, emparienta al polígrafo y poliglota francés, inglés, alemán e italiano (porque esas eran las lenguas en las que se movía y en las que radicaba su pertenencia) con las preocupaciones de Heráclito y Kierkegaard. Sabía con extraordinaria lucidez que todo fluye, que la razón de la vida y el universo (si es que hay alguna) es el movimiento permanente de todo lo que existe o ha existido, que esa acumulación infinita de sucesos rebasa cualesquier teoría o concepción filosófica o científica acerca del universo, la materia o las pequeñeces más ínfimas de lo existente, que cada vez algo se escapa permanentemente, lo que significaba para él una razón más para la tristeza del pensamiento. Diez (posibles) razones para la tristeza del pensamiento (2005) es un libro breve y punzante: en cada línea se abren espacios para nuevas miradas.

A partir de una respuesta que el pensador dio en su casa de Cambridge al periodista español Borja Hermoso en una entrevista que le realizó en 2016, me vi motivado a revisitar su libro Errata, que había leído y subrayado unos años antes. La pregunta era la siguiente: “¿Qué momentos o hechos cree que forjaron más su forma de ser?Entiendo que tener que huir del nazismo junto a sus padres y saltar de París a Nueva York –magistralmente evocado en su libro Errata…” A lo que Steiner respondió de manera un tanto desconcertante: “Le diré algo que le impactará: ¡Yo le debo todo a Hitler! Mis escuelas, mis idiomas, mis lecturas, mis viajes… todo. En todos los lugares y situaciones hay cosas que aprender. Ningún lugar es aburrido si me dan una mesa, buen café y unos libros. Eso es una patria. ‘Nada humano me es ajeno.’ ¿Por qué Heidegger es tan importante para mí? Porque nos enseña que somos los invitados de la vida. Y tenemos que aprender a ser buenos invitados.”

Es a esa patria a la que me quiero referir, a ese espíritu con el que Steiner examina su vida desde la niñez, obteniendo –más que una biografía intelectual– una bitácora de sus aprendizajes, de sus incursiones por las más diversas lenguas, de su pasión por el entorno natural, pero también por la otredad que lo perfecciona, completa y permite ser.

Este reconocimiento se mantiene a lo largo de Errata. El examen de una vida, libro en el que Steiner intenta, sin pretensiones académicas ni ínfulas de sabihondo trasnochado, comunicarnos el devenir intenso de su experiencia vital: su infancia en el París de la preguerra escuchando en la radio, junto a su padre, las noticias provenientes de la Alemania nazi, que ya se erguía como una amenaza; su estancia en el Liceo Francés de Manhattan que “era un hervidero en los años de la guerra” y el resplandor de la vida cotidiana en la Universidad de Chicago, a finales de los años cuarenta, que “sólo un Philip Roth podría expresar con palabras certeras”; su particular apreciación de la música, en la que forma y contenido son apenas pleonasmo, como la poesía de esos virtuosos que fueron Mallarmé y Hopkins, y que Steiner condensa en una idea singular: “la poesía aspira a la condición de música, que es la de una perfecta tautología de forma y contenido”; su preocupación permanente por los aspectos del lenguaje y la traducción, sin los que habitaríamos en provincias lindantes con el silencio; su multilingüismo exacerbado a través de tres lenguas que le eran nativas (inglés, francés, alemán) y muchas otras aprendidas después, que lo emparientan con la estirpe de los Beckett, Nabokov y Borges, quienes transitaban entre las lenguas con absoluto virtuosismo; su inquietud ante los inmensos enigmas e imposibilidades de la ciencia actual, aunque el feroz positivismo nos afirme lo contrario.

Este libro de Steiner es sencillo y delicioso. Es también, a veces, irreverente y burlón. Es un libro lleno de lecturas de otros libros, de ecos, de resonancias inauditas, de reflexiones extraviadas en la memoria de un mundo sin memoria, de hechos que se consolidan sólo en la realidad del lenguaje y el silencio. Su prosa levemente intemperada, un tanto negligente, puede socavar de igual manera los postulados circenses de los posestructuralistas, como los mitos más solemnes de las teorías de Freud. Al “no hay nada fuera del texto” de los primeros, opone el contexto que es el mundo, sin el cual no puede haber ni significado ni comprensión. El psicoanálisis, por su parte, lo llena de incredulidad. No es más que, en su breve y mejor momento con Freud, un relato mitológico del genio. La noción del padre como rival sexual no le parece más que un melodrama irresponsable.

En Errata, el examen de una vida (Ediciones Siruela, 2009) no hay una profunda exploración de ideas ni nada por el estilo, sino apenas una aproximación humana, ética, transparente, a los asuntos que a Steiner le interesaron de esta estación espléndida y extraña que es la vida.

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