Conservador, dogmático y muchas veces sobrevalorado, Christopher Domínguez Michael es uno de los críticos literarios más respetados de México, país que, a pesar de sus muchos y muy grandes intelectuales, salvo excepciones, no ha logrado desarrollar una crítica literaria que prescinda de la retórica autorreferencial. Con todo, siempre vale la pena enterarse de lo que escribe. En este caso, un comentario sobre la nueva traducción de Bajo el volcán, de Malcolm Lowry, debida a María Vinós, que fue publicado el pasado 1 de mayo en la revista mexicana Letras libres. En su bajada se lee: "Malcolm Lowry escribió una de las novelas en lengua inglesa más importantes del siglo XX. Una traducción publicada a últimas fechas permite que nuevos lectores puedan adentrarse en esta obra cabalmente moderna que se ocupa, con igual interés, tanto de las minucias cotidianas como de los temas universales".
Nueva traducción de Bajo el volcán
Tan pronto recibí esta nueva traducción de Bajo el volcán (1947), de Malcolm Lowry, pretendí leerla como una novedad absoluta de autor desconocido para mí, es decir, sin confrontarla, en primera instancia, con la versión canónica de Raúl Ortiz y Ortiz –editada por Era en la Ciudad de México en 1964– ni tampoco tocar el ejemplar en inglés, y mucho menos leer, como habitualmente hago, bibliografía secundaria sobre el autor y la obra. De hecho, tenía la biografía de Douglas Day (en cuya presentación en 1983 conocí a Héctor Manjarrez), pero no la de Gordon Bowker, las dos traducidas al español por el FCE.1 Ambas biografías, según escribió hace años en Letras Libres Hernán Lara Zavala, se complementan pues la primera (publicada en 1973) cuenta la versión de Margerie Bonner, la viuda de Lowry, y la segunda (de 1993) se basa en los testimonios de Jan Gabrial, su primera esposa.2
Jugar con ese ejercicio me parecía posible porque desde 1979, cuando Jaime Casillas me regaló la novela, misma que leímos devotamente antes de cumplir la mayoría de edad, hasta la semana pasada, transcurrido casi el primer cuarto del siglo XXI, no había releído Bajo el volcán. En 1981 y en Barcelona, mientras hacía mi Grand Tour, leí cuanto pude del resto de la obra de Lowry, con admiración garantizada. Pero nunca más lo volví a frecuentar y creo que tampoco escribí sobre él y ni siquiera se me pasó por la cabeza Bajo el volcán, entre 1999 y 2001, cuando redacté más de cincuenta reseñas y ensayos sobre mis libros favoritos del siglo pasado que terminaron por ser La sabiduría sin promesa3, ni incluir a Lowry, quién sabe por qué, aunque en algunas listas de autores, por supuesto, aparecía.
En la medida en que fui bajando por los círculos del Cónsul Geoffrey Firmin en Quauhnáhuac y de su selecta compañía –M. Laruelle, el doctor Vigil, su hermanastro Hugh y su exesposa Yvonne– me descubría ante la verdadera revelación de un vasto y detallado recuerdo que había permanecido esperándome. Y en la medida en que mi lectura, sin duda apasionada, avanzaba cobraba yo conciencia de que Lowry y su mundo, menos que la novela en sí misma, eran un consistente mito personal siempre cercano, aunque silencioso. Mito no en el sentido griego que un Roberto Calasso exige, sino en la acepción de lo que ocurre cuando uno le habla a alguien de Nerón, de Drácula, de Marilyn Monroe, de Benito Juárez… o de Malcolm Lowry: “se entiende” inmediatamente de qué se está hablando, o cada cual entiende lo que quiere o lo que puede, sin necesidad de dar explicaciones o pedirlas. Obviamente ese mito denota la condición clásica de Bajo el volcán, aunque su contenido varíe según cada persona o la época de la vida en que se relea.
Fue resultando imposible despersonalizar mi lectura porque muchas páginas me remitían a “mi mito” lowriano, presente en una vida mexicana como la mía. Mis primeros viajes a Oaxaca, por ejemplo, me dieron a conocer el celo con que los guardianes de la vieja Antequera defendían a esa ciudad y a sus cantinas como la verdadera locación, antes que Cuernavaca, de Bajo el volcán, aunque ahora sabemos que se trata de una combinación; el haber entrado intrépidamente a beber en lugares con aserrín en el suelo y mingitorio colectivo a la vista, para beber mezcal, era lowriano, intencionalmente o no. De igual manera descubrí que llamar “gatástrofes” o “gatastróficos” a mis gatos es Lowry puro.4
No faltaron los borrachos que se aficionaron al traicionero mezcal por espíritu de emulación del Cónsul, muchos de ellos personajes de lamentable destino. Más tarde, ya iniciado en los asuntos literarios, escuché leyendas sobre una sociedad secreta, cultora de Lowry, que sesionaba en Cuernavaca y era presidida por un jubilado abstemio de origen británico, como no podía ser de otra manera, y conocí a dos o tres escritores, mayores que yo, que aducían pertenecer a ese cenáculo. También me contaron que Fernando Benítez, a quien apenas traté, se jactaba de haber sido uno de los funcionarios menores que expulsaron del país a “ese borracho” en su segunda y última visita a México, en mayo de 1946, un año antes de la publicación de Bajo el volcán.
Fui invitado (y no fui) a visitar en su domicilio a don Raúl Ortiz y Ortiz, el ya mítico traductor de Bajo el volcán (que cultivó una buena amistad con la viuda de Lowry, de quien se sospecha le dio el último empujoncito hacia la muerte a su atorrante e incurable marido).5 Y a la vuelta de mi casa vivía uno de los extras de aquel filme –actor de carácter y grandulón muy mexicano cuyo aspecto ya no puedo adjetivar porque mi época me juzgaría mal–, que participó en el sacrificio del Cónsul, en la escena final de la película (me pareció pésima, como si fuese publicidad del Fondo Nacional de Fomento al Turismo) de John Huston basada en Bajo el volcán.
Pero lo que mejor recuerdo de esa película, estrenada en 1984, es que meses después el extra entró a la cantina La Guadalupana frente a la cual pernoctaba en la calle de Higuera, y le provocó un ataque de pánico a un bebedor avezado y para colmo lowriano, quien tuvo motivos suficientes para creerse el Cónsul Firmin en su hora última. Y finalmente me oí a mí mismo decir, en mi consabida condición de crítico literario, que Bajo el volcán era una de las mejores novelas escritas en México, aunque Lowry (como después Roberto Bolaño) nunca pudo conjugar correctamente el verbo chingar, defecto que ni Ortiz ni María Vinós –traductora y escritora mexicana avecindada en Tepoztlán, Morelos, según ella misma se presenta– juzgaron pertinente corregir (y acertaron).6
Lowry (1909-1957) ya había muerto cuando se publicó La muerte de Artemio Cruz (1962) donde Carlos Fuentes dedica una página a todas las declinaciones del verbo, sacado de los bajos fondos una década atrás por Octavio Paz y por Armando Jiménez, de cuya Nueva picardía mexicana (1971) llegó a ser prologuista el poeta. Y Bolaño –otro de los autores de un México “profundo”– se ve que no releyó La muerte de Artemio Cruz a la hora de escribir Los detectives salvajes (1998).
Mi mito lowriano resultó ser una verdadera orquesta que acompañó mi desahuciada lectura aséptica del libro porque, más allá de los cuarenta años pasados sin tocar Bajo el volcán, la novela se había transformado en médula de mis huesos. Por razones del oficio, también, había yo leído bastante crítica sobre escritores extranjeros en México, sobre todo anglosajones, quienes ayudaron a que Lowry permaneciera en mi panorama. Sin embargo, a esa fastuosa música de fondo, la disfruté muchísimo en esta relectura. Era imposible apagarla con un simple clic. Mi regreso a Bajo el volcán, nada tuvo de decepcionante, como sí me ocurrió con Rayuela o con Graham Greene y con algunas novelas de Honoré de Balzac, que ya no son, para mí, lo que fueron. No releo a Henry Miller, a pesar de que me lo propongo cada año y enlisto mi convicción en una libreta amarilla clavada junto a la cocina, por pavor a la decepción anunciada.
No me queda entonces más que apuntar somera y desordenadamente lo que encontré en esta relectura, con nueva traducción, de Bajo el volcán. Lo primero que me dije a mí mismo fue una tontería que sería difícil de defender, con argumentos, en un foro digamos que académico, algo así como “ajá, qué alegría regresar a la vieja y maravillosa novela moderna”: digresiva pero no híbrida, llena de literatura infusa y directa, pero no libresca ni “ensayística”, con un héroe inolvidable que en sus veinticuatro horas joyceanas, el 2 de noviembre de 1938 y Día de Muertos, nos propone un inferno donde el doctor Vigil y M. Laruelle –según yo– compiten por ser los Virgilios del Cónsul, pero al final la desolación del Cónsul británico, defenestrado por la expropiación petrolera del 18 de marzo, obligó a Lowry a hacerlo descender solo.7
Si el Cónsul Firmin es un titán, propio de un Auguste Rodin que abandona el pedestal a la búsqueda de humana compañía, como personaje, a mí, me parece un ruso, es decir, obra de un Dostoievski o, quizás, de un Thomas Mann. Todavía pertenece a la estirpe de aquellos seres novelescos que encarnaban sin temor de Dios. Eran “la conciencia de la novela”, dueños de una visión verdaderamente trágica (en el sentido griego, no periodístico, de la palabra) de lo humano como un destino supremo por fatal, una “batalla por la supervivencia de la conciencia humana”, escribe un Lowry quien es capaz de hacerle decir a Geoffrey, su criatura: “Tu Ben Jonson, por ejemplo, o quizás fue Christopher Marlowe, tu hombre fáustico veía a los cartagineses peleando en la uña del dedo gordo de su pie. Ese es el tipo de claridad que te satisface. Todo está perfectamente claro, porque en efecto lo está, en términos del dedo gordo del pie.”8
Esa declaración trae el aroma de un Kafka o de un Joyce, es decir, la literatura entera (que incluye a Tito Livio y su Segunda guerra púnica) cabe en el delirio o en la dislalia de un personaje plenamente moderno. Dostoievski, antes, estaba demasiado preocupado en el deicidio como para pensar en los dedos gordos del pie; un posmoderno solo escribe sobre esos apéndices, aumentando el zoom a placer, porque cree, o le han dicho, que todo lo demás –incluida la muerte de Dios– ya está dicho. Página tras página, mi nuevo Lowry me fascinó por esa soberbia “modernista” de creer que todo lo literario puede y debe ser enunciado porque es inagotable.
En 1979, calculo, yo no tenía la preparación para subrayar la mucha literatura que había en Bajo en volcán. Mi ejemplar de Era, autografiado por Casillas, tiene pocos subrayados y ninguna marginalia, cosa extraña en una edad dada al pasmo y a la alharaca. Más adelante citaré, para comparar así sea superficialmente las traducciones de Ortiz y Vinós, uno de mis escasos subrayados. Pero esta relectura vaya que los tiene, por deformación profesional. Lo que yo recordaba que recordaba era una novela más movida y enérgica, menos “intelectual”, y ahora disfruté de encontrarme, aquí y allá, no solo con William Shakespeare y el resto de los isabelinos, sino con Joseph Conrad (“era fácil pensar en el Cónsul como una suerte de pseudo ‘lord Jim’ más lacrimoso que vivía sometido a un exilio impuesto por él mismo”, diría M. Laruelle),9 con los versos de A. E. Housman que después leí gracias a David Huerta, con los barcos donde se curtió el mentalmente imberbe Hugh y que honran a Sófocles, con un Jack London a quien me rencontré en la pandemia, con Jean Cocteau y su Machine infernale, con Tolstói y la Historia de Tlaxcala, con Charles Baudelaire en varias páginas.
La justificación dada por Hugh a su hermanastro sobre su simpatía (la de Hugh, se entiende) por el comunismo viene del crítico y moralista Matthew Arnold: como el cristianismo en su día, el comunismo es tan simple y poderoso como un nuevo espíritu del mundo.10 Así, Bajo el volcán es una obra epocal, es decir, una novela inconcebible fuera de los años treinta, “la década canalla”, como la calificó W. H. Auden, y la pasión de Hugh por una República española a la cual acaban de abandonar las Brigadas Internacionales, lo presenta como una víctima de la “promesa” a lo Cyril Connolly, quien substituye o complementa la homosexualidad ritual y pasajera de los campus de Oxbridge por el reto de enrolarse –mundano– en la causa revolucionaria.
La sofisticación literaria de Bajo el volcán no impidió –contra los peores temores de Jonathan Cape, el editor (también lo fue de Joyce), a quien Lowry convenció de publicarla, con eficaz desesperación– que fuera un gran éxito, manteniéndose varias semanas en una lista de best sellers, la mayoría de ellos del todo olvidados. Muy pronto, el inverosímil y desértico Maurice Blanchot, un reseñista para mí inesperado de Lowry, saludaba, en 1950, la traducción francesa de esa “ebria Comedia, travesía de un hombre a la vez perdido y soberano”.11 Novela política en el amplio sentido de la palabra, entre Bajo el volcán y su tiempo se trasmite una corriente eléctrica similar a la que une a la Comedia, en efecto, con la Monarquía del propio Dante, pues el florentino y Lowry ven con un ojo al gato, la Ciudad de Dios, y con otro al garabato, la ciudad de los hombres.
¿Y en qué sentido, me preguntaba mientras leía Bajo el volcán, sigue siendo, para un mexicano del siglo XXI, una “novela mexicana”, cualquier cosa que ello signifique? La encontré idiosincrática y, como desde hace tiempo no me molesta tanto la identidad en la ficción, la mexicana cultura de la muerte en Bajo el volcán, nos guste o no, dejó de ser solo un asunto pintoresco. Para no ir más lejos, desde Tomóchic (1893), de Heriberto Frías, hasta 2666 (2004), de Bolaño, México nunca acabó por abandonar, de la represión porfiriana, pasando por la Revolución de 1910, a las guerras narcas, el arquetipo de la nación violentísima, se atribuya a la historia o al atavismo, pese al medio siglo, hoy tan olvidado, de la paz institucional.
Por fuerza, Bajo el volcán debía tener algo de turismo, en los años treinta del siglo pasado; se olvida que, en la decisión de Balzac de placear a los héroes de la otra comedia, la humana, por la Francia provinciana, también jugó el cálculo egoísta del impresor convertido en novelista nacional. Nunca hay demasiado color local en Bajo el volcán aunque, de haber sido Cape, yo sí le habría metido tijera a la promoción de Tlaxcala en el capítulo X, aunque podría contraargumentarse que la folletería de menús y corridas de camión es un recurso vanguardista del cual Lowry se sirvió correctamente. Es, además, su recurso final, un letrero del jardín público vecino.
Sí, sí comparé un poco las traducciones de Ortiz y Vinós. Ambas son trabajo honrado comprometido con su tiempo. Más denso el Bajo el volcán de Ortiz, a veces barroco en sus soluciones gramaticales, dueño de un español más cercano, desde luego, al de Agustín Yáñez que al del llorado Álvaro Uribe (para hablar de un estilista impecable). Más contemporáneo y práctico el de Vinós, quien resuelve con pericia aquellos nudos en los que Ortiz parece atorarse, ganando en velocidad lo que pierde en densidad. A veces, Vinós cede a la tentación de agregar palabras que no están en la versión original, por mor de claridad.
Pongo como ejemplo mi subrayado de 1979, que está en el capítulo VII y en las páginas 252-253 de Ortiz y en las páginas 271-272 de Vinós. El Cónsul bebe unos tragos con la señora Gregorio y mira una pintura que puede estar allí o puede ser otro de los delirium tremens escritos por Lowry, los más exactos de la literatura universal.
Ortiz y Ortiz:
De un solo trago el Cónsul acabó su tequila; luego se dirigió al mostrador. –Señora Gregorio –gritó; esperó, paseando su mirada por la ‘cantina’, que parecía haberse iluminado mucho más. Y volvió el eco: Orio… ¡Hombre, aquellas locas pinturas de lobos! Se había olvidado de que estaban aquí. Los cuadros que ahora se materializan (seis o siete de tamaño considerable) venían a completar, en defecto del muralista, la decoración de El Bosque. Precisamente eran idénticos, en cada detalle. Todos mostraban el mismo trineo perseguido por la misma manada de lobos. Los lobos daban caza a los ocupantes del trineo a lo largo del bar y a intervalos regulares en torno del cuarto, aunque en el proceso ni el trineo ni los lobos se movían una pulgada. ¿Hacia qué enrojecido Tártaro, oh, misteriosa bestia? De modo incongruente recordó el Cónsul la cacería de lobos de Rostov en La guerra y la paz… ¡ah, y después, aquella incomparable tertulia, en casa del viejo tío, la sensación de juventud, la alegría, el amor! Al mismo tiempo recordó haber oído que los lobos nunca cazaban en manadas. Sí, por cierto. Cuántas concepciones de la vida se basaban en errores congéneres, cuántos lobos sentimos que nos pisan los talones, mientras que nuestros verdaderos enemigos pasan junto a nosotros con piel de ovejas.12 –Señora Gregorio –volvió a decir, y vio que regresaba la viuda arrastrando los pies, aunque tal vez era demasiado tarde y no tendría tiempo de tomarse otro tequila.
María Vinós:
El Cónsul terminó su tequila de un trago y se dirigió al mostrador. “SEÑORA Gregorio”, llamó. Esperó echando una mirada por la CANTINA, que parecía mucho menos oscura que antes. Y el eco le devolvió: “Orio”. –¡Vaya, los cuadros disparatados de los lobos, se le habían olvidado! Qué locura. Las imágenes materializadas, seis o siete, cada una de considerable longitud, completaban la decoración de El Bosque, dada la deserción del muralista. Eran iguales en todos sus detalles: mostraban el mismo trineo, perseguido por la misma manada de lobos. Los lobos perseguían a los ocupantes del trineo a lo largo de la barra y en algunos trechos alrededor del cuarto, aunque ni trineos ni lobos avanzaban una pulgada en el proceso. ¿A qué tártaro rojo, oh, bestia misteriosa! De manera incongruente, el Cónsul recordó la cacería de lobos de Rostov en La guerra y la paz –¡ah, la incomparable fiesta después, en casa del viejo tío, la sensación de juventud, de alegría, de amor! Al mismo tiempo, recordaba haber oído que los lobos nunca cazan en manada. De hecho, ¿cuántos patrones de la vida estaban fundados en similares suposiciones equivocadas, cuántos lobos sentimos a nuestros talones mientras nuestros enemigos de verdad visten pieles de oveja? “SEÑORA Gregorio”, dijo de nuevo. Vio que la viuda regresaba, arrastrando los pies, aunque quizás era demasiado tarde: no le daba tiempo de otro tequila.
Leyendo algunas páginas en inglés, me da la impresión de que Ortiz es más fiel a la gramática lowriana que Vinós, pero entraríamos a la querella sin fin entre la literalidad y la “traición”. Ambos tradujeron para su tiempo y por razones lógicas, de tener que recomendar a un joven lector qué traducción elegir, acaso recomendaría la de Vinós. Su edición es pulcra y muy legible, aunque conté más de cinco erratas y es “privada” porque “es un homenaje a la memoria de Malcolm Lowry en México y no tiene fines comerciales o de lucro”, de tal manera que el colofón dice 2027, supongo porque en ese año se cumplirán los setenta años de la muerte del autor, quedando bajo el dominio público los derechos, según las legislaciones inglesa y estadounidense. No se indica lugar de edición. Quizá los mexicanismos sean una buena medida, finalmente, para seguir a Lowry en el español de México entre 1964 y nuestros días. Ortiz usa “cactus” en vez de “nopales”, utilizados sin problema por Vinós, mientras que ella todavía duda entre “resaca” y la proverbial “cruda”.
El significado asumido de Bajo el volcán, para la literatura del siglo XX, sigue siendo el consignado por el redactor anónimo de la cuarta de forros de Era (sospecho, sin ninguna prueba, que fue escrita por José Emilio Pacheco por aquello de que “Malcolm Lowry es uno de los pocos escritores actuales que ha dejado tras de sí una leyenda”, frase de uso frecuente en JEP). Su sentido es “el abismo de la caída, la Barranca infernal”, es decir, la expulsión de un paraíso que ya está únicamente sobre la tierra. Tras esa Segunda Guerra Mundial que amenaza el mundo en Bajo el volcán, el letrero es una lápida:
¿LE GUSTA ESTE JARDÍN?
¿QUE ES SUYO?
¡EVITE QUE SUS HIJOS LO DESTRUYAN!13
No quisiera concluir sin mencionar a Yvonne, la heroína, y lo mucho que la fui recordando, al releer, como un personaje que, en mi adolescencia y juventud, encarnaba lo que entonces se entendía por ser “una mujer liberada”, no del amor romántico, pero sí del matrimonio (se divorcia y por ello, libre, regresa a buscar al Cónsul Geoffrey Firmin tras haber amado a Hugh), y entendí que, desde Bajo el volcán, lo que yo esperaba de todas las mujeres, en mis separaciones y a través de las grietas, era su regreso, pero no para salvarme (aunque la fantasía estuviese presente), sino para decir la última palabra, ese no del que justamente había sido despojada la masculinidad, que entonces, al finalizar los años setenta del siglo pasado, no se llamaba así.
Lo digo por experiencia: si el alcoholismo es una procrastinación salvaje que solo se parece al suicidio, porque ambos terminan en la muerte, concluyo, no hay quien lo haya entendido tan dramáticamente como Malcolm Lowry. “Por la mente del Cónsul”, leemos en Bajo el volcán, una de las grandes novelas clínicas de la historia, “pasó una procesión de pensamientos formados en fila como animalitos envejecidos y, también en su imaginación, cruzaba la terraza con paso firme como lo había hecho una hora antes, inmediatamente después de que el insecto escapara de la boca de la gata”.14 ~
Aquella presentación fue el jueves 12 de mayo de 1983. Además de Manjarrez, presentaban el libro Héctor Aguilar Camín, uno de los traductores, Raúl Ortiz y Ortiz y Miguel Espejo. Douglas Day, Malcolm Lowry. Una biografía, traducción de H. Aguilar Camín, Manuel Fernández Perera y Juan Antonio Santiesteban, Ciudad de México, FCE, 1983; Gordon Bowker, Perseguido por los demonios. Vida de Malcolm Lowry, traducción de María Aída Espinosa Meléndez, Ciudad de México, FCE, 2008. ↩︎
Hernán Lara Zavala, “Malcolm Lowry: vivir bajo el volcán”, en Letras Libres, septiembre de 2007. ↩︎
La primera edición de La sabiduría sin promesa. Vida y letras del siglo XX [Joaquín Mortiz] apareció en 2001; la segunda, aumentada, en 2009 [Debate] y la tercera y definitiva, en dos tomos, será editada por El Colegio Nacional en 2025. ↩︎
Lowry, Bajo el volcán, traducción de M. Vinós, op. cit., p. 163. ↩︎
Bowker, op. cit., pp. 669-675. ↩︎
Mi madre llegó a la Ciudad de México desde Nueva York pocos años después de la muerte de Lowry y tampoco aprendió nunca a conjugar ese idiosincrático verbo, aunque su español era muy eficiente. Por ejemplo, mi edición en inglés de Under the volcano es la que yo le regalé, pero me la regresó porque no le había interesado el libro. Me habría dicho que la novela era una “chingonería” queriéndome decir que la consideraba una “chingadera”. En cuanto a mi padre no sé si leyó la novela pero a menudo, como psiquiatra, citaba Las manos de Orlac (1924), la película omnipresente en Bajo el volcán, como un caso de “desplazamiento esquizofrénico”. Cuando perdió la cabeza por la arterioesclerosis, se miraba obsesivamente las manos y movía armoniosamente el índice y el pulgar de cada una, en una secuencia mecánica. La escena era sombría, por decir lo menos. ↩︎
Aprovecho para decir, como mínimo homenaje a José Agustín [1944-2024], que su gran novela fue, en mi opinión, Se está haciendo tarde (final en laguna), de 1973. No la concibo sin Bajo el volcán. Seguramente, alguno de los que lamentaron su muerte, lo recordó. ↩︎
Lowry, Bajo el volcán, traducción de M. Vinós, pp. 258-259. ↩︎
Ibid., p. 45. ↩︎
Ibid., p. 361. ↩︎
Maurice Blanchot, “Au-dessous du volcan” [1950] en La condition critique, París, Gallimard, 2010, pp. 175-177. ↩︎
Exactamente lo que subrayé en 1979. ↩︎
(Vinós respetó la frase final tal cual fue escrita por Lowry en español en 1947 mientras que Ortiz la tornó más comprensible y menos enigmática o no tan defectuosa como lo parece, metiendo la segunda frase en la primera interrogación: ¿LE GUSTA ESTE JARDÍN QUE ES SUYO? ¡EVITE QUE SUS HIJOS LO DESTRUYAN! (Lowry, Bajo el volcán, traducción de Ortiz, op. cit., p. 403).)) ↩︎
Lowry, Bajo el volcán, traducción de M. Vinós, op. cit., p. 169. ↩︎
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