Chiquilicuatres, chisgarabís y mequetrefes
En todas partes hay buenos y malos traductores. Unos y otros son patrimonio de todos los países, sólo que cuando se trata de las distintas realizaciones de una misma lengua —por ejemplo, el castellano— el contraste pone en evidencia sus aciertos y errores de manera más evidente. Entiéndase bien: no se aboga aquí por la unificación de la morfología, ni por la imposible neutralidad léxica, credos utópicos de algunos editores, sino por una primacía del sentido común. ¿Y dónde está el sentido común? Muy probablemente, en la naturaleza de nuestras elecciones. ¿A qué me refiero? Tal vez a la consideración del prójimo, ese desconocido que vive tanto a la vuelta de nuestra casa como más allá del mar, y al que van destinados nuestros esfuerzos.
Antes, al decir melancólico de Miguel Sáenz, cualquier español podía entender a un argentino, a un mexicano, a un peruano o a un chileno sin demasiado esfuerzo porque, salvo en los casos inevitables en los que en el original se hacían presentes formas argóticas o jergas demasiado específicas, todos, a uno y otro lado del Atlántico, podíamos hacer el pequeño esfuerzo de imaginarnos lo que no sabíamos hasta que un día empezábamos a saberlo. Dicho de otro modo, a pesar de nuestras múltiples y notorias diferencias, podemos comunicarnos sin demasiados sobresaltos entre los ya muchos habitantes de los diferentes países hispanoamericanos, y todos con España. Hoy, cuando el fiel de la balanza de la industria editorial en castellano parece permanentemente apoyado sobre un solo lado, nos encontramos con esperpentos que terminan estigmatizando injustamente a nuestros colegas españoles.
Y aquí, como si me hubiese caído un rayo encima, recuerdo una frase de la traducción de Plegarias atendidas, de Truman Capote, en su momento publicada por la nada ecuménica Anagrama: «Mientras ponía una conferencia, se magreaba la pilila». ¿No había otra forma de decir «poner una conferencia», «magrearse», «pilila»? No hablo de censurar el lenguaje, sino de buscar una variante que al menos se entienda más allá de Alcalá de Henares.
Más cerca en el tiempo, leyendo una traducción publicada por Norma de un texto del irlandés Flann O’Brien me topo con que cierto personaje tiene un hermano que es un «chiquilicuatre». Lo peor es que, al buscar en el DRAE encuentro que eso significa «chisgarabís», lo que me remite a «mequetrefe». Y hablando de Roma, pienso en el traductor y me digo que o estaba borracho o es malo de toda maldad, porque si hubiera tenido una conciencia de la lengua menos imperial habría considerado a esos más de 300 millones de personas para quienes «chiquilicuatre» no significa nada.
Pero la cosa no queda ahí, tanto el que prefirió «magrear la pilila» como el que decidió «chiquilicuatre» están distrayendo la atención del lector y evitando, con sus desafortunadas elecciones, que el relato, en un caso, y la escena dramática, en el otro, progresen con la naturalidad que tienen los respectivos originales.
Y hay todavía un paso más. Antes de llegar al editor, el traductor —español o hispanoamericano— debe ser el principal aliado de sus colegas de allende los mares. No por espíritu de cuerpo, sino porque es el que más cabalmente puede hacerle entender al editor que existen opciones, que no todo se limita a la forma en que se habla en cada país y que optar por una u otra variante suma o resta lectores a los libros que traducimos. Ahora bien, si eso no se comprende, puedo decir que estamos fritos y que todos los sueños panhispánicos terminarán en el fondo del océano, que como todo el mundo sabe, alguna vez fue vinoso ponto y ni aquí ni allá nos despeinamos por ello.
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