jueves, 18 de agosto de 2011

La situación de los traductores en España, desde el punto de vista de un prestigioso crítico

La leyenda dice que el crítico español Ignacio Echevarría (Barcelona, 1960) fue echado de Babelia, el suplemento cultural del diario español El País, luego de criticar duramente un libro publicado por Alfaguara, sello perteneciente a la misma empresa que edita el periódico. Desde entonces, Echevarría, publica en otros medios de su país y, claro, también en Latinoamérica. El texto que se ofrece a continuación, por ejemplo, salió en la edición del 14 de agosto pasado, en el diario Perfil de Buenos Aires, el cual, bajo el título genérico de Curso de Cultura Libresca, viene publicando sus columnas sobre el mundo del libro y la edición. 

De traidores profesionales

El imperativo de toda buena traducción es la transparencia. Ahí donde se reconoce la mano del traductor empiezan los problemas. De este apriorismo deriva, probablemente, el hecho de que la transparencia haya terminado por ser también una condición del oficio mismo de quienes se dedican a traducir. El de los traductores y las traducciones es, sin embago, uno de los asuntos que más atención requieren cuando se discurre sobre el mundo editorial, donde convendría hacer bien visible su problemática.

Trataremos aquí de su aspecto más material. El de la traducción supone un coste relativamente elevado dentro de los que comporta la edición de un libro. No pocas veces supera al del adelanto que recibe el autor. Cuando se trata de textos ya viejos, libres de derechos, puede llegar a constituir el coste principal. No es extraño, pues, que los editores traten de minimizarlo, y que la consecuencia de ello sean unas tarifas siempre a la baja, que obligan a la mayor parte de los traductores a trabajar a destajo, con muy escaso margen para resolver problemas, para repasar y pulir lo ya hecho.

En España, un traductor corriente cobra en la actualidad entre 12 y 15 euros por holandesa (dos mil cien caracteres con espacios); es decir, entre 17 y 21 dólares. A veces menos, incluso bastante menos. Y sólo algo más cuando se trata de textos que se juzgan difíciles o que están escritos en lenguas poco comunes, así como en los casos de los pocos traductores que, habiendo alcanzado una gran reputación, y estando por lo tanto muy solicitados, pueden permitirse exigir condiciones especiales.

La tarifa resulta escandalosa si se considera que en Francia, por ejemplo, un traductor corriente percibe casi el doble por el mismo trabajo: entre 20 y 25 euros por holandesa. (La holandesa es, como el folio, un formato de papel semejante pero no idéntico al A4; hace tiempo ya que ha quedado en desuso, pero al menos en España sigue siendo empleado todavía –aunque supongo que no por mucho tiempo– como unidad de medida convencional para el recuento de los caracteres de un texto de cierta extensión, aun a pesar de que el ordenador ofrece herramientas mucho más precisas.) Dicha diferencia admite ser explicada de muchas maneras, sobre todo en términos de sociología cultural, pero obedece fundamentalmente a la existencia de un caudal prácticamente inagotable de traductores dispuestos a trabajar incluso por debajo de ese precio. ¿Por qué? Por necesidad, desde luego; pero además porque entre los países de habla castellana se dan importantes diferencias de nivel económico, lo cual implica que la tarifa que parece insuficiente o directamente indigna a un traductor español o argentino, puede resultar muy razonable para un traductor boliviano u hondureño, pongo por caso.

Durante décadas, los editores españoles han explotado impunemente esta situación de hecho, que ha traído por consecuencia dos males que pueden juzgarse endémicos: por un lado, y según se viene señalando, la escasa retribución por un trabajo que debería ser encomendado a profesionales bien cualificados y por lo tanto bien pagados; y por el otro, y aunque resulte paradójico, la intromisión de una capa añadida de trabajadores –asimismo mal pagados– destinados a paliar los efectos de esta indigencia generalizada.

En efecto: una vez asumido, con mayor o menor cinismo, que –dadas las condiciones materiales en que ha sido realizada– una traducción difícilmente puede ser óptima, los editores proveen un filtro de control que corre a cargo de quienes reciben el nombre de “correctores de estilo”. Esta figura cumple un papel muy ambiguo dentro del proceso de edición de libros, debido a que, si bien resulta hasta cierto punto necesaria para todo tipo de textos (pues a todos les conviene la revisión concienzuda por parte de un profesional atento a los inevitables deslices que se cometen a la hora de escribir), se le suele atribuir una misión enojosa y hasta cierto punto reprobable: la de “mejorar” textos deficientes o muy deficientes, que en mejores condiciones deberían ser rechazados por el editor, en lugar de maquillados.

Por lo que toca a las traducciones, el empleo casi rutinario de correctores de estilo invita a preguntarse, con toda razón, por el absurdo que entraña recurrir a ellos en lugar de pactar con los propios traductores condiciones que obvien su necesidad. Sólo un círculo vicioso de malos hábitos y de rutinas adquiridas puede explicar que, en lugar de exigir a un traductor que realice bien su tarea, pagándole en correspondencia, se opte por recurrir, supuestamente para mejorarla, a un tercero cuyo trabajo entraña un gasto que, si se hubiera empleado en retribuir mejor al traductor, quizá lo hubiera hecho innecesario.

Como sea, el caso es que, en casi todo el ámbito hispánico, la fundamental función que cumplen los traductores en la transmisión de la cultura se halla encomendada a una capa de trabajadores pésimamente pagados (de ahí que muchas veces ni siquiera se trate de profesionales en el oficio) a los que se procura, por eso mismo, una coartada con la que justificar, en no pocos casos, su ineptitud o su mediocridad. Además de mal pagados, estos trabajadores suelen estar sometidos a presiones de tiempo, lo cual no hace más que agravar la situación. Así las cosas, no es extraño que muchos de ellos no tengan demasiados escrúpulos a la hora de entregar una traducción precipitada, que ha debido de pasar por alto todos los escollos que entrañaban averiguaciones, consultas, búsqueda de matices. Al traductor que se ocupa de estas cosas difícilmente le salen las cuentas. Por lo demás, sólo muy raras veces la calidad o las deficiencias de una tradución son señaladas en los comentarios y reseñas que recibe un libro, de modo que los esfuerzos de un traductor concienzudo suelen pasar desapercibidos.

A esta situación, que se pinta aquí con tintas acaso demasiado negras, se suma una problemática particular de la lengua castellana. La actuación de los correctores de estilo no ha estado destinada únicamente al control de la calidad de las traducciones sino también, paralelamente, al control de la homogeneidad del idioma. Pero el idioma español es cada vez menos uniforme, por mucho que, por lo que a la escritura toca, circule internacionalmente una especie de koiné o lengua franca que tiene que ver muy poco con la lengua hablada. De modo que ese control tiende a traducirse, en definitiva, en una adaptación de las variedades lingüísticas del castellano a la peninsular, dada la hegemonía que España conserva en el negocio editorial. Es ya vieja la queja de muchos lectores latinoamericanos ante los españolismos e incluso los catalanismos que infestan las traduciones que llegan de España. Valdría la pena preguntarse sobre el grado de responsabilidad que los traductores mismos y los correctores de estilo tienen en ello, y en cualquier caso en qué medida la lengua que se escribe en la mayor parte del ámbito hispánico es un estándar creado en no escasa medida, a través de ellos, por el sistema editorial español.

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