martes, 27 de octubre de 2009

¿Un artículo o un prólogo?


En su edición del 2 de marzo de 2008, el diario El País, de España, publicó una nota –y no se aclara si es artículo, columna o meramente la reproducción de un prólogo– firmada por Umberto Eco, motivada por la entonces reciente publicación de Decir casi lo mismo, un volumen sobre la experiencia como traductor del autor de El nombre de la rosa.


Es lo mismo, ¿o no?

¿Qué quiere decir traducir? La primera respuesta, "decir lo mismo en otra lengua", sería una buena respuesta, y también consolatoria, si no fuera porque, en primer lugar, tenemos muchos problemas para establecer qué significa "decir lo mismo", así como tampoco sabríamos dar una respuesta satisfactoria para todas esas operaciones que llamamos paráfrasis, definición, explicación, reformulación, por no hablar de las pretendidas sustituciones sinonímicas. En segundo lugar, porque no sabemos qué es el "lo", esto es, ante un texto no sabemos lo que debemos traducir. Y, por último, porque en algunos casos abrigamos serias dudas sobre lo que quiere decir decir.

Lo cual no quiere decir que nos vamos a poner a buscar (para subrayar la centralidad del problema de la traducción en muchas discusiones filosóficas) lo que debería traslucirse o resplandecer más allá y por encima de toda lengua que lo traduzca o, por el contrario, lo que no conseguirá aprehenderse jamás por muchos esfuerzos que haga la otra lengua, es decir, ir a buscar si hay una cosa en sí en la Ilíada o en el leopardiano Canto nocturno de un pastor errante de Asia. Nos conformamos con volar más bajo, y lo haremos muchas veces en las páginas que siguen.

Supongamos que en una novela inglesa un personaje dice It's raining cats and dogs. Sería un simple el traductor que, pensando que está diciendo lo mismo, lo tradujera literalmente como Llueve perros y gatos, y no como Llueve a cántaros o Caen chuzos de punta. Ahora bien, ¿qué pasaría si se tratara de una novela de ciencia ficción, escrita por un adepto de las denominadas ciencias "fortianas", que relatara que, de verdad, llueven perros y gatos? Se traduciría literalmente, de acuerdo. ¿Y si el personaje estuviera yendo a ver al doctor Freud para contarle que sufre una curiosa obsesión por perros y gatos, por los que se siente amenazado incluso cuando llueve? Seguiría traduciéndose literalmente, pero se perdería el matiz de que el Hombre de los Gatos también está obsesionado por las expresiones idiomáticas. ¿Y si en otra novela el que dice que están lloviendo perros y gatos fuera un estudiante de inglés de la academia Berlitz que no consigue sustraerse a la tentación de adornar su discurso con deplorables anglicismos? Si hubiera que traducirlo literalmente, en este caso al inglés, el lector profano no entendería que se está usando un anglicismo. ¿Cómo se vertería esa pose anglicanizante? ¿Debería cambiársele la nacionalidad al personaje y hacer que se convirtiera en un inglés con poses italianizantes?, ¿o en un obrero de Londres que ostenta sin éxito un acento de Oxford? Sería una licencia insoportable. ¿Y si It's raining cats and dogs lo dijera, en inglés, un personaje de una novela francesa?, ¿cómo se traduciría al inglés?

Ven ustedes lo difícil que es decir qué es lo que un texto quiere transmitir, y cómo transmitirlo.

He aquí el sentido de los capítulos que siguen: intentar entender cómo, aun sabiendo que no se dice nunca lo mismo, se puede decir casi lo mismo. A estas alturas, lo que constituye el problema no es tanto la idea de lo mismo, ni la de lo mismo, como la idea de ese casi. ¿Cuánta elasticidad debe tener ese casi? Depende del punto de vista: la Tierra es casi como Marte, en cuanto ambos planetas giran alrededor del Sol y tienen forma esférica, pero puede ser casi como cualquier otro planeta que gire en otro sistema solar, y es casi como el Sol, puesto que ambos son cuerpos celestes, y casi como la bola de cristal de un adivino, o casi como un balón, o casi como una naranja. Establecer la flexibilidad, la extensión del casi, depende de una serie de criterios que hay que negociar preliminarmente. (...)

Me he dado cuenta de que en mi vida he tenido que controlar muchas traducciones ajenas, ya sea en el transcurso de una larga experiencia editorial, ya sea en calidad de director de colecciones de ensayo; he traducido dos libros que requieren gran dedicación: los Exercises de style, de Queneau, y Sylvie, de Gérard de Nerval, dedicando a ambos muchos años; y, como autor, tanto de obras de ensayo como de narrativa, he trabajado en contacto directo con mis traductores. No sólo he controlado las traducciones, al menos para las lenguas que de alguna manera conocía, y por eso citaré a menudo las traducciones de William Weaver, Burkhart Kroeber, Jean-Noel Schifano, Helena Lozano y otros, sino que he tenido largas conversaciones con los traductores (previamente y durante la elaboración), de suerte que he descubierto que, si el traductor o la traductora son inteligentes, pueden explicar los problemas que surgen en su lengua incluso a un autor que no la conoce, y también en esos casos el autor puede colaborar sugiriendo soluciones, es decir, sugiriendo qué licencias se pueden tomar con su texto para sortear el obstáculo (me ha pasado a menudo, por ejemplo, con la traductora rusa Elena Kostiukovich, con Imre Barna para el húngaro, con Yond Boeke y Patty Krone para el neerlandés, con Masaki Fujimura y Tadahiko Wada para el japonés).

He aquí por qué he decidido hablar de traducción partiendo de problemas concretos que en su mayor parte atañen a mis escritos, limitándome a esbozar soluciones teóricas sólo sobre la base de experiencias in corpore vili.

Esto podía exponerme a dos peligros, el del narcisismo y el de sostener que mi interpretación de mis textos tiene más valor que las de los otros lectores, entre los cuales figuran in primis mis traductores, principio con el que he polemizado en libros como Lector in fabula o Los límites de la interpretación. El primer riesgo era letal, pero en el fondo me estoy comportando como esos portadores de enfermedades socialmente nefastas que aceptan manifestar públicamente su estado y los tratamientos a los que se someten para ser útiles a los demás. Por lo que atañe al segundo riesgo, espero que en las páginas siguientes se pueda apreciar cómo les he señalado yo a mis traductores puntos críticos de mis textos que podían generar ambigüedades, aconsejándoles que pusieran atención, sin intentar influir en su interpretación; o he respondido a peticiones precisas cuando me preguntaban cuáles de las distintas soluciones habría elegido yo si hubiera tenido que escribir en su lengua; en esos casos mi decisión era legítima, visto que a fin de cuentas era yo el que firmaba el libro.

Por otra parte, en el curso de mis experiencias como autor traducido, fluctuaba continuamente entre la necesidad de que la versión fuera "fiel" a lo que había escrito y el descubrimiento excitante de cómo, en el instante en que se decía en otra lengua, mi texto podía (es más, a veces debía) transformarse. Y si algunas veces notaba imposibilidades -que de alguna manera había que resolver-, más a menudo aún notaba posibilidades: es decir, notaba cómo, en contacto con la otra lengua, el texto exhibía potencialidades interpretativas que yo desconocía, y cómo a veces la traducción podía mejorarlo (digo "mejorar" precisamente con respecto a la intención que el texto mismo iba manifestando de improviso, independientemente de mi intención originaria de autor empírico).

Puesto que mi punto de partida son mis experiencias personales y dos series de conversaciones, este libro no se presenta como un libro de teoría de la traducción (ni tiene su sistematicidad) por la sencilla razón de que no toma en consideración un sinnúmero de problemas traductológicos. No hablo de las relaciones con los clásicos griegos y latinos simplemente porque nunca he traducido a Homero y nunca he tenido que juzgar una traducción homérica para una colección de clásicos. Hablo sólo fugazmente de la denominada traducción intersemiótica, porque nunca he dirigido una película sacada de una novela o transformado una poesía en ballet. No toco el problema de las tácticas o estrategias poscoloniales de adaptación de un texto occidental a la sensibilidad de otras culturas, porque no he podido seguir y discutir las traducciones de textos míos al árabe, persa, coreano o chino. Nunca he traducido textos escritos por una mujer (no es que por costumbre traduzca sólo a hombres, es que sólo he traducido a dos en mi vida) y no sé qué problemas habría tenido. En las relaciones con algunas traductoras mías (rusa, española, sueca, finlandesa, holandesa, croata, griega) encontraba tal disponibilidad por su parte a adaptarse a mi texto que no he podido experimentar voluntad alguna de traducción "feminista".

Le he dedicado algún párrafo a la palabra fidelidad porque un autor que sigue a sus traductores parte de una implícita exigencia de "fidelidad". Entiendo que este término puede parecer obsoleto ante las propuestas críticas según las cuales, en una traducción, cuenta sólo el resultado que se realiza en el texto y en la lengua de llegada y, por añadidura, en un momento histórico determinado, allá donde se intente actualizar un texto concebido en otras épocas. Pero el concepto de fidelidad tiene que ver con la convicción de que la traducción es una de las formas de la interpretación y que debe apuntar siempre, aun partiendo de la sensibilidad y de la cultura del lector, a reencontrarse no ya con la intención del autor, sino con la intención del texto, con lo que el texto dice o sugiere con relación a la lengua en que se expresa y al contexto cultural en que ha nacido.

Supongamos que en un texto norteamericano alguien le diga a otro You're just pulling my leg. El traductor no lo vertería con Me estás tirando sólo la pierna, y ni siquiera con Me estás tomando sólo la pierna, sino con Tú me estás tomando el pelo o incluso con Te estás quedando conmigo. Si se tradujera la expresión literalmente, una expresión tan poco corriente en la lengua de llegada dejaría suponer que el personaje (y con él, el autor) está inventado una osada figura retórica, lo cual no es cierto, visto que el personaje usa algo que en su lengua es una frase hecha. Si sustituimos la pierna con el pelo, en cambio, ponemos al lector de la lengua de llegada en la misma situación en la que el texto quería que se encontrara el lector inglés. He aquí por qué una aparente infidelidad (no se traduce a la letra) se manifiesta al final como un acto de fidelidad. Lo cual es un poco como repetir con san Jerónimo, patrón de los traductores, que al traducir no hay que verbum e verbo sed sensum exprimere de sensu (aunque veremos cómo también esta afirmación puede generar muchas ambigüedades).

Así pues, traducir quiere decir entender tanto el sistema interno de una lengua como la estructura de un texto determinado en esa lengua, y construir un duplicado del sistema textual que, según una determinada descripción, pueda producir efectos análogos en el lector, ya sea en el plano semántico y sintáctico o en el estilístico, métrico, fonosimbólico, así como en lo que concierne a los efectos pasionales a los que el texto fuente tendía. "Según una determinada descripción", significa que toda traducción presenta unos márgenes de infidelidad con respecto a un núcleo de presunta fidelidad, pero la decisión sobre la posición del núcleo y la amplitud de los márgenes depende de las finalidades que se plantea el traductor.

2 comentarios:

  1. y esta nota (o artículo, columna o prólogo) fue escrita por Eco directamente en español? o fue traducida por quién?

    ;)

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  2. Es interesante la pregunta, Gabriela, pero lamentablemente no puedo responderla porque el diario, siguiendo una práctica muy común, no deja constancia de lo que preguntás.

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