miércoles, 25 de mayo de 2011

La Rochefoucauld traducido en Colombia

El artículo que sigue fue publicado en el número 73 de la revista colombiana El Malpensante, correspondiente a octubre de 2006, con firma de Luis Fernando Afanador. Ahí se daba cuenta de la aparición de una traducción de las Máximas, de La Rochefoucauld, en traducción local de Francia Elena Goenaga, especialista en los moralistas franceses del siglo XVII.
 
Un maestro de la brevedad
 
Primero que todo hay que destacar como algo positivo que se haya hecho una traducción colombiana de este clásico del pensamiento, Máximas, del escritor francés del siglo XVII François de La Rochefoucauld. Hace algunos años, cuando algunas editoriales de nuestro país tuvieron la buena idea de realizar traducciones directas, pudimos apreciar la gran capacidad y el talento de los traductores colombianos. ¿Quién no recuerda las magníficas traducciones de Las cenizas de Ángela, El río y Las horas, sólo por citar algunos casos notables? Es más, desde aquí se lideró una importante traducción de la obra completa de Shakespeare con escritores latinoamericanos. Incluso, si miramos más atrás, tendríamos que sentirnos orgullosos de la traducción de la Eneida de don José Eusebio Caro, que siempre consoló con creces a Jorge Luis Borges de no haber aprendido nunca el latín. Por desgracia, en los últimos tiempos tal iniciativa ha decaído y otra vez nos encontramos a merced de los traductores españoles que —independientemente de su calidad— son de un provincianismo exacerbado y no ven más allá de las Ramblas o de la Gran Vía. Demasiados “coños”, “gilipollas” y “tíos” hemos tenido que padecer durante mucho tiempo los lectores de “las Indias”. Es tan molesto el asunto que uno llega a desear ansioso que jamás hubieran traducido a Charles Bukowski o que en los relatos de Truman Capote y de Salinger los personajes permanezcan callados, porque es en los diálogos y en el lenguaje coloquial donde se vuelve más evidente —y más insoportable— el color local español.
 
Si por criterios económicos —suponemos— las editoriales colombianas abandonaron esa estupenda iniciativa, me parece muy bien que ahora sea retomada por las universidades, en este caso Eafit de Medellín, editora del libro que nos ocupa. En duros tiempos de ávidas editoriales multinacionales, ¿quién si no las universidades son las encargadas de defender el canon?
 
Las Máximas de La Rochefoucauld aparecieron por primera vez en Holanda en 1664, bajo el título Sentences et maximes morales. Posteriormente, en 1789, el abad Brotier publicó las máximas suprimidas, y ambas, reunidas en 1868 por D. L. Gilbert con el nombre Les maximes, han sido la base de las sucesivas ediciones que desde entonces se han hecho de ese libro, incluida la colombiana a cargo de la profesora Francia Elena Goenaga, especialista en los moralistas franceses del siglo XVII. Además de las máximas completas, esta edición, rigurosa y académica, trae una imprescindible introducción, notas a pie de página, bibliografía, cronología y, al final, un útil índice temático.
 
La traducción de la profesora Goenaga busca ser más una traducción literal que una traducción literaria. Si bien los aforismos de La Rochefoucauld no son en estricto rigor literatura —“tampoco se jactó de ser escritor, pues el moralista no crea ficción”—, es indudable que su estilo, aunque sobrio y reflexivo, posee una gran belleza formal. Veamos un ejemplo. Goenaga traduce la máxima número 1 de la siguiente manera: “Lo que confundimos con la virtud, a menudo no es otra cosa que un conjunto de acciones e intereses, que la fortuna o nuestra habilidad consiguen conciliar; y no es siempre por valor o por castidad que los hombres son valientes y las mujeres castas”. En la página web El poder de la palabra encontramos la siguiente versión de la misma máxima: “Lo que tomamos por virtudes a menudo no es más que un compuesto de diversas acciones y diversos intereses que el azar o nuestro ingenio consiguen armonizar, y no es siempre el valor o la castidad lo que hace que los hombres sean valientes y que las mujeres sean castas”. No es que la primera sea una traducción incorrecta, de ninguna manera, pero la segunda parece mejor, estilísticamente hablando. Luego de comparar esta y otras máximas, se me ocurre que no hubiera sido mala idea haber intentado una traducción menos fiel, más arriesgada en la recreación del texto francés. No obstante, sé que se trata de un criterio discutible: una traducción literal cuando está acompañada del texto original, como es el caso, además de ser más confiable, invita a adentrarse mejor en la intraducible música que es cada lengua. De todas maneras, no hay mayores problemas: el pensamiento único del gran moralista que tanto admiraron Nietzsche, Stendhal y Roland Barthes fluye en español sin interferencias.
 
François de La Rochefoucauld empezó a componer sus máximas en 1656, a la edad de 43 años. Una vocación tardía de escritor, pues hasta ese momento su interés había estado centrado en la vida de la Corte, en la política y en las guerras de Luis XIII y Luis XIV. En su juventud, se unió al ejército y estuvo en Italia y Holanda. Fue herido gravemente en la batalla de Mardick, en la que apoyó a María de Medici. Sus estrechas relaciones con las damas de la Corte —las duquesas de Chevreuse, Longeville y La Fayette— lo llevaron a involucrarse en intrigas cortesanas: se opuso a Mazarino y participó en una conspiración contra el cardenal Richelieu, quien lo envió a prisión por un corto tiempo y luego al exilio. En 1652 de nuevo fue herido —perdió un ojo— en la batalla de San Antonio. Cuando le permitieron regresar a Francia se retiró de la política y se dedicó por entero a escribir y a la vida de los salones parisinos, donde frecuentaba principalmente el de madame de Sablé.
 
Aquí es pertinente hacer una aclaración: la vida mundana de los salones franceses del Antiguo Régimen fue algo más que un escenario de lujo y frivolidad, como muy bien lo ha demostrado Benedetta Craveri en su espléndido libro La cultura de la conversación: “En tanto reflejaban al verdadero honête homme, la conversación en sociedad era despreocupada, su objetivo no era otro que el placer de la conversación por la conversación misma. A diferencia de la conversación de los savants, no implicaba un despliegue de conocimientos, no apuntaba a demostrar sino a persuadir”. Esas conversaciones, nada superfluas, versaban sobre importantes temas morales, metafísicos y estéticos. Vale decir, una suma de cortesía, buenos modales y educación que hicieron del Grand Siècle un paradigma de la civilización como la Atenas de Pericles o la Italia del Renacimiento. Allí Racine leyó sus tragedias, madame de Sévigné escribió sus cartas y nacieron las máximas de La Rochefoucauld. Los habituales de estos salones participaban en una suerte de juego intelectual llamado frases. El procedimiento era que una persona lanzara una idea a la discusión —cualquier idea de cualquier área de la vida excepto de la religión y de la política, por ser considerados temas muy emotivos y peligrosos— y el grupo, entonces, discutía la idea de manera refinada, expandiéndose sobre todas sus implicaciones. “La Rochefoucauld encontraba este ejercicio muy estimulante y de regreso a su casa gastaba horas puliendo las ideas —tanto las suyas como las que había escuchado en el salón— y convirtiéndolas en máximas: concisas y de frases elegantes y agudas. Estas ideas no pretendían ser simples opiniones: querían representar la ley de la naturaleza —las leyes de la naturaleza humana— y homologar las leyes físicas y químicas que gobernaban los objetos inanimados”.

En las Máximas —son en total 645— hay de todo: reflexiones memorables e ingeniosas, críticas a los lugares comunes, heridas de amor y de orgullo, mujeres, desengaños, ironía, veneno, enseñanzas de la edad. La Rochefoucauld habla de él aunque, para no contradecir el precepto de su maestro Baltasar Gracián de “no hablar de sí mismo”, se oculta bajo un tono impersonal. Su pensamiento expresa una visión de mundo pesimista acerca de la naturaleza humana: todos somos pecadores y el principal pecado se llama amor propio, fuente de todas nuestras imperfecciones: “El amor propio es el amor de uno mismo y de todas las cosas para sí; él convierte a los hombres en idólatras de sí mismos y los convertiría en tiranos de los otros si la fortuna les diera los medios para ello”.
 
Una filosofía severa, dicha en forma paradójica y breve. En realidad, fue un duro observador de la corte de Luis xiv, de su egoísmo, su hipocresía y su débil comportamiento. Encarna muy bien el pesimismo de una nobleza desilusionada. Para la profesora Goenaga, la destrucción del héroe aristocrático y la construcción de una moral pesimista son los dos elementos que caracterizan a los moralistas del siglo XVII. “Pero, ¿contra qué idea luchaban los moralistas franceses, jansenistas o no? La respuesta a esta pregunta está íntimamente unida a la idea representativa del héroe: la grandeza y la gloria”.
 
Es inevitable: como lo enseñara Pierre Menard, existe una sólida y rica interpretación canónica sobre los textos de La Rochefoucauld. Pero esto no debe desalentar a ningún lector nuevo: su pensamiento no ha sido colonizado del todo y entre tanta frase brillante hay seguro una que está escrita sólo para él, esperándolo agazapada para decirle algo único y todavía vital. Por eso es un clásico: “Las grandes almas no son aquellas que tienen menos pasiones y más virtudes que las almas comunes, sino las que tienen grandes objetivos”.

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