Eduardo Lago |
Eduardo Lago (Madrid, 1954) es autor de la novela Llámame Brooklyn (Premio Nadal, 2006, Ciudad de
Barcelona, Nacional de la
Crítica y Fundación Lara de la crítica, todos en 2007), y la colección de cuentos Ladrón de mapas (Destino,
2008), entre otros títulos. Entre sus traducciones figuran
una colección de relatos de Henry James, una antología de 82 poemas de Sylvia
Plath, así como las novelas The Rise of
Silas Lapham, de William Dean Howells, The
Captain of the Gray-Horse Troop, de Hamlin Garland, Wieland, or The Transformation, Together With the Memoirs of Carwin,
the Biloquist, de Charles Brocken-Brown, The Sot-Weed Factor, de John Barth, y los cuentos de Junot Díaz
recogidos como Drown. Su novela más reciente, Siempre
supe que te volvería a ver, Aurora Lee (Malpaso, 2013) se publicará
próximamente en Argentina.
El siguiente artículo ––que, por sus dimensiones, aquí se ofrece en dos partes: una hoy y la otra, mañana–– fue
publicado en 2002 por la Revista de Libros y obtuvo el premio Bartolomé March de crítica literaria en España
de aquel año. A pedido del autor, se incluye asimismo una
contextualización que precede al artículo y que permite comprender mejor las
circunstancias de su escritura:
“Recuerdo perfectamente mi primer encuentro
con el Ulises ––dice Lago––. Yo tenía 17 años y
viajaba por Portugal con mi familia en un Volkswagen escarabajo. Leí la versión
de Salas Subirats, que dejó en mí una huella imborrable. No leí ninguna otra
versión en inglés hasta que el director de Revista
de Libros me lo pidió, cuando en el año 2000 salió la tercera traducción a
nuestra lengua, que aquí comento junto a las otras dos. La de José María
Valverde es la de Lumen, de 1976.
Mi comentario no tiene en cuenta para nada la revisión
que hizo Eduardo Chamorro del texto de Salas Subirats.
Han pasado doce años desde que se publicó 'El íncubo de lo imposible', que me
llevó un año. Entonces me abstuve de hacer un ránking de las tres traducciones, como se
puede leer. De alguna manera, sin embargo, el tiempo pone las cosas en su
sitio, y aunque no regreso nunca al texto en castellano, me inclino por la
superioridad del empeño primero”.
El íncubo de lo imposible (I)(publicado
originalmente en Revista de Libros, número
61, primera época. Madrid, enero de 2002)
EL TÉ DE LAS SEIS Y MEDIA
Quien
habría de llevar a la prosa en lengua inglesa al límite de sus posibilidades,
sometiéndola a la mayor renovación de toda su historia; el genio diabólico y
burlón que, sorbiendo el tuétano de las palabras, sabía cómo llegar al alma
misma del idioma, para desde allí, entre risas y veras, reventar códigos y
normas, haciéndole cosquillas a la sintaxis, tejiendo telarañas donde caían
prisioneros los morfemas; el mágico prodigioso del verbo que, destripando
resortes y mecanismos, reagrupaba los vocablos en insólitas combinaciones tras
las que alumbraba la fuerza desnuda de la poesía; quien, en fin, estaba
destinado a cambiar, de una vez y para siempre, los rumbos por donde habría de
transitar en el futuro la novela, ya llevaba en la punta de la lengua la verdad
de su destino el día en que puso por primera vez un pie en el colegio. Conforme
al catecismo ––cuyo lenguaje le pareció tan jocoso que lo incorporó como modo
narrativo dominante en dos capítulos del Ulises–, técnicamente le faltaban aún seis meses para alcanzar el
uso de razón. El pequeño Jimmy Joyce acababa de llegar al internado de
Conglowes Wood; con aire benévolo, un padre jesuita se inclinó sobre él e
inquirió su edad. La flemática exactitud de la respuesta hizo pestañear al
clérigo: Half past six.
¿Había oído bien? Momentáneamente desconcertado, el padre se llevó las manos al
bolsillo de la sotana, buscando la leontina del reloj, pero se interrumpió a
mitad de gesto. Escrutó el rostro del niño, y soltó una carcajada. Half past six pasó a ser el mote
escolar de Jimmy Joyce; les acababa de ahorrar un trabajo a sus futuros
compañeros. Le faltaba mucho para ser escritor, pero las palabras eran ya su juguete
favorito.
ETOPEYA
James Augustine Aloysius Joyce nació en Rathgar, barrio meridional de Dublín,
el día 2 de febrero de 1882. Su infancia y adolescencia estuvieron marcadas por
las virtudes y deficiencias de carácter de su padre, John Stanislaus, personaje
voluble, ingenioso, irresponsable y vital, perfectamente incapacitado para
hacer frente a las necesidades de su numerosa familia (diez vástagos
supervivientes, seis varones y cuatro hembras), de los que James era el
primogénito. Anticlerical, excelente bebedor, amigo de canciones, chistes y
anécdotas, dotado de un ácido sentido del humor y un enorme talento para contar
historias, el caótico cabecilla del clan Joyce arrastró a su esposa e hijos a
una existencia presidida por deudas, empeños, constantes mudanzas de domicilio,
amenazas de embargo y la sensación permanente de estar al borde de la
catástrofe.
En algún momento en que careció de fondos para costear los estudios de sus
hijos, la tarea de supervisar su educación corrió a cargo de su esposa, Mary
Jane Murray. La profunda devoción religiosa de May Joyce era pareja a su
preocupación por la cultura. Su primogénito la recordaría como una mujer
permanentemente embarazada, pero también como un firme asidero donde buscar
refugio cuando la falta de responsabilidad paterna llevaba a la familia entera
a la deriva. Después de Conglowes Wood, Jimmy Joyce estudió en Belvedere
College, y más adelante en el University College de Dublín. Como no podía dejar
de ser, su paso por tantas instituciones de la Compañía de Jesús
imprimió una huella indeleble en su carácter. Años después, cada vez que
alguien aludía en su presencia al molde católico en que se forjó su educación,
el escritor se apresuraba a puntualizar, con sorna: «Católico no, jesuítico».
En la universidad se matriculó en lenguas modernas, dándole mucha menos
importancia a las exigencias oficiales del curriculum que
a su exploración personal del canon literario europeo. Sus modelos más
venerados fueron Dante e Ibsen (a quien consideraba un dramaturgo muy superior
a Shakespeare), cuyas obras leía en el original. Sus primeros escritos
adoptaron la forma de poemas y epifanías, breves cristalizaciones textuales que
buscaban revelar la verdad interior de los objetos en la puntualidad del
momento.
La fascinación que ejercía sobre él su ciudad natal precisaba del catalizador
de la distancia. A los diecinueve años viajó a París, con ánimo de estudiar
medicina. Fracasó en el intento inicial, reincidiendo en el empeño en dos
ocasiones más. Otras vocaciones erradas fueron la música, el teatro y el
derecho. Entre idas y venidas a la madre patria, dio clases particulares de
inglés y escribió reseñas de libros, pero por encima de todo se dedicó a seguir
profundizando en la lectura de los maestros de la tradición europea,
atrincherado en los pupitres de la Biblioteca Nacional ,
durante el día, y en los de Sainte Geneviève por la noche. El Viernes Santo del
año 1903 recibió un telegrama con la noticia de que su madre estaba agonizando.
Inmediatamente acudió junto a su lecho de muerte, pero cuando se lo exigieron,
su sentido de la rectitud le impidió postrarse y fingir que rezaba por ella. El
episodio haría mella en su conciencia, y el escritor tuvo necesidad de
exorcizarlo a través de la figura de Stephen Dedalus en momentos clave de su
escritura. Joyce conoció a quien habría de ser su compañera durante el resto de
sus días, Nora Barnacle, una joven alta y atractiva que trabajaba como empleada
en un hotel, una tarde soleada de primavera. Convinieron en volver a verse seis
días después. Inmortalizada como la jornada durante la cual transcurre toda la
acción del Ulises, la fecha del 16 de junio de 1904 –conocida como
Bloomsday– constituye uno de los momentos más
emblemáticos de la historia de la literatura universal.
El ambiente de Dublín le producía una invencible sensación de agobio. Al cabo
de unos meses, incapaz de seguir soportando la cerrazón del entorno, James,
enemigo acérrimo del matrimonio, le propuso a Nora que se fugara con él al
continente. Daba así comienzo la errática existencia de la pareja en el exilio.
Tras una breve estancia en la ciudad adriática de Pola, se instalaron en la
vecina Trieste, donde Nora dio a luz a su primer hijo, Giorgio. Antes de dejar
Irlanda, el escritor había puesto punto final a los poemas reunidos en Chamber
Music e
iniciado dos proyectos prosísticos, de índole y fortuna radicalmente diversas.
El primero era una colección de cuentos que andando el tiempo cristalizaría en
un volumen sobrio y elegante al que puso por títuloDublineses. El segundo
empeño, la composición de Stephen Hero, ambiciosa novela de signo
semiautobiográfico que, conforme a los cálculos de su autor, una vez concluida
constaría de un total de sesenta y tres capítulos, estaba destinado al fracaso.
El sueño de ver su primer libro publicado se hizo realidad cuando tenía
veinticinco años. Era una buena noticia aunque, para entonces, Chamber
Music pertenecía
a la órbita del pasado. Sus inquietudes como creador habían cambiado. Corría el
año 1907, y sus dos proyectos en prosa se apresuraban a afrontar su suerte
definitiva. El manuscrito de Stephen Hero, tras alcanzar proporciones alarmantes, se
había vuelto decididamente ingobernable. Rebasado el millar de páginas, su
autor se resignó a aceptar que el texto se le había ido de las manos y dejó de
trabajar en él. No había sido un esfuerzo en vano. Con paciencia de alquimista,
de entre el enorme magma textual acumulado, Joyce desescombró el valioso
material que más adelante organizó en los cinco segmentos que habrían de
constituir su magistral
Retrato del artista adolescente. En conjunto, el
proceso duró un total de diez años.
También en 1907, tras una breve estancia en Roma, durante la cual trabajó
llevando la correspondencia comercial de un banco, puso punto final a Dublineses,
después de añadirle el broche genial de Los muertos. Entonces
no podía sospechar la importancia que habría de tener en el futuro, pero
durante su etapa romana Joyce escribió un breve boceto que contenía in nuce la trama del Ulises.
Poco después de regresar a Trieste, nació su segunda hija, Lucía, que tantos
desvelos habría de causarles a Nora y a él. Por aquel entonces se agudizaron
dos constantes que lo acompañaban desde hacía tiempo y seguirían haciéndolo
hasta el final de sus días: el consumo inmoderado de alcohol y el deterioro
constante de la vista.
Al igual que había ocurrido con su primer título, Dublineses se publicó mucho
después de haber alcanzado forma definitiva. Antes de verlo llegar a las
prensas, en 1914, su autor hubo de vencer una serie inimaginable de
adversidades, incluida la quema del original por parte de un impresor que,
después de leer la obra, llegó a la conclusión de que si cumplía el encargo, lo
llevarían a juicio por escándalo público. Por fortuna, Joyce conservaba un
juego de galeradas. 1914 fue un buen año para el autor de Dublineses por otros motivos. Por
mediación de Ezra Pound, Harriet Weaver, directora de The
Egoist, revista de vanguardia consagrada a promover literatura de
alta calidad, y por tanto ajena a toda suerte de consideraciones comerciales,
dio luz verde a la publicación del Retrato, por entregas.
La entrada de Italia en la gran guerra europea obligó a los Joyce a abandonar
Trieste. Entre 1915 y 1919 se refugiaron en Zurich. En aquellos años completó
dos textos menores, el inclasificable Giacomo Joyce (1914,
publicado por su biógrafo, Richard Ellmann, en 1968), y el drama Exiliados (1918). Asimismo, en
1916, tras una serie de intentos infructuosos, por fin se publicó el Retrato en forma de libro, en
Nueva York. La redacción del Ulises comenzó
en 1914 y tuvo por escenario tres ciudades: Trieste, Zurich y París. Un año
después de su publicación, el escritor se sumergía de lleno en la composición
de su obra final, Finnegans Wake, empeño que bajo el título descriptivo y
provisional de Work In Progress lo
mantuvo ocupado durante diecisiete años. Entre Ulises (1922) y Finnegans
Wake (1939),
publicó únicamente un volumen de poesía: Poems Penyeach (1927).
Joyce sostenía que en esencia todo escritor alberga dentro de sí tan solo una
novela, y que las demás son variaciones artísticas sobre ese texto único y
esencial. De estar en lo cierto, habría que decir que su novela la publicó en
tres entregas claramente diferenciadas, cada una de las cuales corresponde a
una de las edades del hombre. El Retrato, Ulises y Finnegans
Wake corresponden
a tres fases diferentes de la vida de un solo organismo textual, a los tres
estadios vitales de una conciencia artística única, a las metamorfosis que
experimenta el alma humana en su viaje por el tiempo, desde la génesis y la
plenitud hasta el declive y la disolución final. Los tres fragmentos de la
novela única de James Joyce son otras tantas concreciones estilísticas que
reflejan su forcejeo titánico con el alma del idioma. El suyo fue un ejercicio
de ascesis creciente. La mezcla de realismo costumbrista y simbolismo que
caracteriza a Dublineses se
inicia con unos relatos bastante convencionales, que se van transformando
sutilmente hasta que el lenguaje aparece completamente transfigurado en Los
muertos. El desarrollo de la prosa de Joyce parece seguir los pasos
dictados por las leyes de un código genético: reguladas por claves ocultas, en
cada fase van surgiendo y alcanzando plenitud formas de escritura cada vez más
complejas.
Ulises arranca
donde termina el Retrato, y Finnegans Wake supone
un salto al vacío desde las alturas del Ulises. Con su obra final, Joyce se adentró, solo y
prácticamente ciego, en el ojo del huracán del lenguaje, llevando al libro de
su vida a las profundidades de la noche, al líquido amniótico de los sueños, de
la irracionalidad y el inconsciente. Cuarenta y dos años después de su
publicación, muy pocos lectores son capaces de seguir a Joyce al averno
vertiginoso que propone.
Para
la mayoría, la crónica de un día en la vida de Dublín sigue siendo la mayor
contribución de Joyce a la literatura universal. Si hasta entonces la historia
de la edición de sus libros había sido en extremo accidentada, el Ulises no iba a constituir una
excepción. La publicación de la novela por capítulos, iniciada en 1918 en las
páginas de la Little Review, se
vio interrumpida bruscamente dos años después, cuando un censor que trabajaba
para el servicio postal leyó una de las entregas y denunció el caso a sus
superiores. Daba así comienzo el conocido episodio de los escándalos suscitados
por la supuesta obscenidad del texto. La feroz campaña desatada por la
mojigatería anglosajona contra la obra adquirió ribetes de vodevil y dio lugar
a toda suerte de incidentes, entre los que se cuentan multas, juicios,
condenas, actos de piratería, contrabando de ediciones clandestinas y el
secuestro y quema de tiradas enteras.
En 1920, siguiendo el consejo de Ezra Pound, los Joyce se establecen en París.
Allí se encontraba Sylvia Beach, propietaria de la librería Shakespeare &
Company, que se ofreció a editar la novela. El impresor elegido fue un
intelectual de Dijon llamado Maurice Darantière. Joyce le hizo entrega del
manuscrito, pero en su poder obraba una copia en papel carbón en la que efectuó
tantos cambios que el texto aumentó en un tercio. Las exigencias del autor
sacaron a Darantière de quicio, hasta el punto de que en más de una ocasión
amenazó con abandonar la empresa. La primera edición de la novela cumbre de la
lengua inglesa se imprimió en 1922 en Francia por cajistas-tipógrafos que no
sabían inglés. Joyce tenía particular empeño en que su obra viera la luz
precisamente el día de su cuadragésimo cumpleaños. Lo consiguió. El 2 de
febrero Darantière salió como una exhalación de la imprenta y llegó a tiempo de
entregarle personalmente al revisor del Expreso de Dijon dos ejemplares. Sylvia
Beach los recogió en París y le hizo entrega de ellos al autor. Uno de ellos lo
vendió Nora, el otro lo exhibió Beach en una hornacina de cristal en su
librería.
La historia de la fascinación de James Joyce por la figura del astuto viajero
que un día dejó las costas de Ítaca para enfrentarse a los peligros del mundo
se remonta a cuando, a la edad de doce años, cayó en sus manos un ejemplar
de Las aventuras de Ulises, elegante
versión en prosa de la Odisea,
destinada a un público adolescente y llevada a cabo por el crítico y ensayista
inglés Charles Lamb en 1808. La particular forma de heroísmo representada por
el ingenioso Odiseo dejó plantada en la imaginación del futuro escritor una
semilla que tardaría décadas en germinar. En 1906, durante una breve estancia
en Roma, Joyce esbozó media docena de apuntes para otros tantos relatos. Sólo
dos habrían de cobrar cuerpo. Su idea era añadirlos al ciclo de Dublineses. Uno de ellos, “Los
muertos”, pasó a ser el mejor cuento de la colección. Aunque el tema del otro
(un recorrido de veinticuatro horas por Dublín) era perfecto para coronar el
libro, aquel apunte romano estaba destinado a tener una vida mucho más azarosa.
Desde que pergeñó el embrión del relato hasta que se dedicó de lleno a explorar
sus posibilidades hubieron de transcurrir ocho años. En el interregno
completaría Dublineses y
el Retrato del artista adolescente.
Entusiasmado por la lectura de este último, Ezra Pound llegó a afirmar: «No hay
nada en la literatura actual que esté a su altura». El autor de
los Cantos no podía saberlo, pero el paso que Joyce se disponía a dar
a continuación entrañaba un reto infinitamente superior. Consciente de la enorme
responsabilidad aneja a la tarea que le aguardaba, el escritor se sentía presa
de un infinito sentimiento de «vaciedad». En una carta dirigida a Harriet
Weaver, James Joyce escribía:
Hace varios años que no leo nada de
literatura. Tengo la cabeza llena de guijarros, desperdicios, cerillas rotas y
esquirlas de vidrio... Me he impuesto el reto técnico de escribir un libro
desde dieciocho puntos de vista diferentes, cada uno con su propio estilo,
todos aparentemente desconocidos o aún sin descubrir por mis colegas de oficio.
Eso, y la naturaleza de la leyenda que he escogido, bastarían para hacerle
perder el equilibrio mental a cualquiera.
Su angustia estaba justificada. El reto de contar, como él quería hacerlo, la
historia de Leopold Bloom, su esposa Molly, Stephen Dedalus y la miríada de
personajes que los habrían de acompañar en su periplo por Dublín, suponía para
el género novelístico una incursión en terra
incognita. Si salía airoso, las cosas nunca volverían a ser como antes...
El final es conocido. Joyce había logrado dar vida a un universo cuya grandeza
no se explicaba en función de ningún virtuosismo técnico. T. S. Eliot describió
el logro como una «proeza insuperable» y resumió para la posteridad la
trascendencia de lo que había ocurrido con estas palabras: «Considero que este
libro es la expresión más importante que ha encontrado nuestra época; es un
libro con el que todos estamos en deuda, y del que ninguno de nosotros puede
escapar».
Pero, ¿en qué consistía exactamente la proeza de que hablaba Eliot?
El
primer rasgo a destacar de este singular organismo narrativo es su disposición
cronoespacial. Las setecientas páginas de la novela dan cuenta del transcurso
de un solo día. La jornada comienza a las ocho, cuando la luz de la mañana
hiere simultáneamente las piedras de la Torre Martello y la
fachada del número 7 de Eccles Street, lugares donde residen respectivamente
Stephen Dedalus y Leopold Bloom, quienes, cada uno en un capítulo distinto, se
disponen en ese momento a desayunar. El libro se cierra en las profundidades de
la madrugada, con Molly Bloom, desvelada en el domicilio conyugal de Eccles,
dejándose arrastrar por la voz de sus pensamientos. En tan estrecho margen de
tiempo se efectúa un recorrido tan exhaustivo de Dublín que Joyce solía decir
que si algún día la ciudad desapareciera de la faz de la tierra resultaría
posible reconstruirla siguiendo la descripción que se hacía de ella en la
novela.
El Ulises es un laberinto
narrativo en el que no resulta difícil extraviarse.Solapados entre sí, operan
simultáneamente en el texto un total de nueve sistemas de referencia que se
ajustan al siguiente esquema: cada capítulo se
orquesta temáticamente en torno a
un sentido o significado prioritario1, tiene como contrapartida un episodio
concreto de la Odisea, guarda
relación con un arte o ciencia determinados, está presidido por un símbolo
específico, representa un órgano particular del cuerpo humano, tiene un color
propio, explora una técnica estilística distinta y se circunscribe a
un locus arquetípico, dentro del cual la acción transcurre a una hora
claramente identificable del día.
Con ánimo de facilitar su tarea, el autor le hizo llegar a Carlo Linati,
traductor de la obra al italiano, un mapa de la novela, aclarando que era «para
uso casero», pues no era su intención hacérselo llegar al público lector. Un
escrutinio atento del mapa permite apreciar la existencia de una red de
correspondencias entre los nombres de los distintos tratamientos narrativos,
los títulos ocultos de los capítulos en los que figuran y el lugar
que ocupa estructuralmente cada uno de ellos con respecto al conjunto de la
novela. En las líneas que siguen se pone de relieve la relación que mantiene
cada bloque textual con el desarrollo general del argumento.
El texto se segmenta en tres grandes unidades narrativas. La primera parte
(Telemaquiada) da cuenta de las actividades matutinas de Stephen Dedalus, a
quien los lectores de Joyce conocen bien, pues es el protagonista del Retrato del artista adolescente (2).
En la segunda parte (Andanzas de Odiseo),
la narración detalla las peripecias de Leopold Bloom, desde que abandona la
casa donde vive con su esposa Molly y su hija Milly para emprender su larga
travesía por las calles de Dublín. Con infinito humor y humanidad, la novela
detalla las aventuras de Bloom, el más común de los mortales que, modeladas
sobre las del héroe homérico, constituyen una parábola de la anónima existencia
del hombre contemporáneo (3). La tercera parte (Nostos o El
regreso a Ítaca), marca el regreso de Bloom a Eccles Street (4)
Los nueve sistemas de correspondencia que subyacen a la estructura
del Ulises están destinados a operar de manera latente: por eso Joyce
prefería ocultárselos al lector. Su relación con respecto al efecto que produce
la lectura del texto es análoga a la existente entre una partitura y su
interpretación: no es necesario que el espectador sea capaz de descifrarla para
disfrutar de las cualidades estéticas de la composición. De manera semejante,
el lector no necesita tener presente que el orden y número de los capítulos mantienen
una relación biunívoca con una serie precisa de disciplinas (5).
El árbol de técnicas narrativas presentes en el Ulises merece
comentario aparte. La diversidad de estilos es tal que aun cuando todos se
integran armoniosamente en la prodigiosa unidad que es la novela, cada uno de
ellos tiene la autonomía suficiente como para que se pueda hablar de dieciocho
unidades novelísticas distintas. Lo primero a destacar es la simetría entre las
partes primera y tercera. Cada una consta de tres capítulos, cuyas técnicas
respectivas son:
I.Telemaquiada
1.Narración (joven).
2.Catecismo (personal).
3.Monólogo (masculino).
III.Nostos
16.Narración (senil).
17.Catecismo (impersonal).
18.Monólogo (femenino).
En la
segunda parte, Joyce despliega un total de doce técnicas estilísticas
distintas. De ellas, sólo hay una orgánicamente conectada con las otras dos
partes de la novela. Se trata, además, de la única que tiene un nombre
convencional (narración) y su función es subrayar el proceso de envejecimiento
biológico experimentado por el texto. El modo que Joyce
denomina narración aparece en el primer capítulo de cada una de las
tres partes del Ulises:
Parte I. Narración joven.
Parte II. Narración madura.
Parte III. Narración senil.
Las técnicas con que se da cuenta de las andanzas de
Odiseo constituyen un desfile de estilos sui generis que Joyce
denomina respectivamente narcisismo [5], incubismo [6], entimémica [7], peristáltica [8], dialéctica [9], laberinto [10], fuga
per canonem [sic] [11], gigantismo [12], tumescencia-detumescencia [13], desarrollo
embrionario [14] y alucinación [15]. Pese a lo
idiosincrático-humorístico de la nomenclatura, la funcionalidad de las técnicas
no es en modo alguno arbitraria. Las distintas denominaciones están íntimamente
relacionadas con determinadas características orgánicas de cada capítulo 6.
Semejante estructuración remite, más que a un modelo arquitectónico o
matemático, al ámbito de las ciencias biológicas. El Ulises es un organismo vivo, con sus vísceras, nervios,
músculos y fluidos. Joyce lo dotó, entre otros elementos anatómicos, de útero,
esqueleto, carne, sangre, órganos genitales y aparato locomotor
(7). A lo largo de la novela, los vocablos,
frases y fonemas se ordenan en constelaciones que reproducen en el plano
textual las evoluciones y fluctuaciones de un cuerpo (8). En el Ulises,
el río vivo de la lengua reproduce el flujo incesante de la vida.
El
mayor reto que plantea la traducción del Ulises es la recreación de su incontrastable idiolecto.
Trasladar el texto de Joyce a otra lengua exige reproducir los
despliegues de virtuosismo del original, sus forcejeos lingüísticos –con
frecuencia rayanos en lo monstruoso–, los juegos de palabras, las variaciones
musicales de la prosa, la invención o parodia de multiplicidad de estilos. El
verdadero protagonista del Ulises es,
más aún que el entrañable Bloom, el lenguaje. La novela de Joyce se puede
caracterizar como una verdadera odisea de la prosa en lengua inglesa (9).
Al margen del conjunto de dificultades que plantea la obra en el orden léxico y
sintáctico, en Ulises adquieren singular relevancia las cuestiones de
orden fónico. Hugh Kenner, uno de los mejores cartógrafos de la era en cuyo
contexto surgió la obra, y uno de los más finos exégetas de la novela, aportó
al examen de su textura poética el estudio de los efectos y las sutiles
modulaciones provocados por la entonación, el uso de modismos y una serie de
cualidades de la voz, incluyendo el estudio de los silencios, que
en Ulises, al igual que ocurre con las composiciones musicales,
constituyen parte integral del texto. Estamos ante una novela cuyo lenguaje en
muchos momentos es, para utilizar una expresión de Ezra Pound sobre la que
volveremos, «poesía al borde de la música».
El carácter eminentemente musical del Ulises se
señaló desde el primer momento. Otro de los comentaristas más certeros del
texto, Edmund Wilson, apuntó que como novela resultaba una obra anómala en el
sentido de que el componente musical tiene un peso mayor que el narrativo. Que
el propio autor lo veía así lo demuestra un comentario de Joyce en una carta
enviada a Harriet Weaver, en la que señala que, dada la diferente naturaleza
temática de los distintos capítulos, cada uno de ellos necesitaba una «música,
una cadencia, un estilo diferentes». Siete años después de su publicación, el
erudito alemán Ernst Robert Curtius aconsejaba leer el Ulises como si se tuviera delante
una partitura, e incluso opinaba que la mejor manera de reproducir con
fidelidad las cualidades acústicas del texto era imprimirlo como si se tratara
de una composición musical.
Ezra Pound señalaba la existencia de tres niveles en el plano de la
lengua: logopeia, fanopeia y melopeia. La distinción puede
resultar útil a la hora de situar en su contexto el ámbito de problemas que
comporta la traducción de una obra como la que nos ocupa. El primer nivel, la
esfera del logos, que el poeta americano caracteriza como «la danza del
intelecto entre las palabras», no se presta fácilmente a la traducción, aunque
es posible reproducir la «actitud de espíritu» inherente a la logopeia por
medio de paráfrasis.
«En la fanopeia –afirma Pound, refiriéndose al segundo nivel de la
lengua, que define como la proyección de las imágenes sobre la imaginación
visual– encontramos el esfuerzo máximo hacia una precisión absoluta de la
palabra; este arte existe casi exclusivamente por esto». Los problemas de
traducción que plantea la fanopeia son prácticamente inexistentes,
hasta tal punto que «cuando es de buena calidad, al traductor le resulta
virtualmente imposible destruirla».
En el tercer nivel, las palabras se cargan más allá de su significación
ordinaria, adquiriendo propiedades musicales a través de las cuales se encauza
el alcance del significado. Pound define la melopeia como «poesía al
borde de la música». En este nivel se produce una tensión consistente en un
deslizamiento que libera gradualmente al significante de su dependencia del
significado. Cuando la tensión llega al máximo y la palabra entra en la esfera
del melos, Pound se plantea la posibilidad de que «quizá la música sea el
puente entre la conciencia y el universo no pensante». Por su configuración
interna, la melopeia «es prácticamente imposible transferirla o
traducirla... salvo quizá por accidente divino». Se cierra así el ciclo de la
lengua. Para Ezra Pound, que además de ser uno de los poetas mayores, fue uno
de los traductores más innovadores de su tiempo, «todo escrito está edificado
sobre estos tres elementos, más lo arquitectónico».
Hay momentos del Ulises en
los que todo parece inclinarse hacia el melos. El escenario principal del
capítulo 11, Las sirenas, es una sala de conciertos; el arte que lo
preside, la música; su órgano corporal correspondiente, el oído, y su técnica
estilística propia, en expresión del propio Joyce, la fuga per canonem. Ello no quiere decir que la
carga de melopeia no alcance niveles semejantes en otras partes de la
novela. Prácticamente en todas las secciones aparecen momentos dominados por
este modo. En buena medida, la belleza y la dificultad que entraña la prosa de
Joyce consiste en que escribe desde las más recónditas interioridades del
cuerpo vivo de su idioma, cuyos más íntimos resortes maneja a su capricho.
Notas:
3. Desglosado por capítulos, el trazado
argumental de la segunda parte es el siguiente: Después del desayuno (4.Calipso), Leopold Bloom recoge una carta pornográfica
clandestina de la oficina de correos y sigue camino de los baños turcos (5. Lotófagos). Asiste a
un funeral y medita sobre el sentido de la muerte (6. Hades). Acude a la
redacción de un periódico por motivos de trabajo (7. Eolo). Almuerza en
un pub (8. Lestrigones). Sortea las peligrosas aguas de una
discusión entre amigos (9. Escila y Caribdis). Contempla el vertiginoso
entrecruzarse de un sinfín de trayectorias que constituyen la vida y
movimientos de su ciudad (10. Las Rocas Errantes). Es víctima de una tentación
musical (11. Las Sirenas). Sufre una violenta agresión, primero
verbal y luego física, en el pub de Barney Kiernan (12. El Cíclope). Se masturba
conmovido por la visión de una belleza femenina imperfecta (13. Nausicaa). Es
testigo de la crueldad e indiferencia con que unos estudiantes de medicina
hablan de los misterios de su futuro oficio (14. Los bueyes del sol).
En el último capítulo, Bloom sigue a Stephen Dedalus hasta un burdel y a la
salida lo salva de un incidente violento (15.Circe).
5. Conforme al riguroso orden que a
continuación se detalla: teología, historia, filología, economía, botánica y
química (juntas en el capítulo 5), religión, retórica, arquitectura, mecánica,
música, política, pintura, medicina, magia, navegación y ciencia (la serie
termina en el capítulo 17; la libérrima expresión de los monólogos de Molly
Bloom discurre sin que éstos se ciñan a ninguna disciplina).
6. Así, la técnica denominada tumescenciadetumescencia responde al intento de
adecuar el ritmo narrativo al motivo central del capítulo 13: la masturbación
de Bloom a la vista de la joven Gerty MacDowell; en el 11, la fuga per canonemcorresponde
al episodio musical presidido por el símbolo de las sirenas, y así
sucesivamente.
8. Las complejidades del tejido orgánico
del Ulises se acentúan debido a la
existencia de subsistemas. Así, en el capítulo 14, los nueve meses de la
gestación del feto que va creciendo en el útero de Mrs Purefoy se presentan en
nueve estadios de desarrollo, cada uno de los cuales corresponden a nueve fases
de la historia de la prosa en lengua inglesa, y en el 7, la entimémica del
estilo consiste en el despliegue de un formidable repertorio de figuras
retóricas.
9. ¿Cómo verter, por ejemplo, la parodia
histórico-estilística que acontece en el capítulo 14, donde la fecundidad del
coito se aborda desde un abanico de estilos literarios que van del anglosajón a
una diversidad de jergas contemporáneas, pasando por las parodias de Milton,
Sir Thomas Browne, Richard Burton, Bunyan, Steele, Addison, Landor, Walter Pater
y el cardenal Newman?
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