Un viejo artículo de Luis Pegenaute Rodríguez (Luarca, Asturias, 1965), publicado en Parallèles (Cahiers de l’École de Traduction et d’Interprétation de l’Université de Genève) 19, 1997-1998, que vale la pena releer, discutir y acaso actualizar.
La traducción del posmodernismo hispanoamericano:
reflexiones sobre la interpretación de la cultura
Aunque el estudio de la traducción constituye una de las herramientas más eficaces de que disponemos para analizar contactos literarios a nivel intercultural, ni siquiera los comparatistas han sabido o querido hasta fechas muy recientes otorgar a la traducción el reconocimiento que merece como fuerza motriz de primera magnitud en el desarrollo de las diferentes literaturas. Tradicionalmente se ha considerado que la traducción es una actividad secundaria, un mal menor que viene a paliar en la medida de lo posible las limitaciones impuestas por las barreras lingüísticas, pero que no puede rivalizar con el original. Se ha sostenido que las traducciones no son definitivas, que están condenadas a quedar caducas y ser sustituidas por otras, subrayando de este modo su carácter efímero e imperfecto en comparación con los originales, realidades inmutables y paradigmas absolutos de corrección. Esta concepción apriorística, evaluativa y normativa, que proviene de una tradición inevitablemente orientada hacia el polo origen, ha sido cuestionada sistemáticamente en los últimos años por una serie de teóricos postestructuralistas que se han ocupado de replantear la propia noción de originalidad al afirmar que el texto extranjero no es en absoluto definitivo en cuanto que depende de la traducción para asegurar su supervivencia. No cabe duda de que la proyección internacional de muchos de los escritores que mencionaremos ha sido posible gracias a sus traductores, cuya labor ha resultado particularmente encomiable dada la enorme dificultad de su cometido. Así, no parece insensato afirmar que en la canonización de una novela como, por ejemplo, Cien años de soledad (y la consiguiente concesión del Premio Nobel a su autor) ha jugado un papel nada desdeñable Gregory Rabassa, su traductor al inglés. Su reescritura de la obra de García Márquez, una de las infinitamente posibles, fue el fruto de una lectura personal rodeada de unas condiciones irrebatibles, como irrepetibles son las condiciones que rodean a cada una de las lecturas de esta traducción.
Para comprender la literatura hispanoamericana, como cualquier otra literatura, previamente hay que interpertarla, es decir, traducirla, y ello ha de hacerse prestando la debida atención a su dimensión cultural, que es en definitiva la que le otorga su carácter distintivo. La traducción cultural de Hispanoamérica ha venido teniendo lugar desde el propio descubrimiento del “Nuevo Mundo”.[1] Los conquistadores y exploradores españoles intentaron dejar constancia de lo que allí hallaron haciendo uso de sus propios referentes culturales e históricos. Los cronistas se ocuparon de imponer su concepción del mundo en una nueva realidad, es decir, estaban traduciendo sus experiencias para que pudieran ser entendidas no sólo por los compatriotas que habían dejado atrás, sino por ellos mismos. Con esta finalidad se valieron de sus propias convenciones, lo que, como bien señala Susan Bassnett (1993: 87), originó una curiosa amalgama de elementos fantásticos, ideales utópicos, mitos y leyendas, que ampararon la búsqueda avariciosa de riquezas fabulosas y también, no se puede negar, el afán por imponer los valores de su propia civilización. La consecuencia de esta colonización cultural fue la creación de estereotipos tan poderosos y simplistas que el concepto de “descubrimiento” acabó por despojar a los habitantes de aquellas tierras de su verdadera identidad étnica.
Tras esta introducción, que ya se me antoja demasiado extensa, quisiera señalar cuáles van a ser las obras objeto de estudio; pero antes se hace necesario ofrecer una precisión terminológica que justifique la inclusión del termino “posmodernismo” en el título de este trabajo. Su presencia aquí es sencilla de explicar: para ahorrar al lector farragosas disquisiciones dialécticas que nos alejarían de nuestro objetivo principal, diré simplemente que no encontré otra denominación más apropiada. Fueron otras dos las barajadas en un principio, pero decidí desestimarlas porque no satisfacían plenamente mis intereses. Así, por ejemplo, una primera denominación podría haber sido la de “nueva narrativa hispanoamericana”, pero calificar de “nueva” a esta narrativa habría supuesto falsear la realidad, pues aunque es cierto que supuso una ruptura con la tradición literaria anterior, en particular con el realismo de la novela regionalista, los primeros exponentes de esta ruptura se remontan a hace ya casi cincuenta años. Por otra parte, se pueden distinguir dos grandes fases, lo que equivale a decir que la segunda sería más novedosa que la primera. Durante los años 40 y 50 contamos con las aportaciones de autores como Arguedas, Asturias, Borges, Carpentier, Onetti, Roa Bastos, Rulfo o Sábato. Se da la circunstancia de que, si bien todos ellos abonaron convenientemente el terreno para las incursiones literarias de otros escritores más jóvenes, como Cortázar, Fuentes, García Márquez o Vargas Llosa, máximos exponentes del llamado “boom de la novela hipanoamericana” en los años 60 y 70, fueron estos últimos los que propiciaron el reconocimiento de sus antecesores. El interés suscitado por estos cuatro grandes nombres hizo también posible el éxito de otros autores coetáneos, como Cabrera Infante, Donoso o Lezama Lima y algunos un poco más tardíos, como Bryce Echenique o Puig.
Tampoco el término boom es demasiado acertado, a pesar de haber sido utilizado recurrentemente. No le falta razón a José Donoso cuando afirma en su crónica personal de aquellos años irrepetibles:
Boom, en inglés, es un vocablo que nada tiene de neutro. Al contrario, está cargado de connotaciones, casi todas peyorativas o sospechosas, menos, quizá, el reconocimiento de dimensión y superabundancia. Boom es una onomatopeya que significa estallido; pero el tiempo le ha agregado el sentido de falsedad, de erupción que surge de la nada, que contiene poco y deja menos. Implica, sobre todo, que esta breve y hueca duración va necesariamente acompañada [...] de engaño y de explotación (1983: 12-13).
Sea cual sea la denominación utilizada, lo que es indudable es que en la década de los sesenta Hispanoamérica vivió un periodo de inusitada efervescencia literaria, en el que calidad y reconocimiento encontraron una feliz simbiosis. En unos pocos años confluyeron las primeras y muy meritorias novelas de algunos jóvenes escritores con las aportaciones principales de otros que ya llevaban un cierto tiempo ejerciendo su arte de forma notable. Tal y como pone de manifiesto Higgins (1991: 91-92), los “nuevos” novelistas mostraban hacia su cometido una actitud diametralmente opuesta a la adoptada por escritores regionalistas como Alegría, Gallegos, Güiraldes o Rivera, quienes perseguían un objetivo eminentemente didáctico y de denuncia social al describir con rigor casi documental la realidad de un continente desconocido para los habitantes de las grandes urbes. Esta se trataba, en definitiva, de un tipo de narrativa que seguía diligentemente la tradición realista del siglo XIX, pues concebía la obra literaria como un medio de reivindicación social y cultural más que como un fin en sí misma. La “nueva” novela, por el contrario, se presentaba como algo autosuficiente que había de ser valorado por sus propios méritos. Ya no resultaba necesario reflejar fielmente la realidad, puesto que, de hecho, se proclamaba abiertamente el carácter ficticio del hecho literario.
En opinión de Higgins (1991: 92), una segunda diferencia fundamental vino marcada por el cosmopolistismo de los nuevos escritores, fruto de su sólida formación intelectual y cultural, reflejada en las eruditas referencias intertextuales que tanto abundaron en sus obras. Según Donoso, “la novela hispanoamericana comenzó a hablar un idioma internacional” (1983: 17) al buscar inspiración en modelos extranjeros como Sartre, Camus, Grass, Moravia, Durrell, Robbe-Grillet, Salinger, Kerouac, Miller, Frisch, Golding, Capote, Pavese, los angry young men o “clásicos” como Joyce, Proust, Kafka, Mann o Faulkner. En sus propias palabras,
La novela hispanoamericana [...] se planteó desde el comienzo como un mestizaje, como un desconocimiento de la tradición hispanoamericana (en cuanto a hispana y en cuanto a americana) y arranca casi totalmente de otras fuentes literarias ya que nuestra sensibilidad huérfana se dejó contagiar sin titubeos por norteamericanos, franceses, ingleses e italianos que nos parecían mucho más “nuestros”, mucho más propios que un Gallegos o un Güiraldes, por ejemplo, o que un Baroja (1983: 20-21).
A pesar del poliglotismo de muchos de los grandes autores de la “nueva” narrativa hispanoamericana, es de suponer que gran parte de esas influencias extranjeras se ejercieron a través de traducciones. Así lo reconoció Julio Cortázar, traductor profesional durante buena parte de su vida, al preguntarse “¿Qué habría sido de mí si no hubiera leído a Homero en español, a Dostoievski en inglés, a Catulo en italiano, a Platón en francés?”[2] Otra pregunta que legítimamente podría haberse formulado Cortázar es: “Qué habría sido de mí si no hubiera habido traducciones de mi propia obra al inglés, el italiano o el francés?”.
La novela hispanoamericana comenzó a traducirse masivamente en la década de los 60, principalmente al inglés y al francés, pero también al alemán, italiano y ruso, e incluso a un buen número de lenguas nórdicas.[3] Huelga decir que esta actividad traductora coincidió con el ímpetu literario que entoces vivía Hispanoamérica, aunque más correcto sería sugerir que fue consecuencia del mismo.[4] En Estados Unidos, tal y como pone de manifiesto William Luis (1991: 9), la avalancha de traducciones se debió al boom de la novela hispanoamericana, pero también a un marcado interés por la realidad del continente más al sur de la frontera con Méjico, lo que supuso la creación de numerosos programas universitarios de Estudios Latinoamericanos. La literatura en traducción pronto se reveló como uno de los modos más eficaces de acceder a una cultura que no sólo resultaba muy diferente a la propia, sino que además distaba mucho de constituir un todo homogéneo. Otro factor importante fue la creación durante los años 60 de numerosos centros de traducción a lo largo de todo el país. Todo ello permitió que la literatura hispanoamericana fuera encontrando un hueco en el hermético mercado editorial norteamericano y que algunas obras como Cien años de soledad o Rayuela se convirtieran en verdaderos éxitos de ventas. Si uso el término “hermético” es debido a que las traducciones constituyen un escasísimo porcentaje del total de volúmenes publicados anualmente en los Estados Unidos. Aunque en este país el número de publicaciones se ha cuadruplicado desde los años 50, las versiones de obras extranjeras han seguido constituyendo solamente entre un 2% y un 4% del total, con la significativa excepción de los años 60, en que oscilaron entre el 4% y el 7%. En 1990, por ejemplo, las editoriales norteamericanas publicaron 46.743 libros, de los cuales sólo 1.389 (es decir, un 2’9%) eran traducciones. La misma política proteccionista se ha seguido en el Reino Unido: de los 63.890 libros publicados en 1990, sólo 1.625 eran traducciones (es decir, un 2’4%).[5] En el mercado europeo, por el contrario, las traducciones han constituido un porcentaje relativamente elevado de la producción editorial, con una clarísima preponderancia de las versiones hechas a partir del inglés. Desde la Segunda Guerra Mundial esta lengua ha sido traducida mucho más que ninguna otra en todo el orbe. Este hecho, unido al gran volumen en la exportación de libros escritos en inglés, ha contribuido de forma significativa a la expansión internacional de la cultura anglonorteamericana. Todo ello es buen reflejo de la hegemonía política y económica mantenida por los Estados Unidos en las últimas décadas. Las nefastas consecuencias de este imperialismo cultural se han dejado sentir tanto en los países colonizadores como en los colonizados. Resulta sintomático el hecho de que la traducción sea una actividad poco considerada en aquellos sistemas culturales plenamente consolidados o que se encuentran en una fase imperialista.[6] Ello es una prueba inequívoca de su escasa receptividad ante todo lo que sea extranjero, de un proteccionismo que encuentra en la defensa del monolinguismo uno de sus bastiones más importantes. Su mínima apertura hacia las influencias externas tiene por objeto preservar una identidad que es considerada autosuficiente, pero que inevitablemente tiende a la simplificación y a la repetición de los modelos presentados como fuente de inspiración creativa. Muy diferente resulta el panorama en aquellas culturas en las que la traducción ejerce un papel preponderante. Nada habría que objetar a ello si no fuera por el hecho de que el conjunto de textos traducidos resulta claramente monolítico, lo que ha supuesto una imposición de los valores anglonorteamericanos con exclusión de todos los demás.
En todo caso, esta breve digresión reivindicativa no debería alejarnos de nuestro objetivo principal. El éxito de los escritores hispanoamericanos en los EEUU durante los años 60 y 70 no conocía precedentes. Tal como señala Venuti (1995: 265), este éxito fue posible gracias a las numerosas y positivas reseñas de que fueron objeto, al apoyo de editoriales como Grove, Pantheon o New Directions y a las subvenciones de instituciones como el Center for Inter-American Relations. Por otra parte, en opinión de José Donoso (1983: 55), esta popularidad, supuestamente fulgurante, tuvo mucho de leyenda y fue tan sólo una verdad relativa. Donoso reconoce que existía un mayor interés del público en comparación con tiempos pasados, una reñida competencia entre las editoriales por hacerse con los grandes nombres, una proliferación de las traducciones, un beneplácito de la crítica y una atención del mundo académico, pero considera que ninguno de los integrantes del boom llegó a convertirse en un autor de moda, en el sentido en que lo habrían sido, por ejemplo, Golding o Durrell quince años antes. Según sus propias palabras,
En la mayoría de los países las traducciones de nuestras novelas son siempre criticadas en la prensa por profesores especializados en literatura hispanoamericana; y aparecen en los diarios no junto a las novelas del resto del mundo, sino bajo alguna clasificación o en un encuadre - “Amérique Latine”, “Romanciers Latino-américains”- lo que es una forma de exclusión. También hay que notar que para bien o para mal la publicidad de la novela latinoamericana está en manos de agentes oficiosos de las editoriales o depende muchas veces de amistades personales, de buenas o malas relaciones con profesores, con escritores y críticos y gente influyente. Y existe algún país, como Alemania por ejemplo, totalmente recalcitrante ante la novela hispanoamericana (Donoso 1983: 55).[7]
Esta pléyade de grandes escritores tuvo la fortuna de disponer de excelentes versiones inglesas de sus obras, gracias a la encomiable labor de traductores como Rabassa, Levine, Sayers Pedern o Blackburn, la mayor parte de los cuales han alternado el ejercicio de la traducción con la docencia universitaria. De todos ellos, el más afamado y prolífico ha sido, sin duda, Gregory Rabassa, el cual ha traducido a muchos de los novelistas hispanoamericanos más prestigiosos, como Miguel Angel Asturias, Julio Cortázar, Gabriel García Márquez, José Lezama Lima, Luis Rafael Sánchez o Mario Vargas Llosa, además de brasileños como Jorge Amado o Vinicius de Moraes y españoles como Juan Goytisolo o Juan Benet.[8] El magisterio de Rabassa ha sido reconocido por el propio García Márquez, que ha llega a afirmar:
He leído algunos de los libros traducidos al inglés por Gregory Rabassa y debo reconocer que encontré algunos pasajes que me gustaban más que en castellano. La impresión que dan las traducciones de Rabassa es que se aprende el libro de memoria y luego lo vuelve a escribir completo en inglés: su fidelidad es más compleja que la literalidad simple. Nunca hace una explicación a pie de página, que es el recurso menos válido y por desgracia el más socorrido en los malos traductores (García Márquez 1991: 292).
Para Rabassa (1984a: 21-22), la diferencia fundamental entre el cometido del escritor y el del traductor radica en que la aportación original de este último se limita a la forma, puesto que el contenido le viene dado. Ello no quiere decir que la suya sea necesariamente una tarea más sencilla, ya que ha de supeditarse a dos lenguas en lugar de a una solamente.[9] En su opinión (1984a: 23, 1984b: 32), un traductor ha de ser, ante todo, un gran lector, ya que el ejercicio de la traducción consiste en llevar a cabo una lectura lo más fiel posible de una determinada obra; pero ha de tener también mucho de escritor, como lo demuestra el hecho de que no todos los que leen bien saben traducir. En sus propias palabras, “a translator is a reader, but one who writes what he reads” (1984a: 23). Este insigne traductor ha subrayado repetidamente la problemática implícita en la traducción de la cultura. Tal y como afirma, “The fact that language is culture and culture is language is brought about most sharply when one tries to replace his language with another. [...] We, translators, then, by our very act of translating are divesting the work of its most essential cultural aspect, which is the sound of the original language” (1991: 43, 44).
La dificultad de la traducción se hace evidente cuando nos concienciamos de que el lenguaje no deja de ser un mero artificio que sólo refleja una visión incompleta e imperfecta de la realidad o de lo que nosotros creemos que es la realidad. El traductor ha de ir más allá de las palabras del original; ha de reconstruir el significado latente que les da vida y que el autor sólo habrá logrado transmitir en mayor o menor medida. Una vez que ha aprehendido ese significado, ha de volver a salvar el mismo abismo al que se había enfrentado el escritor, pero valiéndose ahora de un sistema lingüístico diferente. Sólo cuando conocemos las limitaciones del lenguaje podemos expandir sus posibilidades. Esto es algo que sabía muy bien Borges, quien pidió a su traductor que no tradujera lo que decía, sino lo que quería decir. La propia intraducibilidad de estas palabras de Borges revela la complejidad del hecho traductor. Lo que el autor argentino estaba sugiriendo es que se debía traducir lo que sus palabras significaban, pero también lo que él había intentado o pretendido que significaran, a lo cual jamás puede llegarse de una manera simultánea y completa, dada la distancia que media entre la intencionalidad del pensamiento y el resultado de la escritura, que es en sí misma susceptible de diferentes interpretaciones. Lograr esta comunión es difícil para el autor, pero más aún para el traductor, ya que, si a menudo no somos capaces de comprender nuestros propios sentimientos y mucho menos de expresarlos, ¿cómo podemos esperar que lo logre alguien que nos es ajeno? ¿cómo podemos mantener la ilusión de que el receptor final llegue siquiera a adentrarse en el umbral de su génesis? Hay escritores con un don extraordinario para discernir qué lenguaje en particular resulta más fiel al pensamiento. Este, si creemos a Gregory Rabassa (1989: 8-9) , sería el caso de García Márquez, escritor que, en su opinión, no es difícil de traducir dada la maestría con que logra que las palabras pierdan su intrínseca naturaleza simbólica y se conviertan en metáforas invisibles de su referente. De hecho, afirma Rabassa en su entrevista con Hoeksema (1978: 18), de todos los autores que ha traducido, García Márquez ha sido el que menos problemas le ha planteado, sobre todo en El otoño del patriarca, a pesar de que esta novela consta de seis secciones consistentes cada una de ellas en un único párrafo y de que algunas de las oraciones abarcan más de cincuenta páginas.[10]
Rabassa (1989: 9) afirma que la obra que encontró más difícil de traducir fue Paradiso, debido a la inveterada propensión de Lezama Lima a la invención de neologismos y a su continua violación de la gramaticalidad de las oraciones, motivada por su deseo de comunicar de la forma más perfecta posible sus emociones, aunque ello implicara sacrificar las normas de la lengua. Rabassa reconoce haber descubierto de vez en cuando que su propio idioma le permitía dar con un giro que probablemente transmitiría en gran medida el sentido que Lezama Lima estaba buscando, pero que resultaría demasiado corriente y no reproducería la capacidad inventiva del escritor cubano, por lo que había de buscar algo que resultara innovador y dejara constancia de que en ambas lenguas se estaba aportando un elemento extraordinario.
En numerosas ocasiones, los problemas de transferencia vienen provovados por razones de índole cultural y ello, tal y como señala Geoffrey Fox (1991: 137-38), no es sólo debido a que la historia y tradiciones de dos países puedan resultar diametralmente diferentes, sino sobre todo porque aquí está implícita en su sentido más amplio la cuestión del lenguaje o, si se prefiere, el modo en que moldeamos nuestro pensamiento. En el nivel más básico de dificultad nos encontramos con que no siempre es factible la equivalencia interlingüística de la palabra. Tal es el caso de aquellos conceptos que son totalmente desconocidos en la lengua meta y que se suelen denominar “específicos de una cultura” (culture-specific, Mona Baker 1992: 21). Tales conceptos, ya sean concretos o abstractos, presentan una muy variada índole y así, por ejemplo, pueden hacer referencia a creencias religiosas, estructuras sociales, usos y costumbres, tipos de comidas, etc. El traductor, cuando se enfrenta a un término para el que existe un vacío cultural en su propia lengua adoptará sin duda una de las siguientes estrategias posibles, a saber: conservarlo (en algunos casos, explicándolo en nota), omitirlo, defnirlo mediante una paráfrasis, hacer uso de un préstamo o calco o reemplazarlo por otro que, aunque no mantenga el mismo significado proposicional, pueda suscitar en el receptor meta una respuesta similar a la provocada en el receptor original. La principal ventaja de esta útlima estrategia radica en que se proporciona al lector un elemento que puede reconocer como familiar, pero es a la vez un arma de doble filo, pues se corre el riesgo, sobre todo en la traducción literaria, de perder el color local de la obra.[11]
En un nivel superior, vemos que todas las lenguas muestran una preferencia por la coexistencia regular de ciertas palabras, esto es, la presencia de lo que en inglés se demomina collocations, muchas de las cuales reflejan el entorno cultural en que tienen lugar. Cuando los entornos culturales de la lengua original y la lengua meta son significativamente diferentes es probable que, en muchos casos, la traducción transmita lo que para el receptor meta serán extrañas asociaciones de ideas, ya que, de hecho, no habían sido previamente expresadas en su propia lengua. Con frecuencia, la traducción de estas “colocaciones específicas de una cultura” implica un incremento parcial de la información transmitida, lo cual no deja de ser inevitable si se quiere que el lector sea capaz de interpretar correctamente conceptos que, de otro modo, no serían fácilmente aprehensibles (Baker 1992: 59-60). Los problemas se agudizan cuando, en lugar de “colocaciones”, nos enfrentamos a expresiones idiomáticas o fijas, en las que la flexibilidad en la estructura es nula y cuyo significado total no se puede inferir a partir de la suma de los significados individuales de las palabras constituyentes. Lo que en ocasiones hace difícil la traducción de estas expresiones fijas no es el hecho de que contengan elementos que resulten específicos de una cultura, sino que lo sean aquellos contextos asociados con el propio significado global que transmiten. En lo que respecta a la gramática, también observamos que la cultura contribuye a moldear la presentación de la realidad, mediante el uso de determinados tiempos verbales, el orden de palabras, el género de los adjetivos, etc. Cabe decir lo mismo de la organización textual, puesto que cada comunidad lingüística muestra marcadas preferencias en la formación de los diferentes tipos de discurso y en el modo de transmitir su función retórica.
Obviamente, no todos los escritores plantean las mismas dificultades de traducción. Así, por ejemplo, Borges, un autor considerado difícil de leer, no resulta excesivamente difícil de verter interlingüísticamente, si hemos de creer a M. Sayers Peden, traductora de alguno de sus cuentos y de autores como Isabel Allende, Carlos Fuentes y Ernesto Sábato.[12] En su opinión, el esfuerzo radica en el plano intelectual más que en el retórico, por lo que una vez que se ha salvado el obstáculo principal resulta relativamente sencillo recrear la voz narrativa del argentino. Sayers Peden ha diseñado lo que ella denomina una “rueda de dificultad de traducción”, que, aunque excesivamente simplista, bien puede servir para ilustrar gráficamente su experiencia profesional. En esta rueda, dividida en cinco secciones, se representan diferentes tipos de literatura. Avanzando en el sentido de las agujas del reloj, vamos encontrando una progresión en la supuesta dificultad de la traducción. Según afirma, lo más fácil de traducir sería el género burlesco, donde se incluyen lo satírico y lo grotesco; en definitiva, todo lo que de un modo explícito se presenta como exagerado. A continuación aparecería el segmento poético/mítico, que no hemos de identificar necesariamente con la poesía sino más bien con aquello que resulta retóricamente superior al habla cotidiana. La comunicación normal, si de hecho existe tal cosa, ocupa la siguiente sección en el escalafón de dificultad. Le sigue una zona ocupada por aquellos textos que se encuentren alejados de nosotros en el tiempo. Finalmente, encontramos la máxima dificultad en el habla coloquial. Esta etiqueta, evidentemente muy amplia, es aplicada al dialecto regional, la jerga, el argot, etc., es decir, a todo aquello que en un nivel retórico resulta vulgar o distintivo. El atractivo del modelo de Sayers Peden radica en que la sección coloquial y la burlesca o satírica, en apariencia tan cercanas en la rueda, se encuentran en los dos extremos de la escala de dificultad de traducción, de modo que el traductor no iniciado puede caer en un abismo fatal al tratar de salvar lo que en apariencia es una distancia tan estrecha, convirtiendo en una parodia lo que es sólo coloquial. Pues bien, si esta traductora considera que la ficción de Borges no es excesivamente difícil de traducir es porque, casi sin excepción, se encuentra en la sección mítico-poética de la rueda. En sus obras, eminentemente narrativas, no suele abundar el diálogo y se suele mantener constante la misma voz. De todos es sabido que Borges era bilingüe y un anglófilo manifiesto, lo que ha llevado a Alastair Reid a declarar: “Translating Borges into English one often feels like restoring the work to its natural language, or retranslating it”.[13]
A pesar de que Cortázar ha sido comparado una y otra vez con Borges, es justo decir que las diferencias entre ambos escritores son más importantes que las similitudes. Sayers Peden (1982: 73) considera que, en términos generales, su producción literaria puede ser adscrita a la sección “normal” de la rueda y que su transferencia al inglés no presenta particulares problemas. Rabassa (en Hoeksema 1978: 13) parece compartir la misma opinión, al afirmar que, en este autor, al igual que en Vargas Llosa, el color local lo proporciona el propio ambiente de sus obras y no el uso de regionalismos o dialectos que conllevarían probablemente un tono demasiado folclórico. Los únicos elementos de índole regional allí presentes son algunos escasos localismos que, al no resultar exóticos en el original, no hay necesidad de mantener en la traducción.
Tenemos también el caso de Carlos Fuentes, autor difícil de encasillar en ninguna de las secciones de la rueda, dada la variedad de registros presentes en la mayor parte de sus novelas. En las obras de Fuentes, como en las de Vargas Llosa y a diferencia de las de García Márquez, no suele existir una única voz narrativa, lo que obviamente obliga al traductor a cambiar continuamente de nivel retórico.[14] La prosa de Fuentes se caracteriza por su capacidad para recrear las diferentes inflexiones del habla coloquial y por un barroquismo en el que son frecuentes los neologismos y expresiones extranjerizantes. Por ejemplo, en Cristóbal Nonato, novela traducida al inglés en colaboración con el autor, aparece un verdadero compendio de lenguajes orales, que van desde el chileno al español afrancesado, pasando por el castellano académico más puro y por la jerga corriente en la Ciudad de México de los años 70. El problema de trasvase, como reconoce el propio traductor (Mac Adam 1991: 340-41), viene determinado por el hecho de que el inglés americano no está capacitado para representar tipográficamente sus diversas variedades dialectales (excepto, si acaso, las sureñas).
Esta presencia del elemento dialectal se deja sentir todavía con mayor fuerza en Tres tristes tigres, de G. Cabrera Infante. Aquí la importancia del lenguaje oral es tan grande que en pocas ocasiones encontramos un ejemplo más claro de cómo el cambio de código lingüístico supone irremediablemente una pérdida de la connotación cultural. Baste para corroborar mis palabras reseñar la advertencia que hacía Cabrera Infante al lector en la versión original y que, obviamente, tuvo que ser suprimida en la traducción:
Este libro está en cubano. Es decir, escrito en los diferentes dialectos del español que se hablan en Cuba y la escritura no es más que un intento de atrapar la voz humana al vuelo, como aquél que dice. Las distintas formas del cubano se funden o creo que se funden en un solo lenguaje literario. Sin embargo, predomina como un acento el habla de los habaneros y en particular la jerga nocturna que, como en todas las grandes ciudades, tiende a ser un idioma secreto. La reconstrucción no fue muy fácil y algunas páginas se deben oir mejor que se leen, y no sería mala idea leerlas en voz alta.
Afortunadamente contamos con una traducción que sólo puede calificarse de magistral. Si todas las traducciones suponen un ejercicio de reescritura, ésta con mayor razón, pues fue debida a la estrecha colaboración que existió entre el propio autor y S. Jill Levine, afamada tanto por su labor traductora como por sus escritos teóricos sobre traducción.[15] En la versión inglesa (más bien deberíamos decir americana) muchos de los diálogos presentan marcas típicas del vocabulario y acento típicos de los negros del sur de los Estados Unidos. Los traductores pretenden así reflejar aquellos rasgos dialectales que en la obra original servían para caracterizar a los personajes según su raza y clase social. Aunque en un principio la novela iba a ser traducida haciendo uso del cockney londinense, posteriormente se consideró más conveniente valerse del inglés americano.[16] Hemos de ser bien conscientes de los potenciales problemas que tal decisión entraña. La novela, escrita en el exilio, es en cierto sentido una evocación de la cultura estadounidense, pero también una crítica de la misma, hecha en la lengua de la cultura sometida, es decir en la cubana. Como bien señala Jill Levine (1991: 9), no resulta sencillo restituir este espíritu en la lengua de la cultura dominante. En realidad, este encuentro entre una cultura opresiva y otra oprimida es un eco de la problemática implícita en la noción de descubrimiento/traducción del Nuevo Mundo a la que antes hacía referencia.
La dificultad de la traducción se debe en buena medida a que son muchas y significativas las diferencias que separan a los cubanos y a los estadounidenses en su percepción del mundo, lo que ha hecho que también sean muy distintas sus respectivas tradiciones literarias. Hemos de recordar que la traducción literaria no consiste solamente en un intercambio de códigos lingüísticos si no también en la transposición de una obra literaria a otro contexto literario diferente. Hoy en día separa a la America del Norte de la del Sur algo más que una frontera difícilmente franqueable sin un visado. Sobre todo las separa un modo de vida, lo que ha encontrado un reflejo sintomático en sus literaturas. En obras como Los pasos perdidos, de Alejo Carpentier, o en Paradiso, de Lezama Lima, encontramos un barroquismo que, en última instancia, es consecuencia de la simbiosis cultural que supuso el encuentro en el siglo XV entre el Viejo y el Nuevo Mundo, entre la tradición cristiana y la pagana, entre la desolación de la dehesa extremeña y la exhuberancia de la jungla. Por otra parte, si en Hispanoamérica ha florecido un tipo de narrativa inspirada en lo que se ha dado en llamar “realismo mágico” ha sido porque allí no se ha dado un verdadero crecimiento tecnológico y porque la tradición oral ha perpetuado unas creencias que están reñidas con el pragmatismo y racionalismo estadounidenses. Tal y como señala R. Ferré, todo ello tiene una importancia fundamental en el ámbito de la traducción:
Translating literature from Spanish into English (and viceversa) in the twentieth century cannot but take into account very different views of the world, which are evident when one compares, for example, the type of novel produced today by Latin American writers such as Carlos Fuentes, Gabriel García Márquez and Isabel Allende, who are all preoccupied by the processes and transformation and strife within totalitarian agrarian societies, and the novels of such North American writers as Saul Bellow, Philip Roth, and E.L. Doctorow, who are engrossed in the complicated unraveling of the human psyche within the dehumanized modern city-state (1996: 42).
Mediante la traducción, la literatura hispanoamericana se adentra en la conciencia de lectores cuyas experiencias vitales son muy diferentes a las de los personajes que habitan las obras y a las de los autores que les dieron vida. Percibir el mundo a través de unos nuevos ojos supone un reconocimiento de la especifidad del “otro”, lo que posibilita, en última instancia, un descubrimiento de nuestras propias idiosincrasias. En su sentido más amplio, la traducción constituye un medio de interpretación de una cultura extraña, una herramienta fundamental para conocernos mejor a nosotros mismos a través de una percepción de nuestras diferencias.
Notas:
[1] En palabras de B. Cohen, “Many writers have remarked that the ‘New World’ found by Columbus was actually an old world that had long been inhabited by a culturally diverse, native civilization. It was also an old world in a less obvious sense: Columbus ’s perceptions of the lands he discovered were profoundly influenced by his intellectual and cultural preconceptions. In that way, his reactions were like those of any person confronting the unfamiliar, whether an explorer seeking new realms of the earth or a scientist trying to fanthom the mysteries of nature. Ideas derived from the Bible, from the reports of previous adventurers, from mapmakers and from general lore all worked their way into Columbus ’s ‘discoveries’” (1992: 56)
[2] Lucille Kerr, “Interview with Julio Cortázar”, Diacritics 4: 4 (1974), p. 40. Apud Sayers Peden (1982: 66).
[3] Castro-Klarén y Campos (1983: 333-38) reseñan las traducciones de Borges, Cortázar, Fuentes y Vargas Llosa a las lenguas europeas más importantes. Martin (1989: 399-411) ofrece un listado de las principales obras hispanoamericanas disponibles en traducción al inglés. Nunn (1991: 74-77) clasifica en siete categorías un buen número de traducciones de autores hispanoamericanos.
[4] William Luis (1991: 7-9) subraya que las circunstancias que contribuyeron al interés internacional por la novela hispanoamericana no fueron exclusivamente literarias, ya que también tuvieron mucho de políticas. Así, por ejemplo, se suele asociar el nacimiento del boom con la revolución cubana. Numerosos intelectuales, al menos en un principio, apoyaron decididamente a Castro, el cual se ocupó a su vez de promocionar a aquellos escritores que estaban a favor de su revolución. La crisis de los misiles y las profundas transformaciones sociales que se produjeron en Cuba atrajeron la atención mundial hacia esta isla del Caribe, lo que indirectamente originó en un interés internacional por la realidad hispanoamericana. Un cambio ideológico del gobierno, consecuencia de su progresiva aproximación a los postulados comunistas, causaría más tarde desacuerdos entre los simpatizantes de la revolución. La escisión definitiva, a la que no serían ajenos los autores hispanoamericanos, tendría lugar en 1971 tras el llamado “Caso Padilla” en 1971, que, en palabras de W. Luis (1991: 9), significó el comienzo del periodo “post-boom”.
[5] Debo estos datos a Venutti (1995: 12), quien afirma haber consultado las estadísticas británicas en Whitaker’s Almanac y las americanas en Publishers Weekly, y haberlas contrastado con las cifras proporcionadas por el United Nations Statistical Yearbook, UNESCO Basic Facts and Figures, el UNESCO Statistical Yearbook y An International Survey of Book Production During the Last Decades.
[6] Por el contrario, según Even-Zohar (1990), la traducción ejerce un papel preponderante cuando la cultura está en un periodo de transición, ya sea porque no aún no ha cristalizado, porque su literatura, aunque esté relativamente establecida, tenga fuentes de recursos limitadas, o porque en un un determinado momento se produzcan crisis, vacíos o cambios. Aunque conviene señalar que estas consideraciones han de admitirse con las oportunas reservas debido a su carácter excesivamente general y a sus inequívocas connotaciones cualitativas (claramente contradictorias con la filosofía que subyace en la mayor parte del constructo teórico del propio Even-Zohar), lo cierto es que no dejan de ser valiosas. Según Bassnett, todo ello justificaría, por ejemplo, “why, in simple terms, the emergent European nations in the early nineteenth century, those engaged in struggles against the Austro-Hungarian or Ottoman Empires, translated so enthusiastically, and why translation into English began to decrease as the British Empire extended its grasp even further. Later, as English became the language of international diplomacy in the twentieth century (and also the dominant world commercial language), there was little need to translate, hence the relative poverty of twentieth-century translations into English compared with the proliferation of translations into many other languages” (1993: 10-11).
[7]Ver Castro-Klarén y Campos (1983) para estudiar el impacto de las traducciones de obras hispanoamericanas en el mercado editorial internacional.
[8] Entre las traducciones de Rabassa cabe mencionar las siguientes: de Miguel Angel Asturias, Viento fuerte (1950. Strong Wind, New York, Delacorte Press, 1969), El papa verde (1954. The Green Pope, New York, Delacorte Press, 1971), Los ojos de los enterrados (1960. The Eyes of the Interred, New York, Delacorte Press, 1972; London, Cape, 1974) y Mulata de tal (1963. Mulata, New York, Delacorte Press, 1967; London, Peter Owen, 1967); de Gabriel García Márquez, La hojarasca (1955. Leaf Storm and Other Stories, New York, Harper & Row, 1972; London, Cape, 1972), La mala hora (1962. In Evil Hour, New York, Avon, 1980; London, Cape, 1980), Cien años de soledad (1967. One Hundred Years of Solitude, New York, Harper & Row, 1970; London, Cape, 1970), La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972. Innocent Erendira and Other Stories, New York, Harper & Row, 1978; London, Cape, 1979), El otoño del patriarca (1975. The Autumn of the Patriarch, New York, Harper, 1976; London, Cape, 1977) y Crónica de una muerte anunciada (1981. Chronicle of a Death Foretold, New York, Knopf, 1982; London, Cape, 1982); de Julio Cortázar, Rayuela (1963. Hopscotch, New York, Pantheon, 1966; London, Collins, 1967), 62 modelo para armar (1968. 62, A Model Kit, New York, Pantheon, 1972; London, Marion Boyars, 1977), El libro de Manuel (1973. A Manual for Manuel, New York, Pantheon, 1978; London, Harvill, 1984) y Queremos tanto a Glenda (1981. We love Glenda So Much and Other Tales (New York, Knopf, 1983; London, Harvill, 1984); de Mario Vargas Llosa, La casa verde (1966. The Green House, New York, Harper & Row, 1968; London, Cape, 1969) y Conversación en la catedral (1969. Conversation in the Cathedral, Harper & Row, New York, 1975); de José Lezama Lima, Paradiso (1966. Paradiso, New York, Farrar, Strauss & Giroux, 1974; London, Secker & Warburg, 1974); de Luis Rafael Sánchez, La guaracha del macho Camacho (1976. Macho Camacho’s Beat, New York, Pantheon, 1981).
[9] En este sentido, resultan altamente significativas las palabras de T. H. Savory: “The translator’s task is much harder than that of the original author. When the latter seeks a word with which to express a thought or describe an experience, he has available many words in his own language, and can without great difficulty or delay choose the one that suits him best and pleases him most. The translator of the word thus chosen has to decide on the nearest equivalent, taking into consideration the probable thoughts of the author, the probable thoughts of the author’s readers and of his own readers, and the period of history in which the author lived”· (1968: 26).
[10] Aunque las traducciones de García Márquez han recibido una cierta atención por parte de los críticos, ninguna de las aportaciones resulta relevante. Así, por ejemplo, McIntyre (1990) analiza en un brevísimo y simplista estudio algunos aspectos problemáticos de la traducción de Cien años de soledad. Dilmore (1984), por su parte, efectúa un “delator” estudio contrastivo a nivel microestructural entre los dos primeros capítulos de Crónica de una muerte anunciada y la versión de Rabassa. Se trata de una muy pobre aportación en la más pura tradición normativa. Así, por ejemplo, se comentan confusiones entre singular y plural, problemas con el relativo “que” y con los pronombres “lo”, “la” y “le”, variaciones en los tiempos verbales, etc., y se llegan incluso a criticar transformaciones necesarias que responden al diferente genio de las lenguas del binomio. La actitud evaluativa de Dilmore, por desgracia aún corriente en los estudios sobre traducción, se hace particularmente manifiesta en la conclusión del trabajo: “This deceptively simple novel is in fact so intricate that it is perhaps not surprising that at some times the strict meaning defined by the grammar and idiom of the original Castilian is sometimes not fully caught by the translator” (p. 8). Por su parte, Sayers Peden (1982) establece una diferencia entre las dificultades de traducción de lo que ella denomina prosa “cerebral” de Borges y Cortázar y la prosa “tropical” de Fuentes y Márquez (véanse en particular las pp. 76-78 para el estudio de este último). Finalmente, Valero (1995) efectúa un estudio contrastivo entre El otoño del patriarca y la versión inglesa, atendiendo a una serie de parámetros textuales: aceptabilidad, intencionalidad, coherencia, cohesión y situacionalidad. Valero llega a las siguientes conclusiones: “Gregory Rabassa logra ser ese cómplice genial que todo traductor persigue ser. Sin duda alguna busca la fidelidad al texto, una fidelidad que sobrepasa la simple literalidad. Pero logra acercarse al lector a la vez que logra salvar las diferencias entre los dos polisistemas en contacto. Tarea difícil teniendo en cuenta las diferencias entre ambos sistemas lingüísticos, el estilo del autor y el tipo de lector al que va dirigido el texto” (1995: 74).
[11] También puede ocurrir, claro está, que se ofrezca un color local que no se presentaba en la obra (o que el autor no había pretendido que apareciera). Tal sería, según Rabassa (apud Hoeksema 1978: 13), la preocupación principal de Vargas Llosa. Aquellos interesados en estudiar las traducciones del peruano pueden consultar las siguientes fuentes: Enkvist (1991), donde se analizan los problemas de transferencia de Historia de Mayta y Enkvist (1992), donde se contrastan diferentes traducciones de Vargas Llosa al inglés, francés y sueco.
[12] De I. Allende, De amor y sombra (1948. Of Love and Shadows, New York, Knopf, 1988; London, Hamish Hamilton, 1989); de C. Fuentes, Terra Nostra (1975. Terra Nostra, New York, Farrar, 1976; London, Secker & Warburg, 1977), La cabeza de la hidra (1978. The Hydra Head, New York, Farrar, 1978; London, Secker, 1979), Aguaquemada (1980. Burnt Water, New York, Farra, 1980; London, Secker, 1981), Una familia lejana (1980. Distant Relations, New york, Farra, 1982; London, Secker, 1982) y El gringo viejo (1986. The Old Gringo, New York, Farrar, 1986; London, Deutsch, 1987); de E. Sábato, El túnel (The Tunnel, New York, Random House, 1988; London, Cape, 1988).
[13] “Basilisk’s Eggs”, The New Yorker, 8 Nov. 1976, p. 179. Apud Sayers Peden (1982: 69)
[14] Sayers Peden (1987a: 12) afirma que su traducción de Terra Nostra fue la que más dificultades le causó de todas las realizadas hasta la fecha. Sayers Peden (1987b: 164-70) realiza un sucinto (y malogrado) estudio contrastivo de algunos pasajes de La muerte de Artemio Cruz y su traducción inglesa. Por su parte, Mac Adam (1991) relata el modo en que él mismo en calidad de traductor, David Rieff (editor de Fuentes) y el propio escritor mexicano revisaron conjuntamente un primer borrador de su traducción de Cristóbal Nonato. Mac Adam detalla el método de trabajo y las dificultades planteadas por el tono eminentemente oral de la novela.
[15] S. Jill Levine ha realizado las siguientes traducciones (la mayor parte de ellas no aparecen reseñadas en Martin 1989): de Cabrera Infante, Tres tristes tigres (1965. Three Trapped Tigers, New York, Harper & Row, 1971; London, Picador, 1980), Vista del amanecer en el trópico (1974. View of Dawn in the Tropics, New York, Harper & Row, 1979; London, Faber & Faber, 1988), La Habana para un infante difunto (1979. Infante’s Inferno, New York, Harper & Row, 1979; London, Faber & Faber, 1984); de Cortázar, Todos los fuegos el fuego (1966. All Fires the Fire and Other Stories, London, Marion Boyars, 1971; New York, Pantheon, 1973); de Puig, La traición de Rita Hayworth (1968. Betrayed by Rita Hayworth, New York, Dutton, 1971; London, Arena, 1984); de Sarduy, De donde son los cantantes (1967. From Cuba with a Song, New York, Dutton, 1973), Cobra (1973. Cobra, New York, Dutton, 1975), Maitreya (1978. Maitreya, Hanover, New Hampshire, Ediciones del Norte, 1987).
[16] Jill Levine (1991: 21) señala que Cabrera Infante había preparado una primera traducción de algunos pasajes de Tres tristes tigres en colaboración con un poeta inglés, Donal Gardner. Este último trabajó ante todo a partir de la traducción francesa, pues su conocimiento del español era escaso. Cabrera Infante y Jill Levine se ocuparían más tarde de “americanizar” esta versión convirtiendo, por ejemplo, bloody en damn, filthy en dirty, weeping en crying (Jill Levine 1991: 68).
Para mayores datos, Luis Pegenaute Rodríguez es Licenciado en Filología Inglesa por la Universidad de Oviedo (1988) y Doctor en Filología por la Universidad de León (1993), ha realizado diversas estancias de investigación en las Universidades de Ámsterdam, Stony Brook (Nueva York), Lovaina, Berkeley, Columbia (Nueva York) y en University College (Londres). Tras trabajar como profesor en la Universidad de León (1992-1997) ha desempeñado labores docentes en la Universidad Pompeu Fabra, en la que actualmente es profesor titular de Traducción. Ha sido Jefe de Estudios (1999-2004) y Decano (2004-2010) de la Facultad de Traducción e Interpretación de esa Universidad. Se ha especializado en el estudio de la traducción literaria, la Literatura Comparada, la historia y teoría de la traducción.
Entre sus publicaciones destaca la edición o coedición de las obras La traducción en la Edad de Plata (2001), Historia de la traducción en España (2004), Traducción y traductores: del Romanticismo al Realismo (2006), La traducción del futuro: mediación lingüística y cultural en el siglo XXI (2009), Diccionario histórico de la traducción en España (2009), Traducción y autotraducción entre las literaturas ibéricas (2010), Interacciones entre las literaturas ibéricas (2010), Relaciones entre las literaturas ibéricas y las literaturas extranjeras (2010) y 50 estudios sobre traducciones españolas (2011).
Ha sido director de dos proyectos de investigación financiados por el Ministerio de Ciencia e Innovación. Es codirector del portal digital Biblioteca de traducciones españolas, alojado en la Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
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