El 29 de abril de 2012, el narrador y ensayista colombiano Héctor Abad Faciolince publicó la
siguiente columna de opinión en el diario El
Espectador, de su país.
Traductores
Conozco oficios útiles que no son
hermosos: cajero de banco (pasarse la vida contando plata ajena), embalsamador
(tratar lo muerto para que no se pudra), matarife (descuartizar animales).
Por necesarias que sean estas
profesiones, no me gustaría reencarnar en enterrador, en verdugo, en carnicero.
Otros oficios, en cambio, tienen una dignidad estética que los hace bellos:
panadera, cocinero, carpintero. Me dedicaría a ellos sin chistar, si tuviera
otra vida. Pero entre los oficios bellos que existen, quizás el más hermoso que
hay sea el de traductor.
Saber que no distingo ni una
letra del alfabeto cirílico, que no entiendo uno solo de los miles de
caracteres japoneses, saber que de las letras griegas apenas si distingo el
alfa y la omega, no entender ni uno solo de los jeroglíficos egipcios y haber
leído, sin embargo, el Libro de los
Muertos, haberme conmovido con Tolstói, haber entendido a Basho, a Platón,
y tener al menos una remota idea de sus ideas. Por esta sola magia los
traductores merecerían muchos más homenajes que los sociólogos y los
psicoanalistas, que los banqueros y los políticos. Pero no: rara vez se los
celebra y rara vez se exalta su oficio.
Hay un solo oficio que me gusta
más que el de traductor, tal vez porque es más descansado, menos duro y más
irresponsable: el de lector. Pero si uno lo mira y lo piensa bien, el traductor
no es otra cosa que un lector exacerbado, un lector excesivo, minucioso,
obsesivo, preciso y necesario. Dijo una vez Antonio Muñoz Molina: “El traductor
es el lector elevado al grado máximo, el que presta a un libro una atención que
a veces ni siquiera el autor le ha dedicado”.
Pero fuera de buen lector, el
traductor literario tiene que ser un gran escritor en la lengua de destino de
sus traslados. Si no tiene los registros, las herramientas, los recursos
léxicos, sintácticos y narrativos de su propia lengua, si no tiene esa escasa
inteligencia que consiste en comprender (comprender en el más alto sentido de
la palabra) fracasa como coautor, que es aquello en lo que en realidad se
convierte cuando es bueno. Lo que no puede ser es un escritor tan lleno de
estilo, tan dueño de una prosa idiosincrásica, que haga parecer como si fueran
propios los libros ajenos que traduce. Gogol dijo que el “traductor ha de ser
transparente como el cristal”. Lo que debe notarse son las características, las
bondades, incluso a veces los defectos del texto original, las manías, los
tics, los hallazgos... A veces, si el escritor está vivo y puede consultársele,
el buen traductor nos salva muchas veces de nuestras tonterías, inexactitudes,
errores y distracciones. Nos corrige y nos mejora. Dos grandes traductores
presentes en la Feria
del Libro me han hecho ese favor: Anne McLean y Albert Bensoussan; esta nota
quiere ser un amoroso reconocimiento a su trabajo.
Elke Wehr, una gran traductora al
alemán, decía que todo el día todos nosotros estamos traduciendo. En este
momento ustedes traducen las letras que están leyendo a un lenguaje mental, el mentalese, la muda lengua del
pensamiento, que es lo que nos permite entendernos. Cuando uno no conoce una
palabra y busca su definición, está traduciendo un sonido no a otra lengua,
pero sí al pensamiento. Fíjense en esta antigua palabra castellana que designa
un oficio: mamporrero. Es posible que muchos de ustedes no sepan lo que quiere
decir. Bueno, de ahora en adelante la entenderán y quién quita que hasta un día
la usen en la casa: el mamporrero es quien toma el miembro de un caballo y lo
dirige a la vulva de la yegua para ayudar a que quede preñada: la idea, la
acción, tiene su encanto (o su asco) y es compleja, pero queda resumida en una
sola palabra muy expresiva. Traducir es eso: entender lo que es un mamporrero y
guardarlo en la mente, y si son tan berracos, pasarlo con precisión y
expresividad a una lengua distinta.
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