viernes, 6 de septiembre de 2013

Discurso de Miguel Sáenz en su entrada en la RAE (V)

Salman Rushdie
Quinta parte del discurso de Miguel Sáenz en su entrada a la Real Academia Española.

Servidumbre y grandeza de la traducción (V)

Quisiera hacer ahora una breve digresión, también autobiográfica, que sin embargo guarda estrecha relación con el estatus del traductor en la sociedad española, en nuestra sociedad actual. ¿Por qué se supone que un traductor debe ser, al menos idealmente, solo traductor? ¿Por que se piensa que debiera poder vivir exclusivamente de la traducción? ¿No es su situación asimilable, por ejemplo, a la del poeta?

A finales de los años setenta, Jaime Salinas, hijo de Pedro Salinas y gran editor, creó un comité de lectura para la editorial que entonces dirigía. El comité celebraba sus sesiones, de periodicidad irregular, en el edificio Torres Blancas de Madrid, y creo que nadie ha escrito seriamente sobre él, a pesar de que su influencia en la vida cultural española fue importante. La composición del comité era de lo más diverso: además del propio Jaime Salinas formaban parte Luis Goytisolo, que se trasladaba desde Barcelona para asistir a las reuniones, la invencible pareja de juanes (es decir, Juan Benet y Juan García Hortelano), nuevos valores en alza de la literatura española, como un joven Javier Marías y un no menos joven Juan José Millás, críticos como Rafael Conte, traductores como Esther Benítez, Amaya Lacasa, Pablo Sorozábal, Eduardo Naval o yo mismo, una jovencísima Michi Strausfeld (que revolucionó desde allí, con importaciones en lengua alemana, la literatura infantil y juvenil española) y toda clase de escritores y literatos de paso por Madrid que podían ser un Julio Cortázar o un Vicente Molina Foix.

Lo interesante es que los traductores no desempeñaban solo su función de traductores sino que actuaban también como exploradores, críticos, descubridores e informantes. Jaime Salinas, que tenía necesidad de expertos en literatura alemana, decidió un día buenamente convertirme en uno de ellos, por lo que le estaré siempre agradecido. La consecuencia fue que, para estar a la altura de lo que me pedía, estudié filología alemana en la Universidad Complutense, donde tuve como profesor a D. Emilio Lorenzo, a quien debo también un profundo agradecimiento, porque no solo fue un espléndido traductor (ahí están su Cantar de los Nibelungos y sus traducciones de Jonathan Swift) sino también un gran maestro, capaz de hacer compatibles la más profunda erudición con la mayor amenidad.

Mi camino por la germanística me llevó hasta la Deutsche Akademie für Sprache und Dichtung, la academia alemana de lengua y literatura (o, literalmente, poesía). Y al respecto debo expresar asimismo mi reconocimiento a los académicos que fueron mis introductores en ella: el profesor Hans-Martin Gauger de la Universidad de Friburgo, gran romanista, y el profesor Eustaquio Barjau, catedrático emérito de Literatura y Filosofía alemanas de la Un i versidad Complutense de Madrid.

No voy a hablar ahora sobre la Deutsche Akademie für Sprache und Dichtung, muy distinta de esta Real Academia Española y más centrada en la literatura, pero de composición igualmente heterogénea. Solo quisiera decir que, además de conceder anualmente el premio Büchner, la más alta recompensa de la literatura en lengua alemana, otorga otros premios, como el Sigmund Freud, para prosa científica, el Johann Heinrich Merck, para crítica literaria y el Johann Heinrich Voss, para traducciones al alemán (cuya lista de galardonados incluye a los mejores traductores alemanes). Pero me interesa resaltar especialmente el premio Friedrich Gundolf, que lleva el nombre de este gran germanista y a cuya comisión pertenezco, porque es una recompensa que, destinada originalmente a la difusión de la germanística en el extranjero, es decir, a profesores universitarios, cambió sus estatutos en 1990 y en la actualidad premia simplemente la difusión de la cultura alemana, lo que ha hecho que recaiga en personalidades como Giorgio Strehler, Massimo Cacciari o Imre Kertész... y también, y esto es lo importante ahora, en traductores, como reconocimiento a su labor de divulgación. En 2011 el premio correspondió a Feliu Formosa, por sus traducciones de literatura alemana al castellano y al catalán, y por su labor de difusión del teatro de Bertolt Brecht en España, en unos años difíciles.

***

Las declaraciones positivas o negativas sobre la traducción podrían multiplicarse. Rafael Cansinos-Assens, gran traductor y uno de los pocos españoles a los que Borges admiraba, nos ha dejado testimonios sobre la picaresca de su tiempo, cuando comprendió que podía ganarse (mal) la vida traduciendo: “Yo torcía el gesto... Eso de traducir, de ve rter al propio idioma los sentimientos ajenos, era algo secundario, servil... Yo quería expresar los míos...” (Cansinos-Assens, 1982: pág. 159).

Lo que interesaría más ahora, creo, sería la trágica picaresca actual, pero hablar de ella rebasaría todos los límites de este discurso. Cuando, tras mi época de las Naciones Unidas, volví a España, me dí cuenta de que mi posición como traductor de literatura no era la habitual. Yo tenía otros medios de subsistencia y podía permitirme el lujo de tratar con los editores en pie de igualdad.

En mi ingenuidad, me imaginaba al traductor ideal como al Inca Garcilaso de Vega ante los Diálogos de amor de León Hebreo. Luis Loayza, excelente poeta, novelista y ensayista (¡y traductor!) peruano lo ha descrito así:

Escribe pausadamente, con el libro italiano frente a él. A veces se detiene y pronuncia en voz alta una palabra, apreciando su peso, su color exacto, antes de escribirla cuidadosamente con letra tímida y redonda. Al acabar un párrafo vuelve a leerlo y altera todavía un término asonante, hace más nítido un adjetivo, somete el ritmo al movimiento general del período. No tiene prisa; unas páginas, unas líneas le son resultado suficiente si consigue verter en limpia prosa española ese pensamiento que ha frecuentado durante años. (Loayza, 1974: pág. 81).

O bien, cuando se trataba de traducir clásicos, me inventaba un diálogo con alguna de las mentes más preclaras de la Humanidad. El soneto “Desde la torre” de Quevedo, tan bellamente glosado por D. Darío Villanueva (Villanueva, 2007) me parecía reflejar mi situación: 

Retirado en la paz de estos desiertos,
con pocos, pero doctos libros juntos,
vivo en conversación con los difuntos
y escucho con mis ojos a los muertos.

Sin embargo, todo aquello tenía poco que ver con la realidad cotidiana. Y de mis compañeros españoles aprendí. Sobre todo, solidaridad. Quisiera evocar ahora a Esther Benítez, que tanto luchó por los derechos del traductor en España. Gracias a ella, tenemos hoy una Ley de propiedad intelectual que reconoce sin lugar a dudas la condición de autor del traductor.

La lucha con editores poco escrupulosos, la reivindicación de derechos inalienables, la mención del nombre del traductor en la cubierta del libro (que la UNESCO recomendó en Nairobi, nada menos que en 1976), la fijación de unas tarifas mínimas... deben inscribirse en la lista de las servidumbres de la traducción. Cuántas veces me he sentido inclinado a decir, al conocer el caso lastimoso de algún colega: “¡Dios, qué buen vasallo si oviesse buen señor!”, aunque, como en el propio verso del Cantar de Mio Cid, no siempre estuviera claro quién podía ser ese “buen señor” (Menéndez Pidal, 1964).

El contacto con autores que comprenden la importancia de la traducción se sitúa en el otro platillo, el positivo, de la balanza. Personalmente, quisiera mencionar a Günter Grass , cuyas reuniones con sus traductores (su “familia ampliada”, los llama él) son ya legendarias y a quien me honro en llamar amigo, y a Salman Rushdie, uno de los pocos escritores que han reconocido que, si en las traducciones se pierde algo, con frecuencia también se gana. En su novela Shame (Vergüenza), el narrador dice: “Yo también soy un hombre traducido. He sido llevado a través. Por lo general se cree que siempre se pierde algo en la traducción; yo me aferro a la idea –y aduzco, para probarla, el éxito de Fitzgerald- Khayyam– que también puede ganarse algo” (Rushdie, 1983: pág. 29). En una conferencia pronunciada en la Universidad de Turín en 1999, sobre las influencias literarias (Rushdie, 2003: pág. 92), Rushdie hablaba de cómo le impresionó el hecho de que Rabindranath Tagore, el premio Nobel bengalí, hubiera tenido una influencia mucho mayo r en Latinoamérica, gracias a su editora argentina, Victoria Ocampo –y a sus traductores españoles Zenobia Camprubí y Juan Ramón Jiménez, hubiera debido añadir–, que en la propia India.

Por cierto, Rushdie demuestra su cultura cervantina al llamar Benengeli al pueblo en el que transcurre, en parte, la acción de su novela El último suspiro del moro, un pueblo cuyos “burrotaxis” bastan para identificarlo con Mijas, lo que plantea la cuestión de si no habría que incluir este término en el diccionario de la Real Academia Española.

Y a Rushdie se debe también un texto estremecedor sobre la muerte de Hitoshi Igarashi, el traductor japonés de Los versos satánicos asesinado. Dice así: “No conocí al profesor Igarashi, pero él me conocía, porque traducía mi obra. La traducción es una especie de intimidad, una especie de amistad, y por eso lloro su muerte como lloraría la de un amigo” (Rushdie, 2003: págs. 284 y 285).

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continúa en la entrada de mañana





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