Quinta y última entrega de esta breve encuesta con
traductores chilenos, a propósito de lo que traducen y la situación de la
traducción en Chile. Se cierra con Enrique Winter (1982), poeta y traductor, magíster en escritura creativa por la Universidad de
Nueva York y dirige el diplomado del área en la Universidad Católica de
Valparaíso. Fue editor de Ediciones del Temple y abogado. Publicó los libros de
poesía Atar las naves (Del Temple, Santiago, 2003; Manual, Rancagua y
Valparaíso, 2009), Rascacielos (anticipo) (Ripio, Santiago, 2006), Rascacielos (Proyecto Literal, Ciudad de México, 2008; Funesiana,
Buenos Aires, 2011), Skyscrapers (trad. Mary Ellen Stitt; Díaz Grey editores, Nueva
York, 2013), Guía de despacho (Cuarto Propio, Santiago, 2010; Gigante, Paraná, 2014;
Atarraya Cartonera, San Juan de Puerto Rico, 2015; Libros del Pez Espiral,
Santiago, 2015), Primer movimiento (Sudaquia, Nueva York, 2013), Código civil (Ruido Blanco,
Quito, 2014), Lengua de señas(Alquimia, Santiago, 2015), Sign Tongue (trad. David McLoghlin, Goodmorning Menagerie, Washington,
2015; Bokeh, Leiden, 2016), De ruidos para construcción y orquesta (Zindo &
Gafuri, Buenos Aires, 2016) y Oben das Meer Unten der Himmel (trad. Sarah Otter, Johanna Schwering y Léonce Lupette,
Luxbooks, Fráncfort, 2016). En narrativa publicó Las bolsas de basura (Alquimia,
Santiago, 2015). Editó poemas musicalizados junto a Gonzalo Planet bajo el
título Agua en polvo (Cápsula Discos,
Santiago, 2012). Entre sus traducciones se cuentan Decepciones de Philip
Larkin, junto con Bruno Cuneo y Cristóbal Joannon (Universidad de Valparaíso,
2013), Blanco inmóvil de
Charles Bernstein (Fondo de Animal, Guayaquil, 2013; Kriller71, Barcelona,
2014), Abuso de sustancias de Charles Bernstein (Alquimia, 2014) y Grandes éxitos de Charles
Bernstein (Mantis, Guadalajara, 2014).
–¿Desde
cuándo y por qué traducís?
–Desde
la Navidad de 2004, cuando pedí de regalo una antología de poetas de habla
inglesa en la que varias versiones me parecieron pobres. –De pura rabia me puse
a corregirlas y con “This Be the Verse” y “High Windows” comencé ese verano,
que estuve de intercambio en Berkeley, la traducción de Philip Larkin publicada
nueve años después.
–¿Cómo
elegís a los autores que vas a traducir?
–Suelo
elegir poesía que haya cambiado las condiciones expresivas del género, a través
de innovaciones formales que puedan aportar a nuestra tradición. Disfruto
encontrar posibilidades para textos cuya primera función en el original no era
necesariamente el sentido, como en el caso de Charles Bernstein. Aun así, debe
apasionarme el universo creado por el autor. Traduzco si me encanta el original
y, a la vez, siento que es indispensable que exista en castellano, salvo las
sanas excepciones cuando algún amigo me pide un favor. Al final todo se mezcla,
como en la muestra de poetas birmanos que publiqué hace unos meses. Este año
fue particular, porque traduje sólo libros por encargo. De la Universidad de
Valparaíso recurrieron a mí para que coordinara la primera traducción chilena
de Emily Dickinson, que afinamos estos días con Verónica Zondek y Rodrigo
Olavarría, mientras que de Libros de Mentira me preguntaron si estaba dispuesto
a traducir a Gilbert Keith Chesterton, lo que acepté gustoso. Me alegró que se
tratara de clásicos cuyos procedimientos he estudiado, sin que en castellano me
pareciera que se les hubiese hecho suficiente justicia. Es increíble que la
madre de la poesía estadounidense no tenga una sola traducción que le respete
las mayúsculas, los guiones y el sentido, prestándole alguna atención a la
tonada métrica y rimada que vuelve árida y graciosa a la vez su densidad
conceptual y espiritual. Presentaremos la antología a comienzos del próximo año. Los cuentos del británico los
lanzaremos el sábado que viene en Valparaíso. Tres
paradojas se llama el libro.
–¿Qué relación hay entre lo que traducís y tu propia tarea
como poeta?
–Cada
vez que traduzco siento que esta es la forma más profunda de leer, como si no
hubiera leído de veras la literatura que no traduje. Es mi escritura la que
expone al autor traducido en castellano y mis propios poemas son, por así
decirlo, traducciones de mi experiencia en el mundo. Es inevitable, y ni
siquiera intento oponerme, que aquello que traduzco impregne lo que escribo. Es
un aprendizaje constante de formas distintas de decir que enriquecen mi caja de
herramientas, sobre todo en un aspecto musical, el primero que suele abandonar
la traducción y que para mí es el centro. Trato de pensar como los autores que
traduzco, de ser ellos por un rato, y para entrar en ese trance es que trabajo
sus textos por días completos y seguidos. Luego puedo pasar un año sin traducir
un verso.
–¿Cuál
es el panorama actual de la traducción literaria en Chile?
–Uno
aún precario, de nicho, y también el mejor en décadas. Hubo prácticamente un
vacío de treinta años entre generaciones de traductores y hoy nos encontramos
en proyectos comunes que coinciden con un incipiente interés de los lectores
hacia otras tradiciones. Hay cada vez más escritores que dominan idiomas,
mayoritariamente el inglés, y menos prejuicios sobre cómo puede ser la
literatura o quién está autorizado para hacerla. Autores más jóvenes suben
desde cualquier provincia y de inmediato a internet sus versiones de poemas que
van descubriendo.
––¿En qué medida la industria editorial chilena se hace cargo
de los traductores chilenos?
–La
respuesta hace unos años habría sido un rotundo “en ninguna medida”, pero la
sola mención de las dos editoriales que pagaron los encargos de este año o de
Overol, que lo hará en 2018 para mi traducción de Susan Howe —una poeta extraordinaria,
cuyo trabajo me pidieron al leer una muestra que hice para Eterna
Cadencia—,
da cuenta de su responsabilidad activa en el crecimiento de la escena. Esto se
debe, en parte, a los fondos para traducción del Consejo del Libro y la
Lectura, que es estatal y también financia traducciones de autores chilenos en
el extranjero. Por concurso apoyaron Puste Spacie,
la antología de mi poesía en polaco, por ejemplo. Y también traducimos
críticamente estéticas actuales en revistas sin recursos, dentro de un espíritu
colaborativo que renueva lo que puede leerse en el país.
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