Defensa de la traducción poética.
Porque si todos podemos citar un puñado de traducciones lamentables y reñidas tanto con la belleza como con la fidelidad a los textos originales, lo cierto es que en el camino de todos nosotros se han cruzado por ventura traducciones no solamente dignas, sino muchas de ellas de una gran hermosura y singularidad. ¿Qué, si no, hizo Fray Luis con el Cantar de los cantares, o Cernuda con Hölderlin?
Eso es lo que ha hecho ahora Enrique Baltanás con Vincenzo Cardarelli: una traducción llena de belleza y aciertos expresivos que renuncia a enmendarle la plana al autor del que parte para, eludiendo la versión libre, alcanzar la excelencia. No trata Baltanás de usar a Cardarelli como punto de partida para un poema propio, y, sin embargo, paradójicamente, consigue en El tiempo tras nosotros unos poemas que se leen como si hubieran sido originalmente escritos en nuestra lengua. Es honesto en ello, y firma como traductor —magnífico traductor, nada más y nada menos—; pero si en estos tiempos de plagios e “intertextualidades” bastardas hubiera decidido omitir el nombre del italiano y figurar él como autor del poemario, muchos, a tenor de la factura impecable de sus versos, lo habríamos tomado por verdadero creador de estos poemas un punto melancólicos y románticos en los que reverbera el eco de Leopardi.
Es honesto, dije; no como esa señorita, de cuyo plagio de un libro de Antonio Colinas uno lamenta haber vendido ejemplares en la librería que dirige. ¡Pobre y saqueado Sepulcro en Tarquinia! Tarquinia, que junto con Venecia guarda ecos de la mejor poesía española de la segunda mitad del siglo XX. Tarquinia, en donde nació Cardarelli en 1887, cuando la pequeña ciudad aún se llamaba Corneto, y no Tarquinia. En lo lírico, que no en lo geográfico, Tarquinia queda no lejos de Venecia, de la que Cardarelli dio una de sus más hermosas estampas en “Otoño veneciano”, cuyos cuatro últimos versos acarreaba uno —y perdón por la autocita— a su libro Las ciudades del hombre con voluntad de escapar del lugar común y buscar los callejones menos transitados del mito Venecia. No me atrevía entonces a ofrecer una traducción que empañara el original, así que cité sin más el texto italiano. Hoy sin dudarlo le agregaría los endecasílabos, el heptasílabo y el alejandrino de Baltanás: “Sólo el naufragio del invierno cuadra / a esta ciudad, Venecia, que no vive, / que tampoco florece / sino como una nave enterrada en el mar”.
He mencionado un heptasílabo. Añadiré ahora dos: uno es el título de esta antología, El tiempo tras nosotros. El otro es el del anterior libro de poemas de Enrique Baltanás, El círculo del tiempo. Como si todo fuera una continua persecución, como una noria hecha de transcurso y finitud, de eterno retorno, Baltanás ha dado a la antología de Cardarelli de hoy un título que podría ser intercambiable con el de su propio poemario de ayer, tanto llegan a identificarse traductor y traducido, con sensibilidades no muy desparejas. Su alquimia nos hace evocar la de Boscán, y sobre todo la de Garcilaso, al aclimatar a nuestra lengua esa herramienta, el endecasílabo, que para el poeta no es inferior en importancia a la invención de la rueda o el hallazgo del fuego. Los suyos son, como los de Cardarelli, blancos, sin la impureza de la rima, y modélicamente acentuados. Confesaré que en muchos casos me parecen preferibles a los originales. Y ello sin postizos, afeites ni embellecimientos. Con fidelidad no sólo a Cardarelli, también a la prosodia.
Enrique Baltanás, que ha traducido también —tan bien— a Goethe, me permitirá que termine este breve y mal hilvanado comentario con una cita de Jorge Luis Borges procedente de su obra Literaturas germánicas medievales, y que tan alto deja a quien como él, con esfuerzo y generosidad, sin estridencias, quedamente, nos ha dado una traducción de las que hacen época. Oigamos a Borges: “Beda, muy enfermo, estaba traduciendo al anglosajón el Evangelio de San Juan. El amanuense le dijo: «Falta un capítulo». Beda le dictó la traducción; luego el amanuense dijo: «Falta una línea, pero estás muy cansado». Beda le dictó esta línea; el amanuense dijo: «Ahora ya está concluido». «Sí, está concluido», dijo Beda, y poco después había muerto. Es hermoso pensar que murió traduciendo; es decir, cumpliendo la menos vanidosa y la más abnegada de las tareas literarias”.
Por edad y energías, de Enrique Baltanás hemos de esperar aún muchas y espléndidas traducciones. Que el Dios de Beda el venerable le conceda larga vida para verter otros textos. Sin vanidad, con abnegación, hoy nos ha ofrecido un libro de alta lírica memorable.
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