Vladimir Nabokov |
Servidumbre y grandeza de la traducción (IV)
Hora es ya, sin embargo, de decir
algo a favor de la traducción o, al menos de una forma de traducción: la
documental practicada en los organismos internacionales. Debo adelantar que,
aunque mi contacto con las Naciones Unidas haya sido casi constante desde 1965,
fecha en que, tras superar un examen, ingresé en ellas como funcionario, los
datos que puedo ofrecer se basan, casi exclusivamente, en mi propia
experiencia. Y pido perdón por tener que recurrir a mi biografía personal, lo
que volverá a ocurrir a lo largo de este discurso.
La resolución 32 del primer
período de sesiones de la
Asamblea General de las Naciones Unidas, en 1946, recordó que
la Conferencia
de San Francisco de 1945 había adoptado una resolución, según la cual el
artículo de la Carta
relativo a la admisión de nuevos Miembros no se aplicaría a aquellos Estados
“cuyos regímenes se hubieran instalado con el apoyo de las fuerzas armadas de
países que lucharon contra las Naciones Unidas”.
El idioma español, sin embargo,
no corrió nunca peligro de no ser admitido como idioma oficial de la Organización , dado
que más del 30% de los países que asistieron a esa Conferencia eran de habla
española (18 países, salvo error). Con todo, la realidad es que España no tuvo
voz (aunque México se la prestara) durante algunos años.
Lo cual no quiere decir que
exiliados españoles no participaran desde el primer momento en las actividades
de la Organización ,
porque, como es sabido, la guerra civil española irradió hacia el exterior un
número impresionante de republicanos, muchos de ellos de alto nivel
intelectual. Debo destacar la importancia que ha tenido siempre, en la
traducción al español en las Naciones Unidas, el exilio. Y no sólo el que fue
consecuencia de la guerra civil española, sino también el exilio argentino, el
uruguayo, el chileno, el exilio cubano... Y, si se añade a las Naciones Unidas
en sentido estricto la constelación de organismos especializados pertenecientes
a su (entre comillas) “familia de organizaciones”, la dispersión de los traductores
de habla española por el mundo resulta asombrosa.
Siempre me pareció
extraordinaria, por ejemplo, la posibilidad de compartir despacho en las
Naciones Unidas con un exembajador chileno, con un exdecano de la Facultad de Derecho de la Universidad de
Montevideo, con –José Ángel Valente– uno de los mejores poetas españoles del
pasado siglo, con un novelista de talla universal como el argentino Julio Cortázar
o con el poeta, también argentino, Juan Gelman, y también con diputados,
magistrados, catedráticos o políticos de todos los países hispanonoamericanos.
Una consecuencia (y una
dificultad) de la pluralidad de nacionalidades representadas en la sección de
traducción española es que todos –traductores y revisores– tienen que aceptar que
el español, el castellano, no es patrimonio exclusivo de ningún país. A partir
de 1955 España entró en las Naciones Unidas como miembro de pleno derecho, por
resolución 995 del décimo período de sesiones de la Asamblea General ,
y el número de traductores procedentes de España aumentó, pero, dado el grado de
cohesión entre el español culto de todos los países de habla española, nunca
hubo dificultades insalvables, y la sección española cumplió, y sigue
cumpliendo, su segunda misión principal (la primera es facilitar el
entendimiento entre los delegados), que es la de conservar y renovar el idioma
español.
Además, en su afán diario por
forjar un castellano culto, la
Sección de Traducción ha tenido siempre muy claras dos cosas:
para quién traduce y quién fija las normas de la lengua española. Son en
definitiva los países Miembros (con mayúscula según la ortografía de la Organización ) los que
sancionan o aprueban la terminología, y muy especialmente en lo que se refiere
a sus propios nombres. Si un buen día la Costa de Marfil decide llamarse en todos los
idiomas Côte d’Ivoire, la Sección
no tiene nada que decir. Por otra parte, la Sección acata en principio todas las decisiones
de la Real Academia
Española, por ejemplo en materia de ortografía de esos nombres, pero solo, como
se subrayaba recientemente en una nota terminológica emanada de la Organización , “a
reserva de la opinión decisiva de los países interesados”.
Mi llegada a las Naciones Unidas
tuvo para mí dos efectos importantes: en primer lugar, comprendí, no teórica
sino prácticamente, que el español no era la lengua de España y los españoles
sino la de 22 países y cientos de millones de personas. Y luego aprendí rigor
(no se podía traducir cualquier cosa por simples preocupaciones estilísticas),
respeto a los precedentes (sin perjuicio de poder proponer las innovaciones que
estimase necesarias) y responsabilidad (las consecuencias de las resoluciones
de la Asamblea
General o, sobre todo, del Consejo de Seguridad podían ser
muy graves en todos los órdenes).
El nivel de mis compañeros, no
solo los veteranos sino también, muchas veces, los recién llegados, hacía que la Sección fuera para mí un
lugar donde aprendía a diario a escribir español. Y muy pronto adopté como
máxima el viejo proverbio castellano que citó en Valencia Antonio Machado en el
Congreso Internacional de Escritores de 1937: “Nadie es más que nadie”... Aunque había pasado ya por un par de
universidades españolas, las Naciones Unidas fueron para mí, en todos los
sentidos “mis universidades” (para utilizar la expresión de Máximo Gorki). Y el
antiguo Manual de instrucciones para los
traductores de la Organización recogía tres principios que, como
guía, me siguen pareciendo plenamente válidos para cualquier tipo de
traducción: “uniformidad terminológica, claridad sintáctica y concisión
estilística”. Un día me di cuenta de que también aquellos documentos que
traducía, muchas veces áridos, eran literatura.
¿Cuál sería la valoración del
traductor de las Naciones Unidas en la escala que va de la servidumbre a la
exaltación? Por un lado, se trata de un traductor excepcional, por el simple hecho
de estar bien remunerado. Además sabe que trabaja para una causa noble. Sin
embargo, la verdad es que dista mucho de ser un hombre libre: teóricamente al
menos, todo su tiempo está al servicio del Secretario General de las Naciones
Unidas y el anonimato de su tarea es absoluto, aunque puedan exigírsele por
ella responsabilidades. Por otra parte, y por encima de sus propias
convicciones, debe someterse, en cuestiones lingüísticas, a lo que decidan los
delegados de los países de la Organización. Es decir, se trata de una profesión
que tiene sus luces y sus sombras.
Sea como fuere, quiero expresar
aquí y ahora mi agradecimiento sincero a mis colegas de las Naciones Unidas,
que en Nueva York, Ginebra, Viena y en realidad en el mundo entero, me enseñaron
todo lo que sé, poco o mucho, sobre traducción.
***
En 1985 yo enseñaba “Teoría de la
traducción” en el Instituto de Lenguas Modernas y Traductores de la Universidad Complutense
de Madrid. Mi predecesor, que se jubiló entonces, fue D. Valentín García-Yebra
y mi sucesor luego D. Javier Marías, lo que, unido a que el Instituto había sido
creado y dirigido por D. Emilio Lorenzo, parece indicar que esa institución es
una buena cantera de académicos.
El
libro de cabecera de mis alumnos, todos ellos graduados universitarios, era la Teoría y práctica de la traducción de García Yebra (García Yebra, 1982), y yo me dediqué
también a enseñarles teoría... y sobre todo práctica de la traducción. El primer
día de clase les cité la inmortal frase de Mefistófeles: “Gris, caro amigo, es
toda teoría, / y verde el árbol dorado de la vida”(3), pero jamás volví a
repetírsela.
(3) “Grau, teurer Freund, ist alle Theorie, / Und
grün des Lebens goldner Baum” (Goethe, 2010: versos 2038 y 2039, págs. 144 y
145).
En aquella época los estudios de
traductología estaban casi en sus comienzos: Mounin, y Steiner eran
imprescindibles, Vinay/Darbelnet también y pronto vino el deslumbramiento de L’épreuve de l’étranger del
gran Antoine Berman (Berman, 1984).
En los años que siguieron, en
realidad hasta hoy, las teorías se multiplicaron y las facultades de traducción
e interpretación proliferaron en España. Se llegó a una especie de escolástica (“escolastismo”
diría Miguel de Unamuno) en la que los traductólogos enseñaban fundamentalmente
a aprendices de traductólogos. Y alguien hizo una parodia becqueriana:
No digáis que, agotado
su tesoro, / de asuntos falta, enmudeció la lira. / Podrá no haber traductores,
pero siempre / habrá traductología.
Hoy, después de estudiar mucha teoría y teorías de la
traducción (excelente el libro de Anthony Pym, Exploring Translation Theories (Pym, 2010)) estoy convencido de que posiblemente
nunca tendremos una teoría de la traducción que valga para todo y para todos.
Creo que, muy benjaminianamente, cada nueva teoría complementa a las
anteriores, iluminando nuevas facetas. Klaus Reichert ha sido más pesimista:
“No hay ningún método de traducir, ninguna teoría. Toda teoría puede refutarse
con otra: todo método vale solo para el ejemplo con que se quiere demostrar.”
(Reichert, 2003: pág. 298).
Ahora bien, ¿qué significa la
teoría para la independencia, para la afirmación del traductor y la traducción?
Hay dos autores que me gustaría
traer ahora a colación: Benjamin y Nabokov. Walter Benjamin es quizá el teórico
de la traducción más citado, muy especialmente por su obra La tarea del traductor. Paul De Man dijo una vez que “en la
profesión no eres nadie a menos que hayas dicho algo sobre ese texto” (De Man,
1985). Aunque no se trate precisamente de una prosa diáfana, para Benjamin
parece haber algo indudable: cada nueva versión de una obra en otra lengua
provoca su supervivencia y la ilumina de una forma distinta. En definitiva, si
su afirmación se completa con las teorías que expone en otros ensayos (como La obra de arte en la época de su reproducibilidad
técnica (Benjamin, 2011),
no resulta demasiado atrevido llegar a la conclusión de que, para él, una obra
literaria es esa obra más sus traducciones a los distintos idiomas. Todas las
versiones son equivalentes y ninguna de esas versiones (y ninguno de sus
autores) es “superior” a los demás.
En cuanto a Vladimir Nabokov, hay
que situarlo claramente en el bando de la servidumbre de la traducción. No es
casual que escribiera un artículo titulado precisamente “The Servile Path”, la
senda servil (Nabokov, 1959). Al menos en su traducción del Eugenio Oneguin de
Pushkin, en la que tardó cinco o seis años, Nabokov rechaza todo lo que no sea
la más pedestre fidelidad. Su trabajo es un trabajo de eslavista para eslavos, casi
se podría decir de esclavista para esclavos. Como el mismo Nabokov confesó en
una entrevista en 1962, “a la fidelidad
de la transposición lo he sacrificado todo: elegancia, eufonía, claridad, buen
gusto, uso moderno e incluso corrección gramatical”. Habla de “transposición”
y no de traducción, pero su Eugenio Oneguin
no es tampoco una transposición, sino, a lo largo de sus cuatro volúmenes, una especie de inmensa
exégesis y explicación de la novela de Pushkin. No obstante, lo que importa es
que, aunque pueda discutirse si el Oneguin de
Nabokov es o no una verdadera traducción (un tipo de traducción absolutamente
literal), parece evidente que no se trata
de una copia, sino de un original acompañado por un aparato crítico
desmesurado. Como dice Nabokov, su ideal eran las “notas copiosas, notas que se alcen como rascacielos hasta lo alto de
las páginas, dejando solo el fulgor de una línea textual entre el comentario y la eternidad”. No está muy
lejos de las tesis de Ortega y no resulta muy animador para un traductor que
aspire a ganarse la vida con su oficio.
***
En realidad, hay que recurrir a Borges para liberar al
traductor de su condición de siervo... lo que puede tener consecuencias imprevisibles.
Sin embargo, antes de hablar de Borges quisiera hacer una breve alusión a
Suzanne Jill Levine, profesora de la Universidad de California y famosa traductora al
inglés de literatura latinoamericana. Su libro The Subversive Scribe tiene un título provocativo (literalmente sería “La
escriba subversiva”, aunque podría traducirse, de forma muy libre, como “La
criada respondona”). El libro está dedicado, sobre todo, a la descripción de
sus traducciones de y con Guillermo Cabrera Infante, Severo Sarduy y Manuel Puig,
autores no precisamente fáciles. A pesar del título, Levine reclama su
condición de colaboradora y no de sirvienta. Su intención es hacer al traductor
visible y comprensible, y ya en el prefacio del libro se pregunta “¿Qué es un
traductor? ¿Erudito, lingüista, embaucador, traidor, conquistador o, simplemente,
como ha insinuado Gregory Rabassa [otro famoso traductor norteamericano], un
escritor tímido?”. Levine se contesta a sí misma diciendo que el traductor
puede ser todos esos personajes, pero ella o él tiene que ser escritor (Levine,
2009: págs. i y ii).
En cuanto a Borges, más de un estudioso ha señalado que, en
realidad, su obra entera gira en torno al problema de la traducción (Vidal
Claramonte, 2005). Y Alan Pauls ha observado que “la obra de Borges abunda en
esos personajes subalternos, un poco oscuros, que siguen como sombras el rastro
de una obra o un personaje más luminoso. Traductores, exégetas, anotadores de
textos sagrados, intérpretes, bibliotecarios, incluso laderos de guapos y cuchilleros:
Borges define una verdadera ética de la subordinación en esa galería de criaturas anónimas, centinelas que
custodian día y noche vidas, destinos y sentidos ajenos, condenados a una
fidelidad esclava o, en el mejor de los casos, al milagro de una traición
redentora” (Pauls 2004: pág. 105). Añade Pauls: “A lo largo de su carrera, el
mismo Borges no desaprovechó ocasión para desempeñar ese papel. Los años
multiplican sin cansarse las figuras del parásito: Borges traductor, anotador,
prologuista, antólogo, comentarista, reseñador de libros...”. “Es uno de los
axiomas básicos en los que descansa la política borgeana: original siempre es el otro”. “Forma de ficción parasitaria, la
traducción es el gran modelo de la práctica borgeana” (pág. 111).
Las ideas, luminosas ideas, de
Borges sobre la traducción se encuentran esparcidas por toda su obra, pero,
sobre todo, en “Las dos maneras de traducir”, de 1926, “Las versiones homéricas”,
de 1932 y “Los traductores de las 1001 noches”, de 1935. Mención aparte merece
sin duda el “Pierre Menard, autor del Quijote”,
para George Steiner “probablemente el más agudo y denso comentario que se haya
dedicado al tema de la traducción” (Steiner, 1981: pág. 91) y, para Waisman, el
mejor analista del Borges traductor, “probablemente el comentario más lúcido de
Borges sobre las relaciones entre lectura, escritura y traducción” (Waisman,
2005: pág. 13).
La historia que relata ese ensayo es conocida: Pierre Menard,
dice Borges, “No quería componer otro Quijote –lo cual es fácil– sino el Quijote.
Inútil agregar que no encaró nunca una transcripción mecánica del original: no
se proponía copiarlo. Su admirable ambición era producir unas páginas que
coincidieran –palabra por palabra y línea por línea– con las de Miguel de
Cervantes” (Borges,1979: I, pág. 334).
El ya citado Waisman dice que, “con demasiado frecuencia se
juzga que la traducción «propiamente dicha» conduce a copias inferiores al
original” (Waisman 2005: pág. 20). “Mediante una inversión que nos obliga a repensar
los conceptos en juego, Borges desplaza el acento: sugiere que no hay «textos definitivos»;
solo borradores y versiones”. (pág. 47). En “Las versiones homéricas”, Jorge
Luis Borges deja caer su frase lapidaria: “El concepto de texto definitivo no
corresponde sino a la religión o al cansancio” (Borges, 1980: I, pág. 87).
Por otra parte, en su ensayo sobre “Los traductores de las
1001 noches”, la inmortal Alf Layla wa-Layla, Borges, al comparar las diversas versiones, no
hace intento alguno de referirlas al original, del que parece considerarlas
independientes. Cree que las traducciones no tienen por qué ser inferiores al original
y en “Las versiones homéricas” habla de “la superstición de la inferioridad de
las traducciones” (Borges 1980: I, pág. 88), sosteniendo que el mérito de una
traducción no radica en la lealtad, sino en cómo usa el traductor la infidelidad
creadora para
reinscribir la obra en un contexto nuevo (Waisman, 2005: pág. 229).
Borges, en “Sobre el Vathek
de William Beckford”, incluido en Otras inquisiciones, hace su afirmación
más extrema: “El original es infiel a la traducción” (Borges, 1979: II, pág.
253). Ese libro, que “pronostica, siquiera de un modo rudimentario, los
satánicos esplendores de Thomas de Quincey y de Poe, de Charles Baudelaire y de
Huysmann”, Beckford lo escribió en francés en 1782, y Samuel Henley lo tradujo
al inglés en 1785. El francés del siglo XVIII es menos apto que el inglés para
comunicar los “indefinidos horrores” de la singularísima historia, y la traducción,
según Borges, se convierte en el verdadero original.
Frances R. Aparicio señala que,
en realidad, Jacques Derrida va más lejos aún que Borges, al afirmar que, si
hay una deuda en la traducción, es la del autor del primer texto con sus
eventuales traductores. “El original es el primer deudor, el primer demandante,
quien comienza por echar en falta y llorar por la traducción” (Derrida, 1985:
pág. 228). En cualquier caso, las tesis de Borges, por iluminadoras y geniales
que sean, y aunque sirvan para dar al traductor muchas ideas sobre las que reflexionar
y para liberarlo de complejos, son peligrosísimas cuando se trata de formar
nuevos traductores. ¿Como animar a los alumnos a practicar la “infidelidad
creadora”, cómo defender una “mala traducción” como equivalente, por lo menos,
a una “buena”?
Tal vez las opiniones, mucho más
reposadas y menos “subversivas” de Octavio Paz resulten más útiles en la
práctica, aunque probablemente, sobre todo, en el ámbito de la poesía. En
primer lugar, resulta curioso que Paz, que se mueve en un terreno poético, haya
descrito las destrezas artísticas y lingüísticas del traductor de una forma
metafórica, pero muy gráfica: “Pasión y casualidad pero también trabajo de
carpintería, albañilería, relojería, jardinería, electricidad, plomería… en una
palabra: industria verbal” (Paz, 1978: págs. 6 y 7).
Según la ya citada Frances R.
Aparicio, para Paz el vigor de la traducción dentro del contexto de la
literatura moderna se explica, en primer lugar, por la gradual desaparición del
concepto de autor y autoría que comienza a tomar vigencia desde el movimiento
simbolista (Aparicio, 1991: pág. 66). Paz estima que “es como si el que traduce
se reencarnara en el primer autor, tratando de recrear su mundo interno para
transponerlo al suyo propio, escuchando «la voz de la otredad» que es, a su
vez, su propia voz” (Paz, 1974: pág. 207).
Para Paz, “cada traducción es,
hasta cierto punto, una invención y así constituye un texto único” (Paz, 1971:
pág. 9). ¿Es realmente la traducción un género literario, como afirmaba Ortega?
¿O más bien una función especializada de la literatura, como dice Octavio Paz,
que llama a traducción y creación “o p eraciones gemelas” (Paz, 1971: pág. 14)
y subraya la objetividad y el respeto hacia el texto original como uno de los
ideales del traductor? La “veneración” del texto “exige” la fidelidad. Gracias a
ese respeto por lo diferente, por el otro, la traducción cumple su tarea
civilizadora. El traductor, al reconocer lo otro, “se obliga a reconocer que el
mundo no termina en nosotros y que el hombre es los hombres” (Paz, 1975: pág.
162).
***
continúa en la entrada de mañana
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