El 26 de enero pasado, en su blog, el agente editorial Guillermo Schavelzon subió a su blog la siguiente entrada que, desde otra perspectiva, ofrece un punto de vista
distinto de lo que diferentes participantes del mundo editorial español vienen diciendo
de muy diversas maneras. Quien desee leer el original, puede hacerlo en (https://elblogdeguillermoschavelzon.wordpress.com/)
Malestar en el mundo de la edición. El editor, el
autor
La larga crisis económica y la gran caída en la venta de libros (en
España), vienen enmascarando un malestar, una sensación de confusión que se
vive en el mundo de la edición, al principio erróneamente atribuido a la
llegada del libro electrónico.
El editor enfrenta hoy una divergente y a
veces desconcertante presión, tanto de las exigencias del mercado –a las que
tiene que atender para mantener su trabajo–, como las que son consecuencia de
una nueva forma de funcionamiento y organización, producto del gran crecimiento
de los grupos editoriales, para los que la mayoría de los editores trabaja.
Esta presión se ejerce desde todas partes. Desde arriba, por los
accionistas, para obtener mayor rentabilidad (más ventas y menos gastos). Desde
los costados por los agentes comerciales, que aunque no lean, parecieran
saberlo todo sobre qué hay que publicar y qué no, y desde abajo (la ubicación
es sólo un esquema) por los lectores. Pero no por los lectores de toda la vida,
que siguen comprando libros cuando les interesan. La presión sobre el editor
viene de los lectores que no conoce ni llegará nunca a
conocer, esa gran masa de compradores
ocasionales que, cuando se moviliza, cambia el resultado económico de todo el
año.
Encontrar a esos lectores eventuales no es
una operación literaria, sino comercial. Tiene que ver con el marketing, el posicionamiento, los
estudios de mercado, un sofisticado trabajo de seducción fallido la mayor parte
de las veces: encontrar escritores trabajables como Brand Business (negocio de marca), un concepto que hasta hace unos años era ajeno
al mundo editorial.
El malestar del que hablo no es producto de
la llegada de la edición digital, ni del avance de la piratería, como dicen
algunos editores cuando los lectores no les favorecen con sus elecciones. La
llegada del e-book, esta innovación perturbadora, como lo llama Clayton
Christensen, no cambió demasiado las cosas, pero las complicó, funcionando como
un acelerador de esa confusión general, generando una crisis de identidad en
muchos editores, que llegaron a pensar si su saber tendría futuro laboral.
La
crisis es algo inherente a la edición
No podemos, mirando hacia atrás, atribuir a la crisis económica lo
que sucede, porque en realidad la edición está siempre en
crisis. No es una cuestión coyuntural, es identitaria, lo que
diferencia a la edición de cualquier otra actividad industrial: los valores
intangibles con los que trabaja.
La edición está en constante cambio. Los
editores a veces no llegan a comprender la inestabilidad de su profesión, es un
trabajo turbulento que requiere abundantes dosis de adaptación, improvisación y
flexibilidad. Tres habilidades de por sí difíciles de aplicar, más aún si están
atravesadas, como en la gran empresa de hoy, por reuniones de presupuestos, de
organización, presentaciones a diversos comités, convenciones, y decisiones
colectivas tomadas con muy diversos criterios de racionalidad, que absorben
casi todo el tiempo laboral. Sin embargo, los grandes éxitos casi siempre
llegan gracias a las intuiciones de
un editor, no a las adquisiciones decidas en un comité. Sin embargo, al editor de hoy, no le queda tiempo para lo esencial.
Por eso –en todos los países– las editoriales que más rápido
muestran capacidad de adaptación, improvisación y flexibilidad, son las de
menor tamaño, las que suelen tener un solo propietario-editor que toma las
decisiones. También son las que corren más riesgos, se pierden cuando crecen,
el propietario no sabe delegar decisiones secundarias, o se hacen inmanejables
y las tiene que vender.
Esa innovación perturbadora, la edición digital, comenzó hace unos años cuando presionados por
los fabricantes de dispositivos electrónicos de lectura, grandes consultores de
Estados Unidos convencieron al sector editorial de que el e-book tendría un efecto arrollador, y en poco tiempo acabaría con la
edición tradicional. Lograron su objetivo: una venta millonaria de dispositivos,
y la movilización de grandes inversiones en el desarrollo de plataformas
digitales de las cuales, en unos años, la mayoría dejó de existir. Porque el
gran negocio ha sido vender dispositivos, tabletas, no e-books.
El propietario de Facebook acaba de decir
que en el mundo digital lo normal es fracasar, pero no dijo lo caro que se paga ese fracaso. Tenemos muy presente
los grandes éxitos del iPad, el Kindle, los pocos nombres propios (Apple,
Google, Amazon) que lideran en dispositivos de lectura (no en e-books) Pero ¿quién se acuerda de Papyre, Rocket, Softbook, iLiad,
Librius, EveryBook, Ebookman, Hanlin, los fracasos de Sony, Phillips, Samsung y
tantos más?
Es cierto que en Estados Unidos el 25% de
los libros que se venden son de formato digital, sin embargo la venta de libros
en formato tradicional sube un 5% cada año. En el mundo hispanoamericano pasan los años, y
el libro electrónico no llega al 3% anual.
Una de las consecuencias de mirar tanto al modelo de negocio de
Internet, fue el traslado inmediato de algunas de sus verdades
indiscutibles. Presionados por la exitosa estrategia comercial y el crecimiento
vertiginoso de Amazon, el mundo de la edición decidió que lo esencial era estar
más cerca del cliente, lo más enfocado posible en el consumidor.
Así para el editor su cliente es el lector, y
en ese esfuerzo descomunal por acercarse (del que todavía no queda claro el
resultado final), se alejó del autor, relación que durante más de un siglo
había sido fundamental. La relación del editor con el autor está desestabilizada,
dice Michael Bashkar.
El mundo digital también exportó a la
edición tradicional el término contenidos, sin considerar que no se
hablaba de algo nuevo. Se trataba de información, textos, ilustraciones,
manuscritos, historias que contar.
Muchas cosas cambian de nombre, sin que dejen de ser lo mismo. Sería como no
comprender que el selfie existe
desde que se inventó la fotografía, con el nombre de autorretrato, o fotos de
uno mismo. Poco importa que cada tanto las cosas cambien de denominación,
mientras no se pierda lo conceptual. Contenidos es exactamente con los que, desde hace
cien años, vienen trabajando los editores.
Otra nociva importación del mundo online, fue la idea de eliminar la intermediación, lo que cuesta comprender,
ya que entre el autor que se auto-publica en digital y el lector que adquiere
el e-book,
¿qué es lo que hacen Amazon, Apple, Google, sino intermediación? Lo que estuvo detrás de esta
declaración, fue la decisión de quedarse con lo que tenían otros, para
incorporar esos márgenes a su negocio y así ganar más.
El asunto es qué intermediarios agregan
valor y cuáles no. Si eliminar la intermediación es ofrecer a los lectores libros difíciles
de leer, mal escritos, sin edición porque no han pasado por el proceso de valor
que aporta un editor, no parece que sea muy ventajoso para el
lector. Los malos libros ahuyentan
a los lectores, incluidos los del mundo digital.
El gran peligro de esta estrategia de
eliminar intermediarios, que podría sonar tan bien si eso bajara los precios de
venta y aumentara la difusión, es que los que las empresas de venta
directa quieren eliminar –y están haciendo todo lo posible por lograrlo– es ese
intermediario que llamamos librerías,
porque consideran que el margen que tienen (30 al 40% del precio de venta) es
el mayor de toda la cadena comercial del libro. Ni el editor, ni el impresor,
ni el autor, ganan un porcentaje similar, pese a lo cual a las librerías les
está costando sobrevivir. Eliminar las librerías sin duda sería muy bueno para
la cuenta de resultados de Amazon, pero destructivo para todos los demás, desde
el autor al lector.
La
actividad editorial se compone de una fragmentación de funciones, no importa que se realicen o no inhouse. No hay tecnología que haya podido
reemplazar a un buen traductor ni a un buen diseñador, y mucho menos al autor.
Con la librería es igual.
El
agente literario
Hace quince años, cuando los editores no
pudieron más con la cantidad de propuestas que recibían, las grandes
editoriales, desde su página web, sugerían a los autores dirigirse a “un agente
literario establecido”, delegando así el papel de filtro inicial, de validador
de posibilidades editoriales, de sustitución –de alguna manera–, del trabajo
del antiguo comité editorial, aquel en el que los comerciales no podían ni entrar (Gastón Gallimard). Esa política la
tomaron las grandes editoriales cuando una casa líder como Doubleday de
Nueva York, estaba recibiendo más de diez mil manuscritos no solicitados al
año. Gallimard, cinco mil.
Hasta hace unos años la misión principal del
agente era conseguirle editor a sus clientes. Hoy los mayores esfuerzos del
agente están en ayudar a que no se desestabilice la relación entre el autor y
su editor.
El autor
Aunque la función del autor ha cambiado menos que la del editor, no
puede sustraerse a la sensación de malestar y confusión. Solo por
considerar el estado de las cosas, ya está inmerso en ellas. Bastante trabajo
le dio el cambio de las herramientas de trabajo, pero eso poco modificó su
función, y menos aún su producto final.
El autor siente la presión de sus editores
por un lado, y la del saldo de la cuenta bancaria por el otro. Además de las
cuestiones de la vanidad, la frustración y todo lo que se pone en juego en un
creador cuando quiere encontrar su
público, o cuando siente que lo está perdiendo. También cuando
no quiere hacer concesiones, pero tiene que encontrar alguna forma de vivir,
todo lo que lo somete a una gran tensión.
El editor
Lo que ha cambiado para el editor es mucho, y afecta a su identidad:
ya no puede definirse como un publicador,
alguien que
pone contenidos en circulación. “Publicar” pasó a ser una operación
informática sencillísima, casi un click, como puede comprobarse en cualquier
blog o programa gratuito de auto-publicación.
En la
diferencia notable, sustancial, entre cualquier texto o libro auto-publicado, y
un libro que llega a una librería o a una plataforma digital luego de atravesar
el sofisticado camino al que lo somete el proceso editorial, está la
explicación del rol y el valor que agrega el editor.
En 2012 la casa de subastas Christie’s de Nueva York vendió un libro en 8
millones de dólares. Se trataba de un ejemplar de The
birds of América, de John James Audubon, publicado en 1827, el producto
final de un proyecto industrial. ¿Qué fue lo que se vendió?¿Qué adquirió el
comprador? Ciertamente, no el contenido, disponible en Amazon por 7,90.
Compró el libro físico, un formato, una edición en papel, de excepcional calidad.
A nivel educativo y cultural, los especialistas insisten en señalar
el lugar esencial del libro de papel. Incluso para copiar, como sería el caso
de un trabajo escolar, requiere ser leído y vuelto a escribir. En la
no lectura digital del mal usado cortar y pegar, se encuentran gran parte de los
problemas de aprendizaje de hoy.
La conclusión de Michael Bhaskar, editor
digital sin trayectoria
anterior en el mundo de la edición tradicional, y por lo tanto sin nostalgia
por “una era dorada de la edición”, no ofrece dudas: Hasta
ahora los editores han sobrevivido. Incluso han prosperado. La mayoría de los
lectores están muy felices con los libros impresos que descansan en sus
libreros. El modelo de negocio es sólido.
Nota:
La originalidad de cualquier idea de este
texto, como muchas de las cuestiones comentadas, se debe atribuir al libro de
Michael Bhaskar, La máquina de
contenido. Hacia una teoría de la edición desde la imprenta hasta la edición
digital. México, Fondo de Cultura Económica, 2014
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