martes, 2 de octubre de 2012

El caso de Marcelo Cohen

La crítica e investigadora Nora Catelli (foto) participó en el número de Ñ con un artículo donde repasa las circunstancias de las distintas generaciones de traductores argentinos en España, deteniéndose especialmente en el caso paradigmático de Marcelo Cohen.

Traslados, exilios, debates  

Hubo y hay al menos tres generaciones de traductores latinoamericanos en la España de los últimos cuarenta años. Los que habian llegado antes de nuestros golpes de estado, desde José Donoso, María Pilar Donoso y Alberto Cousté a Marcelo Covián o al evanescente Federico Gorbea. Los exiliados que eran además narradores, poetas, dramaturgos, humoristas, periodistas o profesores: esa lista extensísima en la que no se puede prescindir de Mario Merlino, Rodolfo Vinacua o Susana Constante. Los que todavia no tenían oficio, porque llegaron casi en la adolescencia o en la primera juventud y se convirtieron en traductores y correctores en España, aunque conservasen el oido doble y, por ello, fuesen doblemente conscientes de que la traducción es elección y en su caso lo sería, siempre, entre dos léxicos, dos argots, dos organizaciones de la frase, dos espíritus del lugar: Gerardo di Masso, Andy Ehrenhaus, Jonio González.

Es conocido el repertorio de desdenes que sufrieron, no por haber traducido mal (lo cual sucede en muchos casos y en todas las sociedades, sea lo que sea traducir mal) sino por hacer audible otra lengua literaria dentro del castellano: Francisco Umbral excedió en la injuria, Maruja Torres o Javier Coma fueron patética correa de trasmisión de un malestar que atravesaba las redacciones de las revistas, las editoriales con sus correctores, los suplementos literarios. Por supuesto, había excepciones: nunca oí a Carlos Barral –que usaba el “recién” a nuestra manera y cuya madre era argentina– o a Esther Tusquets desestimar públicamente una traducción porque no sonase peninsular.  

La historia de los desdenes y el debate en torno de la propiedad de la lengua, que es también la propiedad de las editoriales, los medios de prensa y las multinaciones suele congelar en la posición del esclavo al traductor argentino. Se fija así el retrato del nunca del todo asimilado americano a los usos españoles, el ofendido acopiador de insultos o el necesario detector de todas las mascaradas y apropiaciones que, a través de adaptaciones y torpes variaciones léxicas han convertido en artefactos ilegibles, pseudo españoles, traducciones argentinas de la época dorada de la edición rioplatense.

No abundaré aquí en ese repertorio inacabable: al revés, quiero detenerme en alguien que desempeñó todos los papeles del exiliado en el medio literario español y, al volver a Argentina, imaginó que el centro del idioma podia trasladarse a Latinoamérica (Buenos Aires, Bogotá) y sumar a los españoles a una tarea común que, en lugar de igualar los registros de la lengua, la hiciese convivir en el choque literario y lingüístico: Marcelo Cohen, que vivió en Barcelona entre 1975 y 1996. No sólo lo imaginó sino que lo realizó. Se convirtió en gestor y editor, en mediador, en administrador de ese vértice inesperado de la vida editorial argentina y latinoamericana. En los años noventa del siglo XX diseñó la traducción de todo Shakespeare por escritores de todas las variantes del castellano, incluída la española que esta vez, invirtiendo la centralidad que es su más preciado –y, a esta altura, injustificado– valor normativo, era una más entre otras. La colección apareció en 2000.

El episodio es casi secreto porque la editorial, Norma, ha desaparecido y no se consiguen los libros salvo por la red, pero sus consecuencias –o su volatilidad– serán algún día estudiadas de muchas maneras.  Cohen no hizo una lista diplomática, sino una consciente de las posibilidades de aquellos escritores que él había leído y conocía ya. Esa consciencia viene de las muchas y variadas experiencias que él realizó en Barcelona: había sido el primero en verter al castellano a uno de los renovadores de la narrativa catalana, Quim Monzó y, por tanto, en inventar una prosodia local –una prosodia local fabricada por alguien no local– que pudiese transmitir en español la flexión innovadora de ese nuevo catalán de la ciudad moderna y postfranquista. Y tradujo del inglés, y en menor medida del francés y del italiano, en esos años, mucho de lo que circulaba por Barcelona. Hubo un maestro: Francisco Porrúa era su mentor. Cohen tenía y tiene un talante infatigable y una convicción clásica del intercambio lingüístico.  Clásica, es decir, prerromántica: posee la idea de que la traducción, más que reverenciar el original, debe expandir, a través de la extrañeza y la inventiva, la lengua propia. Cada línea traducida al castellano se convierte, en él, en nuestra tradición literaria: sea ciencia ficción, el joven Samuel Beckett, Giacomo Leopardi, Henry James o Francis Scott Fitzgerald. Y Cohen tiene, además, una bonhomía que es característica de aquel que no se resigna a la periferia, de aquel que traslada consigo la centralidad del castellano.

Por ello, retornado a Buenos Aires, fue capaz de imaginar ese Shakespeare transoceánico y demostrar, frente a sus antiguos colegas españoles, una tolerancia ante las rarezas, pecularidades e idionsicrasias peninsulares –léxicas, constructivas– que en general los españoles no suelen demostrar ante las variantes americanas y por ello mayoritarias, del español.  Imagino el asombro de muchos de los peninsulares que por primera vez en su vida recibían un encargo desde el otro lado. No sé cuántos aceptaron de entre los invitados, pero vale la pena analizar la nomenclatura. Los americanos fueron Alejandra Rojas (Chile), Circe Maia (Uruguay), Hugo Chaparro Valderrama (Colombia), César Aira, Mirtha Rosemberg, Marcelo Cohen, Graciela Speranza y Daniel Samoilovich (Argentina), Roberto Apratto (Uruguay), Andrés Hoyos (Colombia), Martín Caparrós y Erna von der Walde (Argentina y Colombia), Jaime Collyer (Chile), Pedro Serrano (México), Alberto Silva (Argentina), Armando Roa Vial (Chile), Carlos Gamerro (Argentina) José Luis Rivas (México), Kurt Folch Maas (Chile) Alonso Alegría (Perú), Tomás González (México),  Pablo Armando Fernández (Cuba) William Ospina (Colombia), Edmundo Paz Soldán (Bolivia), Nicolás Suescún (Colombia), Piedad Bonnet (Colombia), Omar Pérez (Cuba), Roberto Echavarren (Uruguay), Andrés Ehrenhaus (Argentina), Amir Hamed (Uruguay), Alejandro Salas (Venezuela), Juan González (Bolivia), Montserrat Ordóñez (Colombia), y Germán Carrasco (Chile). Los españoles fueron Víctor Obiols y Olivia de Miguel –de Barcelona– y Vicente Molina Foix y Jesús Munárriz, de Madrid. Como una bisagra, testimonio vivo del cruce de registros, contaba como español y mexicano el legendario Tomás Segovia, poeta y traductor de los Escritos de Jacques Lacan.

¿Cuántos se leyeron unos a otros de entre los participantes de Shakespeare por escritores? ¿Hubo encuentros, intercambios de cartas, correcciones, observaciones? ¿Las archiva Cohen? ¿Las dará a los cada vez más numerosos estudiantes de historia de la traducción? ¿Sirvió este episodio para modular las lecturas de Shakespeare y mezclarlas, entre el respeto y el juego?

Se puede aducir que la inversión momentánea del polo de poder que supone un encargo, su realización y su control –todo ello, en mayor o menor medida, lo tuvo Cohen– desestabilizó las reglas férreas del capital simbólico que sostiene la inmensa institución de la lengua castellana con sede en España. Sería demasiado aventurado: las tres generaciones de traductores americanos que vivieron y viven en la península parecen quedar entre los pliegues de la red ideológicamente eficaz de la España monolingüe. Pero no siempre lo han hecho de la misma manera: para Quim Monzó Cohen pergeñó un translated del catalán al español de Barcelona con algo –la frase– que no era del todo español. Y, muchos años más tarde, puso a traductores madrileños y barceloneses a confrontar su tono, su prosodia, su imaginería, con las del mundo exterior, de Aira a Segovia. Silvo Mattoni observó, cuando estaban apareciendo los primeros volúmenes del proyecto cohenesco, que estas versiones o recreaciones mostraban el presente del idioma como una “cuasi totalidad, nunca completa, donde se agita la materia lingüística y donde cada ritmo está haciéndose, mutando, en el mismo momento en que nace”. Por eso, uno de los modos de romper algunos hilos de la red hispánica es leer con atención ese encuentro que Cohen propició y analizarlo como zona ejemplar de la vida de los traductores americanos en España. Las sombras de las tres generaciones, con sus asimilados, sus rebeldes, sus retornados y sus díscolos son parte, todavía, de su existencia.

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