Daniela Sías y Magalí Sequera entrevistaron a Matías Battistón para la Revista Pasajes. El resultado es la charla que se ofrece a continuación.
“La
traducción es un plagio autorizado”
Matías Battistón no sabe muy bien cómo llegó a la traducción. Sin embargo, ya tradujo entre otros a Samuel Beckett, John Cage, Édouard Levé, Roland Barthes, Fernando Pessoa, Gertrude Stein y Ed Wood, y fue becado para realizar proyectos en Irlanda, Francia y Suiza. “Supongo que me atrajo la idea de poder abordar la literatura, la escritura, desde un sesgo menos evidente”, contó en la charla que mantuvo con Revista Pasajes.
“Estudié traducción en la universidad, y pasé un par de años en una agencia traduciendo consentimientos informados, patentes de anticonceptivos, permisos de importación de comida para peces, manuales de cortadoras de césped… Uno se imaginaría que así aprendí mucho de todo, pero no. Después de un tiempo, empecé a tirar proyectos para editoriales. Cuando pude establecer un vínculo con algunos editores, ahí solté la agencia y empecé a trabajar de lleno como traductor literario”, agregó.
–¿Te dedicás exclusivamente a la traducción?
–Obtengo la mayor parte de mis ingresos de la traducción, pero también enseño en universidades, doy talleres, en fin, las típicas aristas del rebusque.
–Se vive
a duras penas. Las tarifas siempre están por debajo de lo que uno quisiera,
porque incluso cuando se logra negociar algo aceptable, el margen se lo come la
inflación argentina, por no hablar de la inflación del trabajo en sí, que
siempre termina consumiendo muchísimo más tiempo que el que uno imaginó,
incluso en sus predicciones más pesimistas. Pero todo nuevo adelanto y todo
nuevo proyecto generan otra vez el espejismo del oficio factible.
–Sí,
desde luego, pero siempre me planteo abandonar absolutamente todo lo que
empiezo. Así que no es extraordinario. Además, tiene su costado adictivo.
Quizás es una relación tóxica la que tengo con la traducción: no la puedo
soltar.
–¿Cuál es tu margen de elección de tus proyectos de traducción? Comentaste que propusiste proyectos a editoriales: ¿cómo es ese proceso?
–Tengo
buena relación con los editores con los que trabajo, y a varios de ellos me
acerqué como alguien que proponía proyectos. Y eso se mantuvo. Hice en algún momento
un conteo para ver cuál era el porcentaje de libros que había traducido por
elección propia (en el sentido de que yo los había elegido) y cuáles eran
encargos que había aceptado. Obviamente ya me olvidé del porcentaje que saqué.
Pero no era tan dispar. Por ejemplo, para Interzona compilé muchos libros en
Zona de Tesoros, una colección de clásicos rescatados o nunca antes traducidos,
para la que suelo recomendar autores o títulos. Son volúmenes que prologo y
armo tratando de encontrar, en lo posible, un ángulo por donde se infiltre algo
nuevo en una obra ya supuestamente conocida. A la gente de Ediciones Godot les
propuse un libro que yo había descubierto, por así decirlo, leyendo los diarios
de Virginia Woolf. Ella en un momento planteó el deseo de escribir un libro de
mujeres excéntricas, y barajó varios nombres, varias candidatas. Yo sabía que
era un libro que no se había publicado ni escrito nunca como tal, pero me dio
curiosidad, y empecé a buscar si existían textos de Woolf sobre estas mujeres. Y
vi que, en efecto, había escrito artículos, ensayos, reseñas, que eran siempre
como pequeños retratos, y que era posible hacer un libro con eso, más o menos
orgánico, junto con otros textos suyos sobre el mismo tema. Le planteé esto a
los editores de Godot y me dijeron enseguida que avanzara, y así se armó Las
excéntricas, que salió este año. Con Stendhal hice algo parecido con La risa,
por ejemplo, un librito donde reconstruyo una obra que durante mucho tiempo él
proyectó sobre el humor, y de la que dejó varios rastros. Este tipo de trabajo
es más fácil con obras en derecho público, claro, porque hay más libertad de
acción: no hace falta el aval de ningún autor, ningún agente ni ningún
heredero. Uno hace estragos a sus anchas. Pero he hecho cosas así con autores
más contemporáneos también, como John Cage. En fin, nadie está a salvo.
–Traducís del inglés y del francés: ¿cuál es tu relación con cada idioma, en el sentido de que hay necesariamente uno con el que sentís más cómodo? ¿Traducís más de uno que del otro?
–El inglés viene de antes. Más que nada porque uno está, antes de saberlo, rodeado de inglés. Por imperialismo cultural o por moda o por lo que sea: películas, música, videojuegos. En la escuela tenía inglés como materia, nunca fui a colegio bilingüe pero siempre lo tuve como materia. Así que cuando me quise dar cuenta ya sabía inglés, al menos hasta cierto punto. El francés fue un idioma que yo fui a buscar. Lo empecé a estudiar mucho más tarde, a los 18 o 19 años. Conseguí un par de manuales, compré libros y material en francés, y cuando ya tenía ciertas bases entré a la Alianza Francesa y estudié ahí varios años. Había suficiente material que me interesaba para justificar el esfuerzo: cosas que quería leer, películas que quería ver, toda una cultura que me interesaba bastante. Cuando tengo que escribir algo, o dar una conferencia afuera, sé que lo hago con más soltura en inglés que en francés, pero con la traducción, la dificultad depende más bien del proyecto que del idioma. Victor Hugo no me destruyó el cerebro como Gertrude Stein. Y no sé si traduje más de una lengua que de la otra, está bastante repartido el asunto. (P. S.: Acabo de hacer un conteo, y por ahora los libros que traduje se reparten exactamente en un 50/50).
–¿Hay particularidades del proceso de traducción que tengan que ver con el inglés o el francés?
–No, en
términos de proceso es el mismo. Los problemas suelen ser los mismos: un giro
que no conozco, un modismo o arcaísmo con el que no estoy familiarizado, una
referencia cultural o técnica que requiere investigación, una voz a la que me
cuesta encontrarle la vuelta… Mis herramientas son las mismas. Bibliografía o
documentos de la época que intento conseguir, y si es algo muy específico, como
el argot de una ciudad o región en particular, o algún detalle muy recóndito,
consulto con amigos que sean hablantes nativos, o trato de ponerme en contacto
con especialistas. No creo que haya maneras de solucionar los problemas que
sean específicas a cada lengua, en mi caso. Si hiciera un análisis detallado,
quizá descubriría que tengo maneras de equivocarme distintas en un idioma que
en el otro, una especie de estilo específico en el error, pero nunca lo hice.
–¿Qué te aporta el hecho de estar en una residencia que no tenés en el día a día de tu trabajo?
–Varias
cosas. Hay gente a quien lo que más le gusta de las residencias de traducción
es el hecho de poder salir de la casa para encerrarse en otro lado, tener más
calma, poder desconectarse más y concentrarse puramente en el trabajo. No sé si
es mi caso. Lo que más me gusta es la experiencia: el viaje, poder estar en ese
otro país y encontrarme con cosas que yo no hubiera buscado y que pueden
terminar alimentando la traducción de un modo indirecto. Además de tener acceso
a muchísimas fuentes que no tendría en Argentina, desde luego, sobre todo las
que no están digitalizadas. En las residencias suelo alimentar proyectos
futuros. Me encuentro con autores que no conocía, escritos que no hubiera
buscado por mi cuenta. Y el mismo proyecto por el que viajé suele alimentarse
indirectamente de todo eso que de repente tengo alrededor. Por ejemplo, una vez
viajé a Irlanda a traducir, entre otras cosas, un libro que se llama La
insurrección en Dublín, de James Stephens, sobre el alzamiento de Pascua, un
momento muy importante de la historia irlandesa. El viaje coincidió con el
centenario de los eventos que se narran en el libro. Es una obra que, de algún
modo, se enfoca más en el plano inmediato que en el histórico, porque es una
suerte de diario, y al escribirlo Stephens no tiene ninguna información
fehaciente de lo que está pasando: no hay periódicos, no hay noticias, nadie
sabe nada de nada. Así que él se concentra en las minucias del día a día: las
reacciones de la gente, lo que pasa en los negocios, los rumores que circulan.
En el momento en que yo trabajaba en la traducción, toda Dublín estaba
empapelada con la celebración del centenario. Había gente disfrazada de
soldados de la 1° Guerra Mundial por la calle, festejos públicos
multitudinarios. Todo eso hizo que lo que leía en el libro sobre aquella semana
de abril de 1916 dejara de ser una especie de abstracción y se convirtiera un
episodio vivo, en un eco que seguía resonando en toda la ciudad. Por otro lado,
yo tenía entonces acceso a la biblioteca de Trinity College, donde había una
enorme cantidad de diarios privados y correspondencias, que es un género que me
gusta mucho. Se me ocurrió buscar qué más había pasado durante esa semana que
narra Stephens, no solo en Irlanda sino también en otros países. Empecé a armar
mi diario paralelo de esas fechas en la vida de otros escritores. Me interesaba
buscar detalles infra-ordinarios, cosas que no fueran importantes, pero que
quizás ejercieran una cierta gravitación. Como tenía la impresión de que la
ciudad misma me estaba soplando cómo traducir lo importante, mi investigación
se fue orientando hacia lo menor, lo lateral, lo irrelevante. Y aunque esos
detalles no figuren explícitamente en mi traducción, ni como notas al pie ni
nada, así y todo siento que ese trabajo me ayudó a entender mucho mejor el
libro. Si hubiera estado en Argentina, creo que me hubiera documentado más que
nada sobre los hechos históricos, los que tienen más pertinencia objetiva. O
sea, estar en Dublín me permitió algo que para mí es vital: ser más irresponsable
y hacer cualquier otra cosa.
–Sí, en
Burdeos en el 2018. La residencia del A.L.C.A que organiza la región
Nouvelle-Aquitaine, para la traducción de Edouard Levé. El libro de Levé se
llama Diario, pero no es un diario íntimo, sino público: toma artículos de los
periódicos, y borra detalles concretos: nombres, fechas, lugares, y se queda
con la forma abstracta de la noticia. Esto le permite explorar el lenguaje
periodístico, algo así como el arquetipo de la noticia. Por más que borrar esos
detalles formara parte del juego, consulté hemerotecas y pude rastrear varias
de las fuentes. La búsqueda misma, ese intento de encontrar los materiales con
los que había trabajado Levé, me ayudó para sumergirme en el libro, más que
para la traducción en sí. También me ayudó hablar con gente, consultar
librerías, bibliotecas, perder el tiempo. Esto último siempre es clave.
–¿Cómo trabajas el estilo?
–Depende
mucho del autor y del libro. No todos te piden lo mismo, y hasta lo que te piden
puede ir cambiando. No es que uno aprenda a traducir a Beckett, por ejemplo.
Cada libro exige un proceso de prueba y error. Hay que ver constantemente qué
es lo que funciona y lo que no. Si traduzco a John Cage, por ejemplo, sé que la
traducción no funciona si yo no estoy experimentando de alguna manera,
recreando o subvirtiendo los procedimientos de Cage. Otros autores piden más
recato. Lo que sí siento como una constante es que traducir exige estar
entusiasmado, aunque sea hasta cierto punto. Aprender a traducir un libro es
también aprender a ver qué te entusiasma. Encontrar eso es encontrar la forma
de traducirlo. Si no, el trabajo se vuelve chato, mecánico. Sin entusiasmo es
difícil que una traducción sea buena. Más allá de los errores que pueda tener o
no tener. A una mala traducción no solo llegamos cometiendo errores.
–Al
principio me daba cierto prurito abordar al autor: pensaba que si no
solucionaba las cosas solo me estaba poniendo en evidencia. Como si un cirujano
despertara a un paciente para pedirle direcciones al duodeno, digamos. Después
cambié de opinión. En cualquier caso, traduje a pocos autores vivos. Y de esos,
varios usan a su agente de intermediario, como una especie de cancerbero. A
veces ni responden. Sin embargo, también ha habido autores que me respondieron
con mucha amabilidad, revelándome detalles imposibles de saber de otra manera.
Cynan Jones, un escritor galés del que acaba de publicarse una traducción mía,
La bahía, por Chai Editorial, fue el mejor dispuesto. Apenas le terminaba de
escribir, ya me respondía. Yo, que contesto mis mails casi póstumamente, quedé
admirado.
–Sí, pero
sin demasiado apuro por publicar. Entre varios proyectos, estoy terminando un
libro que, si todo sale bien, debería aparecer el año que viene. Es una especie
de ensayo sobre la traducción de Beckett, o donde Beckett sirve como punto de
partida o piedra de toque para hablar de otras cosas. Qué pasa con los traductores
que odian a los autores que están traduciendo, por ejemplo. Cómo el odio puede
nutrir una traducción, volverse parte del atractivo del texto. Qué pasa con los
traductores que creen que la traducción les impide escribir. Qué pasa con su
reverso, los traductores que traducen para no escribir. Los traductores que ven
la traducción como panacea, los que la ven como martirio. Los traductores que
calumnian a otros traductores. Los traductores que murieron por traducir, y los
que mataron a los traducidos. Mi idea es explorar todo esto en este librito,
con puntas que vengo juntando hace tiempo, y a las que les encontré la vuelta
hace poco.
–El
impulso de traducir es hasta cierto punto un impulso de escribir, y de robar,
que es otra rama de la escritura. Porque la traducción es la manera más
autorizada del plagio, ¿no? El traductor vendría a ser un plagiario con exceso
de pruritos. Uno está plagiando, pero con las cartas sobre la mesa, dentro de la
ley. Lo que no quita que la traducción tenga su propia originalidad, sus
propias miserias y sus propios atractivos, claro.
–Más que
traducir a futuro, me interesan las traducciones que tengo macerándose en un
cajón desde hace rato. Por ejemplo, hay una edición que armé de los apuntes de
Samuel Butler, un autor genial, que por una razón u otra hasta ahora no se
publicó. Escribió cuadernos a lo largo de su vida, y en castellano solo se
editó una selección muy breve. Consulté sus manuscritos en Inglaterra y armé mi
propia versión. Fue la primera traducción que hice, hace muchos años. Quizá sea
la última que publique, qué sé yo. Y hay muchos libros que me encantaría
traducir, pero no tengo una traducción soñada, o que me desvele. Sería un
alivio: podría traducirla, y pasar a otra cosa.
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