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El arte y el trabajo de traducir
culturas
–El origen está en la adolescencia, al querer entender lo que decían las canciones de los Beatles; de ahí pasé a Bob Dylan y de Dylan a la poesía norteamericana. Con el tiempo me fui interesando en otro tipo de cosas, pero mi base fue siempre la poesía, el género que más me interesa, que personalmente cultivo. En un determinado momento empecé a hacer eso de manera más profesional, vale decir, a cobrar las traducciones y a meterme en el mercado de la traducción, que es totalmente distinto al hecho de simplemente traducir.
–Esa entrada en el mercado de la traducción siempre fue de la mando de tu condición de escritor. Son, en un punto, actividades paralelas pero al mismo tiempo ligadas entre sí…
–Dialogan siempre
porque desde el principio, cuando vos traducís, si traducís libros buenos,
aprendés a escribir. Y por otro lado, tenés que enfrentar montones de problemas
que tienen que ver con cómo dirías en tu lengua algo que se dijo en otra y que
no se puede traducir inmediatamente. O sea, lo primero y más importante:
traducir no es traducir palabras; esa es una parte del trabajo; la otra parte
es traducir culturas. Y cuando digo traducir culturas quiero decir que lo que
de pronto forma parte de la rutina y la cotidianeidad de un determinado lugar,
cuando lo transportás a otro lugar deja de ser esa cotidianeidad y se puede
transformar en algo hasta cierto punto exótico. Entonces, ¿cómo hacer esa
transformación sin crear un exotismo que el original no tiene? Luego hay otras
cuestiones… Yo no siempre traduzco libros de esta época, traduzco libros de
otras épocas, entonces tenés que pensar no solo en términos del espacio sino también
del tiempo. El libro permanece inalterado en el original, pero se va trasformando
a medida que vas traduciendo y que pasan los años y las traducciones. Con esto
quiero decir que un mismo libro es susceptible de tener muchas traducciones
distintas.
El oficio
–Supongo que cuando
realizaste la traducción de Madame
Bovary (Eterna Cadencia) leíste una gran
cantidad de traducciones previas… ¿Qué insumo representa para vos la traducción
previa de un texto que te aprontás a traducir?
–No leí un montón; leí dos o tres. Si no me equivoco, mi traducción en castellano de Madame Bovary es la número 56, y ya van por las 80 y pico. Como insumo, la traducción previa puede representar mucho para mi trabajo, porque de repente alguien encontró soluciones buenas, que podés utilizar vos también, y a veces nada porque la traducción, como todo, está sujeta al talento de los traductores, pero también a modas.
–¿A qué te
referís con modas?
Traduciendo a
Conrad tuve un pequeño descubrimiento que me resultó muy curioso. La traducción
más conocida, de las muchas que hay de Corazón
de las tinieblas, es la de Sergio Pitol, que creo que tiene más de treinta
ediciones entre España, México y algún otro país. Pitol, considerado uno de los
mejores traductores históricos mexicanos, no traduce realmente. Lo que hace es
interpretar qué significa cada cosa. Pitol te cuenta lo qué dice el libro, pero
no respeta ni el estilo del autor ni las referencias particulares que pueda
tener el libro. Para ponerte un ejemplo: traduciendo a Henry James, está
hablando de una universidad, Epson, pero como piensa que a esa universidad no
la conoce nadie, la cambia por Oxford. Así, mueve la trama del lugar donde
transcurre la novela en el original. Hay traductores que son idiosincráticos,
como por ejemplo Borges. Cuando leés su traducción de Las palmeras salvajes, de Faulkner, pone en el condado de Yoknapatawpha,
en pleno Misisipi, a una tranquera con un carancho. ¿Por qué lo hace? Hay
razones que tienen que ver con una idea de lo que debe ser la traducción y hay
otro tipo de razones. Borges tradujo eso en un momento en que se estaba
peleando con los españoles, en contra de las normas españolas, la Real
Academia, etcétera, y es una forma de decir “Me chupa un huevo lo que digan los
españoles. Yo traduzco como argentino, y en Argentina hay caranchos y hay
tranqueras, y en esta realidad yo pongo el equivalente de un carancho y de una
tranquera”. Si vos te ponés a pensar, todo el mundo cree que la traducción de
Edgar Allan Poe hecha por Julio Cortázar es maravillosa. No lo es; es una
versión corrigiéndole el estilo, porque Poe es totalmente tosco en inglés. No
solo es tosco sino que usa muchas palabras sin saber qué significan, por el
hecho de que quedan bien. Entonces Cortázar, para evitar el galimatías al que
podían llevar ese tipo de cosas, le enmienda la plana. Lo que se lee son los
argumentos de Poe con una traducción que hace Cortázar mejorando el original.
–Está clarísimo que hay muchas variantes de la traducción, más allá de las modas.
–Fijate que tenés
los tipos que te cuentan lo que dice un texto, los que te dejan una marca
idiosincrática, los que corrigen al autor, los que buscan una traducción que
recupere el estilo, de alguna manera historicista, para decirlo de algún modo. Así
que como en casi todas las cosas, la traducción obedece a modas, a tendencias y
a escuelas.
–En tu caso particular, teniendo en cuenta que has traducido a autores tan diferentes como Flaubert, Perec, Conrad y Highsmith, ¿cómo se podría definir tu modus operandi como traductor?
–Mi sistema de trabajo tiene que ver con el texto. Cada texto te pide una traducción particular, además de pedirte una atención particular. Tomemos a Flaubert, por ejemplo. Flaubert es perfecto. Su estilo es maravilloso, es uno de los escritores más grandes de la historia, no hay con qué darle. Pero tiene sus mañas. A Flaubert no le gustan las cacofonías ni las repeticiones. A veces se tomaba quince días para escribir media carilla. ¿Quién son yo para liquidar una página suya en quince minutos? A Flaubert lo traduzco en voz alta para evitar las cacofonías, para ver cómo suena. Respeto la puntuación, que no es la puntuación del francés, sino que es la que se inventó Flaubert, razón por la cual hubo un momento en que se polemizó sobre si escribía bien o mal. O sea que le presto atención a todos los detalles y, al mismo tiempo, trato de recuperar para el lector determinados tipos de usos, que muchas traducciones modernas no mantienen. Yo no traduzco a Flaubert con un diccionario de francés moderno, sino con los diccionarios que él usaba en su época. De siglo en siglo desaparece un veinte por ciento del vocabulario y se incorpora otro veinte por ciento, muchas palabras desplazan su sentido. Así que lo que hace cien años significaba tal cosa, hoy en día ya no significa la misma cosa.
–Hablemos un poco más del oficio. Andan circulando en el mercado varios libros de autoayuda publicados en España y traducidos por Teo Macero y Rudy Van Gelder, entre otros seudónimos detrás de los que te escondiste…
–Sí, las firmas
son todas de productores de jazz. Soy yo, sí. Es muy simple. Yo vivo de dar
clases y de traducir. Hubo una época muy dura, en 2001 y posteriores, que desde
España, como buen supernumerario sudaca, me dieron trabajos de mierda. Las veces
que publiqué algo bueno en España fue porque se lo propuse a algún amigo
editor. Yo tenía un amigo que trabajaba en Ediciones B y que publicaba muchos
libros de autoayuda. Un libro de autoayuda está escrito con los codos y se
puede traducir sin diccionario. Son malísimos pero se venden, aparentemente.
Esos y otro tipo de libros, que se conocen como ‘Regency novels’, que son
novelas románticas, folletines, que transcurren durante la Inglaterra de la
Regencia. Hice esos trabajos sin ningún tipo de
escrúpulos, con la voluntad de que me pagaran lo máximo que pudieran, que no
era tanto pero era más de lo que se pagaba en Argentina. Argentina, de todos
los países de América latina, Uruguay incluido, es el que peor paga las
traducciones.
Conrad en las tinieblas
–¿Por qué volver a traducir la obra más conocida de Joseph Conrad?
–Uno de los problemas que noté en Conrad, y por el que acepté el trabajo (Corazón de las tinieblas, Eterna Cadencia), es porque me dio la sensación de que, en líneas generales, no se prestaba atención a su estilo. Conrad está escribiendo en una lengua que no es su primera lengua, sino que es la tercera: la primera es el polaco, la segunda es el francés y la tercera es el inglés. Muchas de las cosas que Conrad escribe las escribe utilizando acepciones del diccionario que son un poco curiosas. Usa la segunda o la tercera acepción, no la primera. Y si vos al traducir usás la primera, forzás un sentido que no corresponde. También, muchas veces, Conrad hace cosas sutiles. Te doy un ejemplo: hay una escena en la que Marlow está calafateando un barco, ve venir a dos belgas que están hablando y se esconde para escuchar el diálogo. Si vos leés el texto en inglés, reproduce la sintaxis del francés. O sea que un lector inglés va a encontrar una anomalía, que tiene que ver con la indicación de que los tipos que están hablando no son ingleses sino de lengua francesa. ¿Cómo reponés eso en castellano?
–¿Cómo se llega a resolver esos detalles?
–Los detalles de
ese tipo te obligan a estudiar, básicamente lo que dijeron otros, sobre todo en
las ediciones críticas o anotadas, que las hay muy buenas, y luego que prestes
atención a algunos detalles de traducción. Por ejemplo, hay dos mujeres
españolas que tradujeron Corazón de las
tinieblas para Alianza, que salvo el léxico, que es español, estuvieron
mucho más cerca que Pitol, haciendo una traducción que respeta más a Conrad.
Así que cada texto te pide algo particular. Algunos te piden solamente oído,
como por ejemplo Claire Keegan.
Leer a Irlanda
–Un punto clave
dentro de tu trayectoria como traductor fue la publicación, en 1999, de la
antología Poesía
irlandesa contemporánea (Libros de Tierra
Firme), preparada junto a Gerardo Gambolini, y que fue la primera que se
publicó en castellano. ¿Por qué Irlanda?
–Mi interés por
Irlanda es algo que me viene de la adolescencia, porque en la poesía irlandesa
encontré muchas de las respuestas que, a mi gusto, faltaban en la poesía
argentina y en buena parte de la poesía hispanoamericana que había leído hasta
entonces. Se trata de una poesía muy directa, que trata de asuntos muy comunes
y que los utiliza para extrapolarlos y volverlos metafísicos. Al mismo tiempo,
no mezquina la historia, los datos más inmediatos de la realidad ni los
sentidos, de tal forma que vos leés a un poeta irlandés y sabés que es
irlandés. Empecé a interesarme en esa poesía en un momento en el que la poesía
argentina no te revelaba, grosso modo, que quien la había escrito era un poeta
argentino, porque el efecto de la dictadura acá había sido lo suficientemente
fuerte como para obligar a todo el mundo a velar el discurso. Hay gente que
tiene un discurso velado por naturaleza y otra que fue obligada a velarlo. Yo
encontré una salida a ese problema en los poetas irlandeses. Un primer viaje a
Irlanda me reveló la existencia de un mundo distinto; un segundo viaje me puso
ya en juego, porque conocí a muchos poetas irlandeses y a cada uno le pedí
listas y empecé a cruzar las listas, y con quien hicimos la antología en aquel
momento, a cuatro manos, fuimos leyendo y seleccionado poemas y poetas. Parte
de la idea era demostrar hasta qué punto la poesía irlandesa no era un
desprendimiento de la poesía inglesa sino una entidad distinta. Ese mismo
ejercicio lo seguí haciendo después con la poesía de Gales y la de Escocia.
–En una antigua entrevista te escuché decir que la literatura irlandesa, que es prácticamente el corazón de la literatura por mucho tiempo llamada inglesa, tiene menos del diez por ciento de sus autores traducidos al castellano. ¿A qué se debe?
–Hasta el día de
hoy sigue siendo así. Irlanda tiene tres o cuatro editoriales; el resto de la
literatura irlandesa se publica en Londres o en Estados Unidos. Tenemos que
entender que los valores con que se maneja la literatura en inglés son
distintos a los que se manejan el mundo hispanoamericano. Todos los escritores
tienen agentes. Luego, como en todas las cosas, hay oportunidades o falta de
oportunidades. Hay grandes escritores irlandeses que nunca fueron considerados.
Pienso, por ejemplo, en Patrick Kavanagh, que es uno de los fundadores de la
poesía irlandesa y que no figura en ninguna antología de lengua inglesa
publicada en Gran Bretaña. Su recuperación es póstuma, prácticamente, mientras
que autores mucho menos importantes fueron publicados desde un principio. Hay
irlandeses que vivieron toda su vida en Gran Bretaña y que por su frecuentación
del medio literario, o por tener un puesto en una universidad, se ven más que
otros que nunca salieron de su pueblo en Irlanda. Pasa en todos lados. Te pasa
a vos, que sos canario: seguramente, tus oportunidades frente a un montevideano
son menores. Ahí tenés la respuesta. La otra cuestión tiene que ver con algo
que dice Borges en El escritor argentino
y la tradición, sobre que los irlandeses son como los judíos: están en todo
el mundo y se mimetizan muy bien con el pueblo en el que se instalan. Si te doy
una lista de autores ingleses que son irlandeses, no lo podés creer. Joyce dijo
en un ensayo, y yo lo repito siempre, que los ingleses conforman un pueblo
laborioso, que le dio a la humanidad el arma necesaria para descansar sus
estómagos congestionados, inventando el inodoro. Los irlandeses, un pueblo
dominado que tuvo que escribir en una lengua que no es la propia, le dio al
mundo la literatura inglesa.
–De esa forma te convertiste en una especie de apóstol de la literatura irlandesa en nuestro idioma.
–¿Cómo decirte? Si yo veo algo que es bueno, que me parece que vale la pena, frente a tantas cosas que no valen la pena, tengo ganas de que haya más gente que se entusiasme por eso. Así como nunca, por ejemplo, voy a recomendarle a nadie a María Negroni, le voy a recomendar a todo el mundo a Claire Keegan.
Resoluciones
–Llevás
traducidos cuatro libros de Claire Keegan para Eterna Cadencia (Recorre los campos azules, Antártida, Tres luces y Pequeñas
cosas como esas). ¿Por qué ese
empecinamiento? ¿Cómo resulta el trabajo de traducirla?
–Es muy fácil de
traducir porque es una escritora absolutamente fabulosa, que si la seguís al
pie de la letra no la pifiás. Y cuando te dicen “Qué buena la traducción”, lo
que hay que decir es que lo bueno es el original. Los problemas que te plantea
tienen que ver con la historia de Irlanda. Como la literatura irlandesa es una
de mis pequeñas especialidades, tengo resueltos muchos de los problemas que se
me plantean. Por ejemplo, en la trama de su última novela Claire Keegan escribe
sobre un carbonero, cuyas cinco hijas van a un colegio religioso, que ve una
situación irregular en un convento y descubre una de las lavanderías de la Magdalena,
las ‘Magdalene Laudries’, donde mandaban a las madres solteras. Hay toda una
trama, una serie de determinaciones morales que tiene que hacer el personaje,
etc. Yo sé desde antes, por mi frecuentación de la literatura e historia irlandesa,
y por haber ido muchas veces al país, que Irlanda fue fundamentalmente un
estado teocrático, que cuando se produjo su independencia carecía de
instituciones y entonces delegó la educación y la salud en la única institución
fuerte que había, que era la Iglesia, y que aprovechando esa circunstancia la
Iglesia influyó sobre la Constitución irlandesa. Todos estos datos forman parte
de un background que a mí me ayuda a
entender una historia que, si fuera la de Laos o la de Pakistán, no podría
descubrir.
–Supongo que te llegarán ofrecimientos de muchas traducciones que no te interesan.
–A esta altura de
mi vida me puedo dar el lujo de aceptar ciertas traducciones y rechazar otras,
y de traducir fundamentalmente lo que me interesa o me pagan muy bien. Ese tipo
de cuestiones obliga a una preparación del trabajo de muy diversas naturalezas.
Ahora mismo estoy traduciendo una novela de J. P. Donleavy, que ya fue
traducida previamente, Un hombre singular.
Se trata de un escritor terrorífico, porque escribe frases enteras sin verbos,
única y exclusivamente con gerundios, y vos tenés que suponer cuándo vas a usar
un verbo o cuándo vas a hacer una secuencia temporal en la que necesitás un
imperfecto o un indefinido, o si mantenés un infinitivo o un gerundio. Luego
salta de una tercera persona omnisciente a una primera o segunda persona, sin
ninguna justificación. Los primeros días de traducción significan pasearme por
el libro para tratar de entender hacia dónde va ese estilo y que es lo que ese
estilo, en última instancia, está intentando hacer, para después ver cómo lo
reproduzco.
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