El poeta y traductor mexicano Julio Trujillo (1969) ha ocupado importantes cargos en el mundo editorial de su país. Esta columna, apareció en el diario La Razón, de México, el pasado 7 de agosto.
Elogio de la traducción
En los últimos meses, he estado enfrascado (es decir: metido en una espesura, no en un frasco) en la traducción de una novela y de un largo poema. Aquélla fue trabajo profesional para ganar dinero, y éste fue trabajo personal para ganar… la mayor cercanía posible con el poema, y tal vez lectores, pero no para mí sino para ese texto que no existía en español.
Pues no hay lectura más inmersiva que la lectura del traductor, quien termina por entender, idealmente, no sólo los mecanismos del texto traducido, su oculta vida interior, sino la psicología literaria del autor, su, digamos, estilo, que además de decir lo que dice hacia afuera, dice muchas cosas hacia adentro, esa “espesura” que yo entiendo como un tercer idioma, un “lenguaje puro”, en palabras de Benjamin, confinado en el idioma extranjero y que el traductor debe rescatar para el idioma propio.
Debo confesar que con la novela sufrí, recordándome constantemente que frente a ese texto yo no tenía ningún derecho, sólo obligaciones. Quería atribuirme el derecho de dialogar con el autor (ya muerto) y sugerirle cambios aquí y allá, giros que agilizarían no la historia sino su ritmo narrativo, pero la fidelidad del traductor con el original debe ser perruna (alguien dijo, no recuerdo quién, que si el novelista es el mono de Dios, entonces el traductor es el mono del novelista), incluso si el autor vive, y en esa especie de resignación creativa hay mucho que aprender, como, en mi caso, que la función del ritmo semilento impuesto por el autor a su prosa, y su proclividad a la repetición cansina de ciertas fórmulas sintácticas, era reflejar la vida morosa y cíclica de un pequeño pueblo en Estados Unidos. Me descubrí, al verter esa prosa al español, inmerso en la espesura de un martes cualquiera en dicho pueblo gringo, sintiendo el peso opresivo del tiempo, tal y como lo proyectó el autor. Habiendo entendido y respetado su lógica, terminó siendo una traducción rápida de un texto lento y me trajo la satisfacción de haberme puesto la prosa de alguien más, a la manera de un guante.
El poema largo, de John Berryman, no me produjo sufrimiento, pero sí constantes desafíos para conseguir producir (así define clásicamente Valéry a la traducción), con medios diferentes, efectos análogos a los originales. Me instalé en el poema, me mudé mentalmente a ese pequeño territorio con sus propias leyes y resonancias, quise entender esa voz única que, aunque terriblemente parecida a la de Berryman, no es la suya, sino la del poema mismo que se ha emancipado de la persona que lo escribió. Cyril Connolly dijo que es una destreza tomar un fragmento en griego y traducirlo al inglés “sin derramar una gota”. Imposible, se derraman gotas, pero nace un texto nuevo que busca ser, en el mejor de los casos, análogo al poema original. Moviéndose en dirección inversa, de regreso de lo escrito, el traductor “no tiene más remedio que inventar el poema que imita”, como lo dijo Octavio Paz. Toda una lección y un honor inmenso seguir las huellas de Berryman en la redacción de su poderoso texto que he intentado imitar, sin más remedio que inventarlo.
En realidad, lo que he querido hacer es rendirle un homenaje a la traducción misma, pues sin ella, nos recuerda George Steiner, “habitaríamos provincias lindantes con el silencio”.
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