Curiosamente, de pronto, todo el mundo vuelve a poner la atención en la existencia de los libros y decide promocionarlos. Así, con bombos y platillos, a las ya muchas ferias del libro existentes, a las conferencias sempiternas, los mundiales de escritura, los múltiples aniversarios y los juegos florales en general, se suma la recurrente iniciativa de incentivar la lectura. No lo hace, como en otras ocasiones, el Ministerio de Educación, sino la Fundación El Libro, a través de una campaña en la que intervienen "músicos, artistas, humoristas gráficos, escritores, periodistas, empresarios". La lista de los intervinientes es, cuanto menos, curiosa. Todo indica que no son los escritores, responsables de esas cosas que después se convierten en libros, los encargados de convencer a los hipotéticos lectores, sino quienes los anteceden en en la lista que pone a quienes escriben en cuarto lugar, apenas precediendo a los periodistas y, en el colmo de la extravagancia, a los empresarios, cuya inclusión admite suspicacias.
Otro tanto ocurre con "la lectura", que en abstracto no significa nada. Se supone entonces que, detrás de la lectura, están los libros, que es el lugar donde parece centrarse buena parte de la iniciativa. Ahora bien, el libro es un objeto que transporta un contenido. Y lo que importa cuando se lee es fundamentalmente ese contenido que, por otra parte, ya no es privativo de los libros porque existen además otras plataformas. Entonces, poner tanto énfasis en el objeto permite albergar sospechas ya que aquí no se habla de lo que escriben los escritores, sino de su expresión material. Y tratándose de cosas materiales, uno bien puede imaginar que alguien produce esos objetos para luego venderlos por mayor y por menor, con lo que llegamos a la fiesta de la industria antes que a la de la lectura y las palabras.
Aquí corresponde señalar que la industria, por ahora, no tiene más remedio que invitar a sus fiestas a los escritores. En este mismo blog, ya hemos hablado en varias ocasiones de lo injusta que es la repartición de beneficios: primero están las librerías, después las distribuidoras, siguen las editoriales y se termina en los escritores (que reciben entre el 8 y el 10% del valor del precio de tapa) y en los traductores (que reciben entre el 4 y el 1% de ese mismo valor), a razón de dos liquidaciones semestrales que se suelen pagar noventa días después de realizado el informe de las ventas. Considérese aquí lo que significan estos números en un país con una inflación como la argentina. ¿Constituye esa operación una manera de honrar a quienes escriben los libros cuya lectura se busca promocionar?
Vuelvo en este punto a algo que ya he manifestado en repetidas ocasiones: sin escritores y sin traductores, no hay libros. Por eso, a las ferias del libro y a las de los editores habría que sumar las de los escritores, pensando una lógica distinta que la del mero negocio disfrazado de otra cosa.
Concluyo refiríendome al leit motiv de esta nueva campaña "para poner al libro de moda". Sus inventores han recurrido a Borges y a esa frase suya que dice: "La lectura debe ser una de las formas de la felicidad". Entiendo que ésa frase está sesgada, porque Borges solía decir que uno de sus vicios era no leer a Enrique Rodríguez Larreta, autor de La gloria de Don Ramiro, para no hablar de los cientos de libros que criticó por no considerarlos valiosos. Así, teniendo en cuenta esas contradicciones, uno podría concluir que no siempre leer tiene que ver con la felicidad. De hecho, ni los libros de autoayuda de Pilar Sordo, ni las simplificaciones de la filosofía de Darío Sztanjszrajber, ni las ficciones o poemas de María Negroni son formas de la felicidad. Con todo, podría matizarse la cuestión señalando que el "debe" podría imaginarse como un "debería", lo que serviría para mitigar el carácter obligatorio que parece deducirse de la convocatoria a esta nueva estudiantina de los empresarios y los burócratas del libro.
Jorge Fondebrider
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