Argentina no quiere libros españoles
Según parece, la noticia de que el gobierno argentino había desbloqueado la traba que retenía, desde mediados de septiembre, cerca de un millón de libros procedentes de España, Uruguay, Chile y China, a las puertas de la aduana, no está del todo confirmada. El Gremio de Editores Españoles andan de cabeza estos días tratando de resolver los problemas creados por la decisión de la presidenta Cristina Fernández de prohibir la entrada de libros en el país, entre ellos, un buen porcentaje de libros de editoriales españolas, sin que, hasta la fecha, se haya dado explicación alguna.
Que las editoriales españolas no puedan vender sus libros en Argentina no es pecata minuta dado que se trata del país americano más lector. Una sociedad culta y con una curiosidad despierta: hay que considerar que son los argentinos quienes más entran a consultar el DRAE (Diccionario de la Real Academia Española), por ejemplo, por encima de los españoles.
También hay que tener en cuenta el esfuerzo de la mayoría de editores españoles que han ajustado al máximo sus gastos de edición para conseguir unos precios muy inferiores a los que lucen en España sus mismos libros, por razones obvias. A favor de los argentinos está su ley de Fomento del Libro y la Lectura, que establece que la importación de libros y complementos esté exenta de impuestos. Tampoco se aplica impuesto de valor añadido sobre los libros. Interesante ejemplo, me parece.
¿Qué hay detrás de esto? Pues parece claro, sobre todo después de las palabras de la presidenta argentina en la inauguración del Museo del Libro y la Lengua en la que Cristina Fernández aludió a la “agresión cultural de todo tipo” que ha sufrido su país. Con todo el derecho del mundo, Argentina quiere proteger su producción cultural, editar sus propios libros y no que se los lleven de fuera. La duda es si puede la industria editorial argentina, tal como se encuentra ahora, acometer el desafío, aunque se trata de un país pujante que no está sometido a las presiones a las que está sometida España, sin ir más lejos.
Para Anselmo Morvillo, presidente de la Federación Argentina de la Industria Gráfica y Afines (FAIGA) no hay duda de que sí pueden los argentinos producir el cien por cien de sus libros. Pero la hasta ahora ministra de Industria, Débora Giorgi, puede que no lo tenga tan claro. Desde luego, fuentes argentinas solventes lo que aseguran es que las imprentas están ya a tope de trabajo y no admiten un folio más.
En la década de los 90, se privatizó en Argentina todo lo privatizable, se cerraron fábricas y se abrieron las puertas a la importación de cualquier cosa, de modo que en la crisis del llamado corralito, en que el país se declaró insolvente para pagar la deuda externa, la producción argentina estaba casi paralizada. Lo que no significa que el país no pueda empujar –como de hecho está haciendo- hacia la solución de ese estado de cosas. Argentina es uno de los países iberoamericanos que más rápidamente está creciendo.
Volviendo a lo que decíamos al principio, la cosa es que las autoridades argentinas -no al máximo nivel, por cierto, sino más bien lo que viene a llamarse “propios”– no quieren que se filtre ningún intríngulis de toda esta ensalada de prohibiciones y levantamientos de prohibiciones y llevan con gran sigilo las negociaciones y las preparaciones de decretos o proyectos de ley que acaben con esta propensión a importar libros. Y no sólo libros, porque se sabe que el afán proteccionista argentino incluye otros productos que también están teniendo problemas por estas inesperadas medidas aparentemente improvisadas.
Parece que el secretario de Comercio, Guillermo Moreno, ha pedido a las partes contendientes que se porten bien –literal- y se estén calladitos y no hablen con la prensa. De ahí que, a pesar de los esfuerzos de El País –evidentemente interesado en denunciar la situación, ya que PRISA está muy introducida en el país del Plata- la información no fluya y prevalezca el secretismo.
Que el gobierno argentino busque protección para sus productos y trate de evitar importaciones me parece una medida que podrían imitar los responsables españoles, a la vista de lo bien que nos ha ido la compra masiva de productos alemanes, por ejemplo, con dinero alemán prestado que ahora no tenemos con qué devolver. De modo que ninguna objeción al respecto. Ahora bien, que –como dice Clarín- los ejecutivos de las editoriales hayan tenido que rastrear despacho oficial por despacho oficial en busca de algún responsable con quien hablar para ver de solucionar el problema, eso ya tiene más guasa. Las cosas de palacio, ya se sabe.
Hola colegas,
ResponderEliminarMe pregunto qué derivaciones y consecuencias tendrá todo este asunto para nuestra faena de traductores. Uno como argentino primero piensa: "¡Qué bien!, habrá más trabajo de edición nacional, quizás más incentivos, quizás más trabajo", pero, por otro lado, muchos editores nacionales quizás terminen justificándose en esto para pagar bajas tarifas, con el argumento: "¿Y qué querés? Editarlo fuera me salía más barato".
¿Cómo la ven ustedes?
Con las excepciones del caso, los editores, a uno y otro lado del Atlántico, son comerciantes y quieren ganar dinero. Y está claro que quien quiera hacer una diferencia la hará a costa de alguien: en eso se basa el comercio. Vos ya tenés tu experiencia con la edición nacional, así que también tenés la respuesta, Alejandro.
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