Publicada en el diario.es del 2 de
junio de este año por Mónica Zas Marcos,
la nota que sigue se ocupa de la traducción de la literatura infantil que,
según la bajada “ tiene
un historial de censura, paternalismo y orientalismo que puede influir en las
mentes de los más pequeños”.
El lado menos infantil de la literatura para niños
La literatura infantil es el cajón de sastre de la
ficción fantástica. Y como tal ha sido censurada, aunque estuviese dirigida a
una lectura adulta. Cuando la obra de Julio Verne llegó a manos de
las editoriales, los traductores borraron de un plumazo todos los pasajes
antisemitas de su imaginario utópico. Decían que los insultos velados hacia los
judíos eran impropios para los niños. Algo parecido ocurrió con Robinson
Crusoe y su crítica mordaz hacia la Iglesia católica, que fue
suavizada en su versión anglosajona o directamente omitida en la española.
Así, las violaciones y rameras del libro de Daniel
Defoe se tradujeron para todos los públicos como raptos y chicas no
honradas.
Estas licencias con la tijera y el uso
interesado de los sinónimos fueron justificadas como el cuidado
hacia una literatura que moldearía las grandes mentes del futuro.
Varias generaciones han soñando con levantar caballos
como Pippi
Calzaslargas, formar parte de la tribu de niños perdidos de Emilio y los
detectives o
con derribar a la mafia de Tintín
en el Congo. Pero cada uno de estos universos fue como un
explosivo envuelto en inocencia para las editoriales de nuestro
país. ¿Cómo traducir a Pippi para que no fuese interpretada como una oda a
la desobediencia? ¿Debía el traductor disimular los prejuicios racistas de
la Europa de los años 30?
Aunque la literatura para niños es la gran maltratada en
el escaparate mediático, su proceso editorial puede que sea el más
peliagudo del sector. Ni todas las oscuras obsesiones de los autores nórdicos,
ni el lascivo lenguaje del Marqués de Sade se someten a un
tercer grado como el de los títulos infantiles. No en vano, esta categoría
ostenta el segundo puesto en el ránking de libros traducidos en nuestro
país, por detrás de lo que llaman "creación literaria". Los
mismos datos del Ministerio de Cultura afirman que 4 de cada 10 libros que
caen en las manos de nuestros pequeños son interpretaciones.
Estas cifras difieren bastante en el
caso de Inglaterra o Estados Unidos, donde la producción de
títulos traducidos roza el chovinismo con un exiguo 3%. Decía Montaigne
que enseñar a un niño no es llenar un vacío, sino encender un fuego. Y
la cultura angloamericana se está perdiendo una enorme cantidad de ficción
infantil por limitar sus librerías a la lengua de Shakespeare. Los
adolescentes británicos tienen sus estanterías plagadas de superstars como J.K.
Rowling, Lewis Carroll y JM Barrie, pero necesitan un chute foráneo entre sus
filas.
Poco a poco, la globalización ha dado sus frutos y estos
países intentan coser la brecha literaria entonando elmea
culpa. Admiten que la leyenda milenaria de que los niños no
pillan el humor o la moralina extranjera es totalmente falsa. Por eso están recuperando grandes clásicos
desdeñados como Carta al rey,
de Tonke Dragt, y otros fenómenos como la saga francesa de Oksa Pollock.
El patriotismo literario ha dejado de ser una
tendencia molona para convertirse en vergonzosa. Y esta cura de conciencia
se ha conseguido con años de iniciativas como Literature Across Frontiers y editoriales que educan al público en
la cultura traducida.
Pero no todo es paja en el ojo ajeno, pues la profesión
española no está exenta de vigas para hacer autocrítica. El paternalismo
en las traducciones, una evidente idolatría por las obras
angloamericanas (más por las segundas), el maltrato institucional al
oficio de traductor o el irreversible efecto mainstream de Harry Potter en la literatura juvenil: un buen
puñado de batallas para un gremio que trabaja en las sombras y
queda silenciado por las exigencias de los escritores.
El complejo
del traductor padre
Los niños son capaces de convertir cualquier vivencia en un
cubo de Rubik de preguntas. Por eso algunos traductores de literatura infantil
(LIJ) han optado por omitir los asuntos peliagudos de los libros, o bien
explicarlos con paráfrasis innecesarias. Es lo que en la profesión se conoce
como paternalismo traductor. "Son purificaciones en la LIJ y en su traducción, es
decir, un proteccionismo exacerbado que no deja espacio para temas como la
muerte, el sexo o la violencia", escribe Lourdes Lorenzo, catedrática de la
Universidad de Vigo. Para la profesora, tan malo es sustituir
el término alcohol por leche, como
excederse en la interpretación de los elementos implícitos en el texto original.
Sin embargo, los peores tentáculos del paternalismo se
extienden hacia aquellos libros "peligrosos" que nunca
llegarán a traducirse. "Esto es lo que ha ocurrido con dos obras
de LIJ publicadas en Alemania en 1994 ( Leanders
Traum y Papas
Freund), que no tuvieron correspondencia
en España por el miedo a su temática homosexual", cuenta Lorenzo. La
censura se ha aplicado a todas las temáticas, pero en el caso de la infantil
contaba con la excusa perfecta para imponer una ideología. "Dentro de
esta categoría incluiríamos también aquellos referentes propios de la cultura
origen que han sido neutralizados o sustituidos por otros compartidos",
dice el estudio en referencia al cuento de Pocahontas, donde se reemplaza al rey James
por el simple título de rey de Inglaterra.
Ombliguismo
occidental
Hemos visto que las conductas
paternalistas de omisión o condescendencia infravaloran los conocimientos de
los jóvenes y restan calidad a la traducción. Lo que se despliega de forma
inmediata en el siguiente talón de Aquiles del sector: el dominio aplastante de
las traducciones desde el inglés. Esto no solo supone una frontera
idiomática, sino también de apertura a otras culturas no occidentales.
"El inglés es el idioma
darwinista por antonomasia, el que se adapta cuando los demás ya estamos por
extinguirnos", escribe Javier Calvo en El fantasma en el libro. El mundo de la traducción le suele otorgar unos
adjetivos al inglés que caracterizan su supuesta superioridad (maleable,
sencillo, moderno...). Por eso la mitad de nuestras librerías tienen marca made in USA y
están huérfanas de todo rastro oriental que no sea el japonés. Esta
preferencia tiene un efecto boomerangque también influye en las obras españolas que llegan al
extranjero, en su mayoría -sorpresa- traducidas al inglés. Por eso el
Ministerio de Cultura ha intentado romper el sesgo con más ayudas a
las traducciones al italiano, al francés y al árabe.
Pero esta buena intención no es bidireccional y las obras
orientales o africanas siguen dándose contra un muro en nuestro país. Los niños
españoles crecen observando un patrón único de personas blancas y
costumbres occidentales, considerando todo lo ajeno a estos cánones como algo
exótico. Así que algunas editoriales especializadas han atajado esta falta de
diversidad publicando libros que no habrían tenido ni una oportunidad de llegar
a España. Sim Sim,
por ejemplo, ofrece cuentos infantiles centrados en un universo árabe para
acabar con los tópicos del mundo musulmán. "Estos relatos nos
ponen en contacto con los orígenes de la tradición, con su mundo imaginario, su
sentido de la supervivencia y algunos de sus valores más asentados", dicen
desde esta editorial propiedad de la Casa Árabe.
Una hecatombe
llamada Harry Potter
Los más críticos asumen este orientalismo como una
consecuencia directa de la dictadura económica. La literatura angloamericana
vende porque procede de una potencia que vende. La publicidad se ha
convertido en el titiritero del sector editorial infantil y lo mueve al son de
las oscuras necesidades del merchandising.
Algunos académicos han encontrado el momento exacto de la
colonización: la publicación del primer libro de Harry Potter, en 1997. Estos expertos defienden que
los editores para niños ya no invertirán en traducciones pequeñas, sino en
sagas con un gran potencial de convertirse en fenómenos comerciales. Porque
muchas veces las mochilas, estuches o camisetas con la imagen del héroe
literario del momento reportan más beneficios que la propia obra.
"Con los libros de Harry
Potter hay
cierta presión añadida por el elevadísimo número de seguidores que tiene la
serie", confiesa Gemma Rovira, traductora de la saga de J.K. Rowling al
español. "Para mí era importante no rebajar el nivel de exigencia por el
hecho de que los lectores fueran niños, puesto que la autora no lo hacía".
Sin embargo, Rovira no piensa que estos libros fuesen el comienzo de una
dictadura de la publicidad. "No voy a negar que en el mundo editorial
exista el marketing, pero ante todo prima el verdadero valor de la literatura y
de la magia de la lectura", concluye.
Con efecto Harry Potter o sin él, la profesión de traductor
está sujeta a unas duras condiciones que no reciben una recompensa
económica acorde. Cuando la versión es sobresaliente, el mérito se lo
lleva el autor; y si hay un error, el traductor paga los platos rotos.
"No hacemos más que asumir la responsabilidad del texto
original", admite Gemma. Pero gracias a ella (una de las firmas de
traducción más conocidas de Salamandra) y a Javier Calvo, que ha editado su
propio libro sobre las sombras de la profesión, estos fantasmas van
consiguiendo una autoridad corpórea entre los lectores más jóvenes. Un
insuficiente homenaje a ese reducto infantiloide de nuestro cerebro que a veces
se va de paseo por Hogwarts o el Nautilus, y que siempre llevará dos firmas.
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