Chavela Vargas |
María
José Furió
reflexiona aquí, en esta columna publicada el 9 de junio pasado en El Trujamán,
sobre lo que es traducir canciones y lo hace, como siempre, con elegancia. Su
columna es ideal para adelantar el fin de semana.
Traducir
canciones para interpretar en el escenario
Una de tantas cosas buenas que trae Internet —y
adherirse a una asociación de traductores seria con listado de traductores
accesible al público— es la posibilidad de recibir directamente encargos de
clientes privados o sociedades pequeñas, que rompen con la rutina editorial y
suponen una experiencia de traducción enriquecedora. Puede tratarse de un texto
literario que acompañará a un vídeo artístico o un conjunto de canciones que
encajarán en una obra de teatro vanguardista.
La colaboración directa con los autores crea cierta
complicidad, aunque la comunicación sea vía correo electrónico o por teléfono,
pues buscan una interlocución creativa y respuestas inmediatas, algo que no
sucede si media una agencia o una empresa editorial. Es más estimulante para el
traductor si el cliente-autor sabe qué busca y es consciente de que conoce pero
no domina el idioma de llegada, aquí el español. Entonces es competente para
captar matices, pero carece de lo que técnicamente llamamos «criterio
lingüístico», el conocimiento propio del nativo que puede operar en varios
registros sin confundirlos. La mayor dificultad al traducir un texto poético en
prosa que narrará un actor es conseguir que, de viva voz, el texto no suene
engolado. La adaptación de canciones y de poesía es más peliaguda. En el caso
que comento aquí, se requería incorporar orgánicamente la voz
de los intérpretes: dos mujeres y un hombre. No querían una traducción literal
—ni, claro está, una versión libre— sino una adaptación; siendo difícil o
imposible conservar las rimas y aliteraciones, se trataba de apoyarse en rimas
internas y crear un ritmo que los actores pudieran adaptar a su interpretación.
Aun sin conocer la música que utilizarían, el ritmo de los versos en francés
sugería la melodía posible de la frase.
No suelo pelearme por ejercer de autora en
este tipo de colaboraciones, pues doy por hecho que a lo largo de los ensayos y
representaciones querrán introducir cambios. Prefiero entonces presentar
alternativas de modo que, cuando surja la necesidad de cambiar, lo hagan dentro
del margen que propongo, para evitarles la tentación de improvisar soluciones
que podrían no ser correctas en castellano. Soy consciente de que traducir
canciones no es siempre tarea sencilla, pero hay que considerar que el
traductor no dispone de años como un poeta que traduce su propia obra.
La canción que podía tener más peso en el
espectáculo era, deduje por los correos de ida y vuelta, «La llorona», que no
era una traducción de cualquiera de las versiones en español, aunque compartía
con la más conocida algunos versos e imágenes. Había que tomarla como una composición
nueva sin perder de vista las versiones clásicas, bien la de Chavela Vargas,
bien el éxito reciente de Lila Downs, que con sus juegos vocales e
instrumentales actualizó hacia 2007 esta canción tradicional de la Revolución
mexicana atrayendo al público moderno. A diferencia de las últimas
interpretaciones de Chavela Vargas, donde era fundamental la presencia de la
mítica cantante con su voz cascada y escasa, su pathos sentimental
y su intensidad histriónica, la versión de Downs cede protagonismo a la música
y supongo que esta interpretación más artística ha inspirado nuevas
recreaciones, como el espectáculo de vanguardia del que hablo aquí. En años más
recientes, otra cantante mexicana, Ely Guerra, ha popularizado su versión de
«La llorona». Consciente de que tiene una bella voz de contralto, su
interpretación se basa en esa voz que en determinados momentos lleva de
«excursión» a ritmos modernos, para escándalo de los más conservadores y
regocijo de sus fans.
Estas consideraciones sirven para recordar que con
una canción tradicional puede hacerse mucho pero también se puede hacer el
ridículo. El ridículo puede ser quedarse corto: el exceso de sobriedad y
sosería de Susana Harp, o pasarse de largo: el desgarro y la impostación. La
última palabra la tenían aquí los autores-intérpretes que, afortunadamente,
presentaron con claridad sus ideas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario