martes, 7 de abril de 2015

Una lectura diferente del problema español

El 26 de enero pasado, en su blog, el agente editorial Guillermo Schavelzon subió a su blog  la siguiente entrada que, desde otra perspectiva, ofrece un punto de vista distinto de lo que diferentes participantes del mundo editorial español vienen diciendo de muy diversas maneras. Quien desee leer el original, puede hacerlo en (https://elblogdeguillermoschavelzon.wordpress.com/)

Malestar en el mundo de la edición. El editor, el autor

La larga crisis económica y la gran caída en la venta de libros (en España), vienen enmascarando un malestar, una sensación de confusión que se vive en el mundo de la edición, al principio erróneamente atribuido a la llegada del libro electrónico.

El editor enfrenta hoy una divergente y a veces desconcertante presión, tanto de las exigencias del mercado –a las que tiene que atender para mantener su trabajo–, como las que son consecuencia de una nueva forma de funcionamiento y organización, producto del gran crecimiento de los grupos editoriales, para los que la mayoría de los editores trabaja.
Esta presión se ejerce desde todas partes. Desde arriba, por los accionistas, para obtener mayor rentabilidad (más ventas y menos gastos). Desde los costados por los agentes comerciales, que aunque no lean, parecieran saberlo todo sobre qué hay que publicar y qué no, y desde abajo (la ubicación es sólo un esquema) por los lectores. Pero no por los lectores de toda la vida, que siguen comprando libros cuando les interesan. La presión sobre el editor viene de los lectores que no conoce ni llegará nunca a conocer, esa gran masa de compradores ocasionales que, cuando se moviliza, cambia el resultado económico de todo el año.

Encontrar a esos lectores eventuales no es una operación literaria, sino comercial. Tiene que ver con el marketing, el posicionamiento, los estudios de mercado, un sofisticado trabajo de seducción fallido la mayor parte de las veces: encontrar escritores trabajables como Brand Business (negocio de marca), un concepto que hasta hace unos años era ajeno al mundo editorial.

El malestar del que hablo no es producto de la llegada de la edición digital, ni del avance de la piratería, como dicen algunos editores cuando los lectores no les favorecen con sus elecciones. La llegada del e-book, esta innovación perturbadora, como lo llama Clayton Christensen, no cambió demasiado las cosas, pero las complicó, funcionando como un acelerador de esa confusión general, generando una crisis de identidad en muchos editores, que llegaron a pensar si su saber tendría futuro laboral.

La crisis es algo inherente a la edición
No podemos, mirando hacia atrás, atribuir a la crisis económica lo que sucede, porque en realidad la edición está siempre en crisis.  No es una cuestión coyuntural, es identitaria, lo que diferencia a la edición de cualquier otra actividad industrial: los valores intangibles con los que trabaja.

La edición está en constante cambio. Los editores a veces no llegan a comprender la inestabilidad de su profesión, es un trabajo turbulento que requiere abundantes dosis de adaptación, improvisación y flexibilidad. Tres habilidades de por sí difíciles de aplicar, más aún si están atravesadas, como en la gran empresa de hoy, por reuniones de presupuestos, de organización, presentaciones a diversos comités, convenciones, y decisiones colectivas tomadas con muy diversos criterios de racionalidad, que absorben casi todo el tiempo laboral. Sin embargo, los grandes éxitos casi siempre llegan gracias a las intuiciones de un editor, no a las adquisiciones decidas en un comité. Sin embargo, al editor de hoy, no le queda tiempo para lo esencial.

Por eso –en todos los países– las editoriales que más rápido muestran capacidad de adaptación, improvisación y flexibilidad, son las de menor tamaño, las que suelen tener un solo propietario-editor que toma las decisiones. También son las que corren más riesgos, se pierden cuando crecen, el propietario no sabe delegar decisiones secundarias, o se hacen inmanejables y las tiene que vender.

Esa innovación perturbadora, la edición digital, comenzó hace unos años cuando presionados por los fabricantes de dispositivos electrónicos de lectura, grandes consultores de Estados Unidos convencieron al sector editorial de que el e-book tendría un efecto arrollador, y en poco tiempo acabaría con la edición tradicional. Lograron su objetivo: una venta millonaria de dispositivos, y la movilización de grandes inversiones en el desarrollo de plataformas digitales de las cuales, en unos años, la mayoría dejó de existir. Porque el gran negocio ha sido vender dispositivos, tabletas, no e-books.

El propietario de Facebook acaba de decir que en el mundo digital  lo normal es fracasar, pero no dijo lo caro que se paga ese fracaso. Tenemos muy presente los grandes éxitos del iPad, el Kindle, los pocos nombres propios (Apple, Google, Amazon) que lideran en dispositivos de lectura (no en e-books)  Pero ¿quién se acuerda de Papyre, Rocket, Softbook, iLiad, Librius, EveryBook, Ebookman, Hanlin, los fracasos de Sony, Phillips, Samsung y tantos más?

Es cierto que en Estados Unidos el 25% de los libros que se venden son de formato digital, sin embargo la venta de libros en formato tradicional  sube un 5% cada año. En el mundo hispanoamericano pasan los años, y el libro electrónico no llega al 3% anual.

Una de las consecuencias de mirar tanto al modelo de negocio de Internet, fue el traslado inmediato de algunas de sus verdades indiscutibles. Presionados por la exitosa estrategia comercial y el crecimiento vertiginoso de Amazon, el mundo de la edición decidió que lo esencial era estar más cerca del cliente, lo más enfocado posible en el consumidor.

Así para el editor su cliente es el lector, y en ese esfuerzo descomunal por acercarse (del que todavía no queda claro el resultado final), se alejó del autor, relación que durante más de un siglo había sido fundamental. La  relación del editor con el autor está desestabilizada, dice Michael Bashkar.

El mundo digital también exportó a la edición tradicional el término contenidos, sin considerar que no se hablaba de algo nuevo. Se trataba de información, textos, ilustraciones, manuscritos,  historias que contar. Muchas cosas cambian de nombre, sin que dejen de ser lo mismo. Sería como no comprender que el selfie existe desde que se inventó la fotografía, con el nombre de autorretrato, o fotos de uno mismo. Poco importa que cada tanto las cosas cambien de denominación, mientras no se pierda lo conceptual. Contenidos es exactamente con los que, desde hace cien años, vienen trabajando los editores.

Otra nociva importación del mundo online, fue la idea de eliminar la intermediación, lo que cuesta comprender, ya que entre el autor que se auto-publica en digital y el lector que adquiere el e-book, ¿qué es lo que hacen Amazon, Apple, Google, sino intermediación? Lo que estuvo detrás de esta declaración, fue la decisión de quedarse con lo que tenían otros, para incorporar esos márgenes a su negocio y así ganar más.

El asunto es qué intermediarios agregan valor y cuáles no. Si eliminar la intermediación es ofrecer a los lectores libros difíciles de leer, mal escritos, sin edición porque no han pasado por el proceso de valor que aporta un editor, no parece que sea muy ventajoso para el lector. Los malos libros ahuyentan a los lectores, incluidos los del mundo digital.

El gran peligro de esta estrategia de eliminar intermediarios, que podría sonar tan bien si eso bajara los precios de venta y aumentara la difusión, es que los que  las empresas de venta directa quieren eliminar –y están haciendo todo lo posible por lograrlo– es ese intermediario que llamamos librerías, porque consideran que el margen que tienen (30 al 40% del precio de venta) es el mayor de toda la cadena comercial del libro. Ni el editor, ni el impresor, ni el autor, ganan un porcentaje similar, pese a lo cual a las librerías les está costando sobrevivir. Eliminar las librerías sin duda sería muy bueno para la cuenta de resultados de Amazon, pero destructivo para todos los demás, desde el autor al lector.

La actividad editorial se compone de una fragmentación de funciones, no importa que se realicen o no inhouse. No hay tecnología que haya podido reemplazar a un buen traductor ni a un buen diseñador, y mucho menos al autor. Con la librería es igual.

El agente literario
Hace quince años, cuando los editores no pudieron más con la cantidad de propuestas que recibían, las grandes editoriales, desde su página web, sugerían a los autores dirigirse a “un agente literario establecido”, delegando así el papel de filtro inicial, de validador de posibilidades editoriales, de sustitución –de alguna manera–, del trabajo del antiguo comité editorial, aquel en el que los comerciales no podían ni entrar (Gastón Gallimard). Esa política la tomaron las grandes editoriales cuando una casa líder como Doubleday de Nueva York, estaba recibiendo más de diez mil manuscritos no solicitados al año. Gallimard, cinco mil.

Hasta hace unos años la misión principal del agente era conseguirle editor a sus clientes. Hoy los mayores esfuerzos del agente están en ayudar a que no se desestabilice la relación entre el autor y su editor.

El autor
Aunque la función del autor ha cambiado menos que la del editor, no puede sustraerse  a la sensación de malestar y confusión. Solo por considerar el estado de las cosas, ya está inmerso en ellas. Bastante trabajo le dio el cambio de las herramientas de trabajo, pero eso poco modificó su función, y menos aún su producto final.

El autor siente la presión de sus editores por un lado, y la del saldo de la cuenta bancaria por el otro. Además de las cuestiones de la vanidad, la frustración y todo lo que se pone en juego en un creador cuando quiere encontrar su público, o cuando siente que lo está perdiendo. También cuando no quiere hacer concesiones, pero tiene que encontrar alguna forma de vivir, todo lo que lo somete a una gran tensión.

El editor
Lo que ha cambiado para el editor es mucho, y afecta a su identidad: ya no puede definirse como un publicador, alguien que pone contenidos en circulación. “Publicar” pasó a ser una operación informática sencillísima, casi un click, como puede comprobarse en cualquier blog o programa gratuito de auto-publicación.

En la diferencia notable, sustancial, entre cualquier texto o libro auto-publicado, y un libro que llega a una librería o a una plataforma digital luego de atravesar el sofisticado camino al que lo somete el proceso editorial, está la explicación del rol y el valor que agrega el editor.

En 2012 la casa de subastas Christie’s de Nueva York vendió un libro en 8 millones de dólares. Se trataba de un ejemplar de The birds of América, de John James Audubon, publicado en 1827, el producto final de un proyecto industrial. ¿Qué fue lo que se vendió?¿Qué adquirió el comprador?  Ciertamente, no el contenido, disponible en Amazon por 7,90. Compró el libro físico, un formato, una edición en papel, de excepcional calidad.

A nivel educativo y cultural, los especialistas insisten en señalar el lugar esencial del libro de papel. Incluso para copiar, como sería el caso de un trabajo escolar, requiere ser leído y vuelto a escribir. En la no lectura digital del mal usado cortar y pegar, se encuentran gran parte de los problemas de aprendizaje de hoy.

La conclusión de Michael Bhaskar, editor digital sin trayectoria anterior en el mundo de la edición tradicional, y por lo tanto sin nostalgia por “una era dorada de la edición”, no ofrece dudas: Hasta ahora los editores han sobrevivido. Incluso han prosperado. La mayoría de los lectores están muy felices con los libros impresos que descansan en sus libreros. El modelo de negocio es sólido.

Nota:
La originalidad de cualquier idea de este texto, como muchas de las cuestiones comentadas, se debe atribuir al libro de Michael Bhaskar, La máquina de contenido. Hacia una teoría de la edición desde la imprenta hasta la edición digital. México, Fondo de Cultura Económica, 2014






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