El 3 de mayo de 2012, Tulio
Elí Chinchilla, columnista del diario El
espectador, de Colombia, y profesor de la Facultad de Derecho y
Ciencias Políticas (Universidad Pontificia Bolivariana), publicó la siguiente opinión.
Traducciones
Un desprevenido lector del Salmo
23 pasará por alto que uno de los versos de este poema de David ha sido
traducido con tres significados bastante lejanos entre sí: el Señor... “repara
mis fuerzas” (Biblia del Peregrino, por Luís Alonso Schökel); “recrea mi alma”
(Nácar-Colunga); y “confortará mi alma” (Reina-Valera). Pero en la lengua
original de tal texto (hebreo y caldeo-arameo), cada una de estas expresiones
puede comportar una distinta visión de la trascendencia humana.
En el Padre Nuestro de la Misa actual pedimos perdonar
“nuestras ofensas, como perdonamos a los que nos ofenden”; fórmula muy distinta
a la del original griego (Mateo 6, 9-13) que decía: “perdona nuestras deudas,
como nosotros perdonamos a nuestros deudores”, traducida inicialmente al latín
como: et dimitte nobis débita nostra,
sitcut et nos dimittímus debitóribus nostris, con su profundo mensaje de
solidario desprendimiento económico.
No exagera Héctor Abad Faciolince
cuando enaltece el arte de traducir como el más bello de los oficios (El
Espectador, pasado 29 de abril). El traductor es un viajero que nos regala
admirables tesoros, traídos de lejanas tierras o rescatados de profundos mares
a los que jamás podríamos llegar. Pero encarna también una gran
responsabilidad: el traductor nos vende tesoros creados por él mismo y nos hace
adoradores de sus propios dioses. Es inevitable: nuestra fe está mediada por
los traductores de textos sacros. Lutero partió la unidad ideológica de Europa
con la traducción del Nuevo Testamento al idioma alemán y las guerras de
religión fueron larvadas como guerras de traducciones.
El lector del Fausto en español jamás sabrá cuál de
estas dos afirmaciones, radicalmente diversas, es la que realmente hace el
bufón del Prólogo, si la de Aguilar: “de lo que ya está hecho, nada bueno puede
sacarse; mas siempre agradece todo el mundo lo que está en vías de hacerse”; o
la de Planeta: “con el hombre maduro no hay nada que hacer, pero el que está en
gestación, siempre lo agradece”. En realidad hemos leído a dos autores inseparables:
Goethe y su traductor. En el sublime verso de San Pablo (I Corintios 13), ¿qué
será lo que hace de nuestra elocuencia algo más que simple retumbar de campana
o reteñir de címbalo: la “caridad” (Nácar-Colunga) o el “amor” (Reina-Valera)?
A veces los intereses terrenales
matizan la traducción. Así, la editorial Gedisa publicó Law’s Empire, de Ronald Dworkin, bajo el título vendedor de El imperio de la justicia (olvidando la
distancia sideral entre ley y justicia). Pero, en ocasiones, tales mutaciones
provienen de la intraducibilidad (ausencia de equivalentes) de ciertas
expresiones foráneas. Traducir con el título La mujer justa, la novela de Márai, puede despistar al sugerir la
idea de virtud ética, cuando, en realidad, tal obra alude a la “mujer apropiada”
para alguien (así aparece en la versión castellana inicial, como expresión
cercana a “la precisa”).
No hay comentarios:
Publicar un comentario