El pasado 11 de marzo, el escritor Sergio Olguín publicó una contratapa en el diario Página 12, de Buenos Aires, donde analiza la centura editorial, apoyándose en casos recientes como los de Roal Dahl e Ian Flemming, entre otros. En su afán por profundizar en este flagelo bien actual, señala varios casos de lo que él considera censura ejercida por los traductores. Acaso en esta página bien escrita hay un error que valdría la pena considerar: no son los traductores los que tienen la última palabra sobre lo que traducen. Quizás habría que tener en cuenta cuál es el papel de los editores y correctores en las intervenciones señaladas por Oguin, ya que, a diferencia de los traductores, nunca firman lo que hacen en los libros traducidos.
Entre mis lecturas de infancia se cuentan muchos libros de Julio Verne, Las aventuras de Huckleberry Finn de Mark Twain, La Iliada, La Odisea, las Mil y una noches, entre muchos otros. Leía sobre todo libros publicados en la Colección Roja de Billiken. Muchos años después descubrí que realmente no había leído esos libros sino versiones resumidas y editadas de esas obras. No solo eran versiones más cortas, sino que también habían perdido en el camino las escenas de sexo (Las mil y una noches), las de violencia explícita (las de Homero), el lenguaje brusco (Mark Twain), etc. Debo reconocer que cuando lo supe me sentí estafado y que al día de hoy me queda un poco de resentimiento en contra de los editores que adaptaban y censuraban a la vez.
Es muy probable que muchos supongan que eso está bien. No hay por qué entregarle a un chico un libro que no se ajuste a la educación que le quieren dar sus padres, que seguramente quieren evitar escenas fuertes. Cuando mis hijos eran pequeños les adelantaba y omitía el comienzo de Buscando a Nemo para que no sufrieran con la muerte de la madre y sus hermanitos. Lo habría seguido haciendo hasta los veinte años, pero aprendieron a manejar el reproductor de DVD mucho antes y me dejaron afuera de las películas que veían o de sus videojuegos (intenté retrasar la llegada del GTA todo lo que pude).
Tal vez por todo esto, no me sorprendió el anuncio de que se iba a “suavizar” la obra de Roald Dahl para mantenerla en el mercado de libros infantiles. Expresiones que no nos preocupaban a nosotros o a nuestros padres hoy resultan molestas, hacen ruido a padres jóvenes. Las reacciones negativas a esta censura vinieron de lectores que analizaban la situación desde la edad adulta: “cómo nos van a censurar a Roald Dahl”. Tal vez si a esas mismas personas les preguntaran qué les dan a leer o ver a sus hijos, sabríamos que en otros casos la censura no les preocupa tanto como creen.
No es mi intención defender los cambios a los libros infantiles de Roald Dahl. Muy por el contrario, me parece una estupidez que se edite a un autor para aggionarlo a la infancia actual. Si a los padres no les gusta cómo escribe Dahl, que no sean perezosos y busquen a otros escritores más acordes con sus intereses. No arruinen la literatura, ni siquiera por una buena causa.
Más preocupante es la ridícula propuesta de quitar referencias que puedan resultar molestas para las almas de cristal contemporáneas en la obra de Ian Fleming, el creador de James Bond. A ver si se entiende: en esas novelas de espionaje, lo que resulta inquietante o disruptivo es alguna expresión de tipo racista, pero no que el protagonista tenga licencia para matar a los enemigos del imperio británico. La propuesta no es que ahora James Bond recurra a la Corte de La Haya para resolver sus problemitas con otros espías, sino que antes de matar no vaya a decirle negro a su víctima. Este mundo de pavos es el que propone la cultura de la corrección. El camino del infierno está lleno de buenas intenciones editoriales.
Las bellas historias de Dahl y las aventuras de muy moderado erotismo del polifacético James Bond, a punto de ser censurada por sus editores, hicieron mucho ruido. Pero sería muy inocente pensar que se trata de dos casos aislados. Vivimos en un mundo en el que la censura es la norma, como en los tiempos de Torquemada y su simpático equipo de inquisidores. Es cierto, antes a los artistas se los sometía a tormentos físicos y se los quemaba, hoy se los acosa por redes sociales, se los cancela, se les quita la posibilidad de seguir mostrando y difundiendo sus obras. Nada más. Indudablemente, hay una mejora en el humanismo de los millennials y centennials con respecto a la sociedad medieval.
En un terreno donde la censura y la sobreprotección del público adulto las hemos asumido y tomado con toda naturalidad es en las traducciones. Entren a una película de Netflix, o de Amazon. No solo les van a avisar si hay escenas de “tabaquismo” para que preparen su espíritu antitabaco, sino que los subtitulados van a cuidar de no ofenderlos. Si un personaje insulta fuerte en su idioma, se van a encontrar con que el subtitulado suaviza sus palabras con un esfuerzo que hubiera emocionado a Miguel Paulino Tato. Las plataformas nos cuidan del lenguaje malsonante.
Pero esto ocurre incluso en la traducción de literatura contemporánea. Tomemos un ejemplo, ente muchos otros posibles: la novela El país de los otros (Le pays des autres), de la franco marroquí LeÏla Slimani (aprovecho y les digo: lean todo lo que puedan de Slimani, una autora joven brillante y muy lúcida). “En cierto modo era como una hija”, dice la narradora sobre un personaje femenino, pero la traductora decide quitar la línea siguiente (ni siquiera la traduce, la hace volar), que simplemente decía “porque la había visto salir de la vagina de la madre” (elle l´avait vue sortir du vagin de sa mère). Por lo visto, la traductora Malika Embarek López nos quiso evitar una imagen tan elocuente. Más adelante, un guía varón delante de un grupo de chicas tiene las manos “cruzadas sobre el bajo vientre”. Habría que discutir hasta donde llega el bajo vientre porque Slimani escribió que tenía las manos “delante de su sexo” (devant son sexe). La traductora podría alivianar la obra de Roald Dahl. Haría bien el trabajo.
Un artículo de Ernesto Hernández Busto en Letras libres cuenta en detalle cómo se suavizaron las expresiones y escenas sexuales de Lolita de Vladimir Nabokov en la traducción de Enrique Pezzoni. El libro y su traducción son clásicos indiscutibles.
¿A quiénes creemos cuidar cuando el mundo editorial o audiovisual hace estos desastres? ¿Por qué pensamos que al público adulto hay que tratarlo como a chicos? ¿Realmente alguien piensa que hay que dejar de pasar canciones que sean agresivas contra algún colectivo o grupo social? ¿Tenemos que dejar de leer libros que cuenten historias que se dan de culo con la corrección política, tanto de derecha como de izquierda?
Lo más grave no es que le cambien las palabras a la obra infantil de Dahl, o se metan con las historias de Fleming. Ellos ya escribieron los libros como quisieron y van a sobrevivir a los intentos de censura. Lo grave es que con esto alimentan (editores y lectores) un mundo de censura previa. Les dicen a los escritores “ojo con lo que escriben, porque les vamos a caer si no comparten nuestro pensamiento”. Nos enojamos por lo de Dahl porque es correcto hacerlo, pero nos callamos cuando los censurados son tipos desagradables, que escriben libros o canciones indefendibles desde el código penal o hacen películas alejadas de nuestra ideología. Y pretendemos entender la cultura desde nuestra mirada, que consideramos siempre la correcta. Los escritores tienen el desafío de volar más alto que el dedo acusador de las redes sociales y del temor de los editores. Pero el lector/espectador tiene un desafío más difícil: dejar de ser parte de la trama censora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario