martes, 3 de mayo de 2011

Sobre parias de la industria editorial



Parece que a Jorge Aulicino también le hizo bien comer carnes rojas, aunque, por su condición de local, eso no sería nada nuevo. Lo cierto es que, en su columna del sábado 30 de abril en la revista Ñ, retomó algo de lo dicho en la Feria del Libro y extendió la reflexión a otros sectores del campo editorial.



Traducción, divino tesoro

El oficio de traductor es por lo menos bíblico. Se lee en la Primera Epístola de San Pablo a los Corintios: “Si habla alguno en lengua extraña, sea esto por dos, o a lo más tres, y por turno; y uno interprete.” Asimismo está claro que la traducción, en buen castellano, es interpretación. No hace tanto que a los traductores se los llamaba también intérpretes. Todo esto se ha industrializado, de modo que en la mesa en la que me tocó participar en la Feria del Libro, el lunes 25, el eje de la cuestión fue la pérdida de valor específico del traductor en el mercado, y, en el fondo, la pérdida de sentido histórico y político de volcar una literatura en otra. Marcelo Cohen hizo un recorrido lúcido desde el rigor que impone el trabajo de traductor a quien lo cumple con un mínimo de conciencia, hasta la increíble mediocridad de sus sueldos. Tenía un papelito que el tiempo le obligó a postergar, en el que había anotado el cálculo de las horas diarias que debería trabajar un traductor para tener un estipendio acorde si no con su esfuerzo, talento y responsabilidad, al menos con sus necesidades poco más que mínimas. Era puro capitalismo, nada de una reivindicación comunista. Andrés Ehrenhaus, traductor con larga experiencia en la capital de la industria editorial en castellano, fue más prudente para medir y calificar los alcances de esa industria; los pros y los contra de su existencia y desarrollo: pareció decir no tiren al chico con el agua de la bañadera. Creo que tiene razón en cuanto a que, pese a que se rige por cuestiones tan prácticas e inmediatas como el mayor beneficio, la industria aún comercia cultura... Como me tocó hablar de traducción de poesía, una actividad casi para-industrial, me limité a señalar que en la Argentina hubo un idilio de los editores con la literatura, que finalizó hacia los setenta. Pueden citarse a Boris Spivacow o Gonzalo Losada como ejemplos de ese romance. Y ganaban dinero.

Yo creo que hoy no sólo el traductor o el corrector: el editor es paria de esta industria cultural sin proyecto cultural. Lo que tal vez la hace imprevisible.

2 comentarios:

  1. "Yo creo que hoy no sólo el traductor o el corrector: el editor es paria de esta industria cultural sin proyecto cultural", dice Aulicino con muy buen tino aquí. Me parece que, precisamente, es un proyecto cultural y político, y nada bíblico, el hacer de un editor, por ejemplo, un paria. No lo creo imprevisible; más bien, fríamente calculado. Recuerdo, allá por los 90, ver cómo un editor corría a la óptica vecina a por los lentes de un afamado autor, o el tener que revisar la faja que llevaría cada ejemplar de la obra completa de un autor recién fallecido: sirvientes; sirvientes feudales de una industria en la que la cultura se ha aggiornado a 140 caracteres. Esto, me parece, no tiene que ver con el idilio o el amor entre el editor y la literatura. En todo caso, la espantosa rima de Borges respecto de lo que los une todavía sigue teniendo vigencia. Irene
    PD: agrego a Pezzoni en la lista de editores amantes.

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  2. Imprevisible parece demasiado abrupto para final, y debí haber elegido otro término u otro final o haber tenido más espacio, o habérmelo creado abreviando la crónica, o quizá eliminando la cita de San Pablo. Pero como creo que San Pablo fue el Lenin del cristianismo y padre de los traductores y que, de hecho, esa misma cita preanuncia la lengua oficial de la Iglesia, que sería el latín, quise dejarla. No me decidí a contar y el final no resultó, al parecer, como esperaba. Lo que intenté sugerir fue que por las ranuras grietas o poros abiertos a la ambición de la industria editorial pueden aún pasar cosas, puede, incluso, un editor con algún "proyecto" -digamos un editor que se lo proponga- cultivar en el terreno bombardeado por la "gran industria". De hecho, las editoriales "independientes" navegan en las aguas del mismo mercado que surcan y agitan las grandes editoriales. Y de hecho las penurias de los empleados de la industria que tuvo su idilio con la literatura, eran parecidas a las actuales. Lo puede decir quien haya trabajado para el mismísimo Spivacow, cuyo nombre lleva la plaza o plazoleta contigua a la Biblioteca Nacional de la Argentina.

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