El novelista argentino Oliverio Coelho realizó una importante experiencia como co-traductor de literatura coreana. A ello se refiere en la siguiente nota, publicada en el marco del número especial de Ñ.
Traducción del coreano
Cuando se traduce de una lengua oriental resulta imposible determinar el grado de traición del traductor. La predisposición instintiva, más que la aptitud idiomática, muchas veces hace que ciertas traducciones estén más acabadas que otras. Es que una lengua oriental o bien se conoce a la perfección, o bien permanece en una dimensión confusa. No hay casi término medio. Debido a que el estudio del coreano es bastante reciente en habla hispana, no hay todavía traductores autosuficientes, y quienes hasta ahora se dedican a la traducción son coreanos que se especializaron en castellano y suelen enseñar en universidades de Seúl o alrededores. Conocer una lengua oriental no admite, como sucede con muchas lenguas romances, aventurarse en la traducción, salvo que uno esté dispuesto a pasar un lustro traduciendo una novela. Habilita, sí, el rol de co-traductor. Como sucede con otras lenguas asiáticas, el dispositivo de traducción es bicéfalo si se busca una traducción directa y no mediada por otro idioma como el inglés: por un lado alguien que tiene como lengua materna el coreano; por otro, alguien que escribe en castellano y mantiene con el idioma original del texto una relación afectiva y cultural. Es una opinión discutible, pero cuando uno cotraduce del coreano –y supongo que de cualquier otra lengua que no permita asociaciones etimológicas- el foco no hay que ponerlo tanto en la comprensión del original sino en la captación de malentendidos y en los matices. En otras palabras, el que habla castellano está encargado de pulir la hermenéutica que afantasma la sintaxis del traductor coreano y atender a algunos parámetros culturales que, en una primera versión, pueden quedar desfasados para el futuro lector argentino. Se puede pensar que cotraducir es editar un texto. Pero el rol del cotraductor va más allá: se parece al de un afinador. Según mi experiencia, en este proceso hay que entender la manera en que del coreano pasan al castellano estructuras informes; el modo en que el traductor transporta bloques semánticos que en verdad no tienen equivalencias y que muchas veces no provienen del texto original sino de la manera en que un traductor liga dos lenguas. Ese pasaje de confuso de bloques o masas se da cuando el traductor versiona desde su lengua materna hacia una lengua adoptada como el castellano; cuando escribe en una lengua cuyo léxico y gramática conoce, pero cuya sintaxis proviene de una lengua de otra familia. Mi experiencia más grata cotraduciendo fue Autobiografía de hielo, de Choi Seung ho, junto a la traductora seulita Kim Um kyung. Con ella habíamos preparado ya a cuatro manos una antología de narrativa coreana, Ji-do. El trabajo empezó desde el título, Gélida bibliografía, que condensaba el tipo de malentendido al que hacía referencia más arriba. En este punto media una suerte de artesanía intuitiva respecto al error o al malentendido. Por eso conocer los atributos del traductor es tan útil como conocer el estilo del escritor. A partir del malentendido –y no de un original monolítico- mi trabajo consistió en hacer foco y encontrar en castellano texturas que se correspondieran con la poética del autor. Recién en la segunda revisión, apareció la precisión como posibilidad. Después de un año de intercambio de correos y de versiones, el libro tomó forma. Fue el primer título de lo que terminaría siendo, en la editorial Bajo la luna, una colección de literatura coreana que, entre narrativa y poesía, lleva ya cinco títulos, y tiene un ambicioso plan de edición que incluye por lo menos otros cinco de acá a un año.
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