Desde España, Andrés Ehrenhaus nos informa de la muerte del traductor español Hernán Sabaté (foto), ocurrida el 22 de noviembre pasado, y nos envía el siguiente recuerdo.
Chau Hernán, viejo roquero
El martes a la madrugada se murió Hernán Sabaté. Tenía más cicatrices que un torero y una mente lúcida como pocas en esta noble y trajinada profesión. Acabo de ir al portal del ISBN a corroborar lo que siempre nos admiraba de él: en efecto, bajo su nombre hay 478 entradas, todas ellas traducciones. Hernán traducía desde 1976, el año en que llegué a España, pero apenas me llevaba dos años de edad; sin embargo, su concepción absolutamente pragmática de la cosa es la que ha dado pie a esos números de récord Guiness, alejados de los de la mayoría de nosotros. Para Hernán, éramos, somos obreros, albañiles, peones, los jornaleros de la literatura, mensajeros anónimos de las letras ajenas, y en cierto modo estaba, está bien que apenas se nos vea. Para Hernán, ser invisibles era, es un don, un don que hay que devolver con esfuerzo, honestidad y paciencia; lo mismo le daba la peor de las novelas de serie rosa que el James Ellroy más difícil. Todo era, es trabajo, todo se tenía, se tiene que hacer bien. Hernán traducía para paliar el hambre de comida, no la sed de trascendencia. Creo que puedo decir con toda seguridad que Hernán traducía con alegría, que se alegraba de poder y saber traducir.
Cuatro días antes habíamos estado charlando con él y Montse Gurgui, con quien traducía a cuatro manos desde 1984, en el balcón que da a la cancha del Europa, el club más antiguo de Barcelona. Montse y Hernán acababan de ganar el Premio Esther Benítez, y Hernán estaba orgulloso de haber ganado el único premio que para él tenía sentido, porque al ganador lo votan los colegas de profesión: el reconocimiento de los pares lo gratificaba más que la somera visibilidad pública. Coherente hasta el final, Hernán sabía que solo los que saben saben cuánto cariño y trabajo hay dentro de cada libro. La entrega del premio se había adelantado al martes precisamente para que Hernán llegara, pero no llegó. Él ya lo había anticipado, con una sonrisa pícara, esa tarde mientras comentábamos la jugada: “Yo no sé si podré ir”. Un humor y una integridad de fierro hasta en las horas más trágicas. Así era y así vamos a recordarlo. Un hacha. Un corazón enorme. Un viejo roquero. Chau, Hernán.
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