Hace rato que venimos extrañando
a Marietta Gargatagli. Por eso,
desde hoy y hasta el viernes, tres columnas de ella publicadas en El Trujamán,
que tienen como objeto a Manuel Puig
y la traducción. La de hoy fue publicada el 6 de febrero pasado.
Manuel Puig y
la traducción (I)
Hacia 1976, Joaquín Soler Serrano entrevistó,
en aquel programa de estética minimalista llamado A fondo, al escritor Manuel
Puig, que acababa de publicarEl beso de la mujer araña, su cuarta
novela y la gran novedad de la
Feria de Frankfurt de ese año. Mirado desde el presente,
aquel diálogo —como los mantenidos con Pla, Borges, Rulfo, Onetti o Cortázar,
que desconocían la existencia misma de la televisión—, parece corresponder a un
mundo ilusorio: la lentitud, los silencios, la completa falta de divismo. Soler
Serrano era un hombre de voz poderosa y dicción de actor que sabía muy bien qué
tipo de programa estaba en condiciones de conducir: retratos literarios. Con
contundencia mostró a los espectadores del futuro cómo fueron algunos de los
grandes escritores del siglo xx y, a la manera de Joe Leyendecker o
Norman Rockwell, los hizo tal como eran: exactos.
Con Puig, por ejemplo, —que no
puede encender los cigarrillos, que no termina casi nunca las frases— se crea
un escenario de fragilidad que podría ser misterioso para los espectadores. Sin
embargo, ese marco titubeante resulta la mejor manera de presentar a un
escritor (al que no le gustaban mucho las entrevistas y al que se ve como
acartonado y poco hábil) porque bastan dos segundos de ese lío con los fósforos
y de esas frases a medias para querer saber lo que sigue. Y ese querer saber lo
que sigue es lo que define la literatura de Puig. Como Rulfo, como Sánchez
Ferlosio, como Bioy, fue unescritor de la oralidad que tenía el poder de que sus
historias se oyeran al tiempo que se leían. Talento que no
se reduce a entender la dicción como un modo naturalista de representación de
los personajes: supone sobre todo que la estructura narrativa de esa dicción
tenga el orden y la cadencia de los relatos orales, el vértigo, la atención
atrapada, el suspenso, la complicidad del oyente, del lector.
Con la lejanía del país (se
fue en 1973), las destrezas verbales de Puig parecieron perderse en una
sucesión de voces, como refiere probablemente este fragmento:
Yo oigo
una sola voz. Aunque haya dos partes mías hablándose entre sí. Pero no es mi
voz… Es una voz joven. Una voz que suena bien, fuerte, segura, y hasta de
timbre agradable. Como la voz de un actor. Pero después (…) oigo mi verdadera
voz. Cascada, carraspeante, y no me gusta.1
La posibilidad de usar otras
lenguas quizá fue una solución para la pérdida de una cadencia familiar, de ese débit que definía su mundo literario. Maldición eterna para quien lea
estas páginas se escribió en
inglés y de Sangre de amor
correspondido existió un
borrador en portugués. Traducidas por Puig, o quizás escritas entre lenguas
«hablándose entre sí», no son aquel lenguaje perdido de palabras muelles y
perfectas: la traducción no restituye el tránsito, sólo devuelve un idioma
indisciplinado y rugoso, un idioma de nadie.
Al comienzo de la conversación
con Soler Serrano, Manuel Puig pronuncia un encendido elogio de la lengua que
se habla en España. La celebración no resulta rara si se piensa que para un
latinoamericano es conmovedor que personas vivas y reales hablen del modo que
leyó en los libros. Sin embargo, no parece que Puig quiera enaltecer ese
descubrimiento. O, en todo caso, el descubrimiento señala un contraste del
porvenir: una lengua que pervivió a lo largo de siglos; una lengua, la del
escritor, destinada a desaparecerse, a ser otra. La entrevista tuvo lugar en
1976. Empezaba entonces el exilio, para Puig, para América, para la lengua de
América.
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