También en el diario Perfil, pero esta vez el 21 de mayo de este año, Damián Tabarovsky firmó la siguiente
columna.
Traducciones y París
El otro día me encontré por la calle con uno de
esos típicos escritores argentinos, de esos pendeviejos que se visten con
remeras de rock y fuman cigarrillos negros franceses creyendo que así son
interesantes, cuando en verdad no le interesan a nadie, y menos a mí, que me
descolgué mentalmente de la conversación, mientras él me contaba que lo habían
traducido a no sé qué idioma y que había salido una nota sobre él en no sé qué
diario estadounidense. Y luego recordé que algo malo debe pasar con ese asunto
si el mejor escritor argentino de las últimas décadas –Héctor Libertella– nunca
fue traducido a ningún idioma, y ni siquiera publicado en España. Habla bien de
Libertella semejante olvido (¿se imaginan a Libertella, con alguno de esos
virreyes de grandes grupos o de grandes editoriales ex independientes, de gira
por toda Latinoamérica vendiendo espejitos de colores?).
Los pichiciegos, de Fogwill, fue traducido al inglés con suerte dispar. De un lado,
cayó sobre uno de los mejores traductores –Nick Caistor, quien también escribió
un bello obituario a su muerte en The
Guardian– y también, a priori,
sobre una de las mejores editoriales posibles: Serpent’s Tail, de Londres. Pero
su prestigioso editor –cuyo nombre guardo piadosamente en silencio– entendió,
con razón, que “pichiciegos” es intraducible, pero frente a ese escollo optó
por llamar a la novela Malvinas Requiem,
arruinándolo todo en un instante (arruinando su propio plan: supuso que ese
título era más ganchero y vendedor, pero en Inglaterra prácticamente nadie sabe
que las Falkland Islands en castellano se llaman Islas Malvinas, por lo que el
título se volvió aún más incomprensible que si hubiera dejado Los pichiciegos). Veremos ahora qué le
depara la suerte a la novela en Francia, donde acaba de salir en la editorial
Denoël, traducida por Séverine Rosset, con un título que sí me gusta –Sous terre, “Bajo tierra”– y una tapa
que recuerda el viejo juego de la batalla naval. Volvamos ahora por un momento
a Buenos Aires, aunque para seguir hablando de Francia, volvamos para
detenernos en París y el odio,
recientemente editada por Entropía, segunda novela de Matías Alinovi, después
de la excepcional La Reja, publicada
en Alfaguara durante la gestión de Julia Saltzman. París y el odio abre con una frase programática: “La decisión de
incendiar París fue repentina”. Si digo programática, es porque en esa primera
frase se encuentran las tres palabras sobre las que pivota la novela: decisión,
incendiar, París. París y el odio es
una novela que decide incendiar París, como quien decide incendiar los 60 y el
mito del argentino exitoso en la Ciudad Luz: Cortázar, Atahualpa Yupanqui. Y
luego, detrás de eso, queda la violencia, la ruina de lo que ya no es, el
pasado acabado, la sorna sobre los lectores de Libération. Marino viaja a París después de Cortázar, a una París
en la que ya no está Cortázar y a la que Cortázar le ha hecho mucho daño (el
daño del lugar común). Vaciada del mito, de París sólo queda el odio. La
impostura hueca, “el nombre ridículo” (Alinovi mantiene su plan hasta en las
últimas palabras). Novela de historias entrecruzadas, los momentos de ironía se
me hicieron menos interesantes que aquellos en que la prosa intensa, por
momentos brutal, domina el relato. Por suerte, ése es el tono mayoritario del
libro.
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