El pequeño arte de traducir
“Este pequeño arte”, así llamó Helen Lowe-Porter a la
traducción. Pero decir this little art no
es necesariamente lo mismo que decir este pequeño arte. El calificativo little, el diminutivo little, no se usa en este caso para acotar
el tamaño del arte, sino su importancia. This
little thing, esta cosilla inconsecuente, este artecillo humilde; aquí little no es diminutivo sino
peyorativo. Pero no, Lowe-Porter no dijo eso. La traducción, sobre todo en sus
errores, puede ser monumentalmente importante.
Kate Briggs, traductora del teórico francés
Roland Barthes, publicó un ensayo con ese nombre, This
little art, en el que habla de Helen Lowe-Porter y su traducción al inglés
de la obra de Thomas Mann, en particular de su libro La
montaña mágica (1927). Lowe-Porter, una señora, casada, madre de tres
hijos, no fue la traductora que Mann eligió –ese traductor se tiró por la
ventana, dejando a Mann desprovisto–. Fue la traductora que Mann tuvo a la
mano, la que se ofreció a hacer el trabajo porque quería ocupar su mente en
algo. Lowe-Porter se lamentaba de no tener un conocimiento suficientemente
pulido del alemán. Él hubiese preferido a un hombre. Con todo, se convirtió en
su traductora oficial y sus versiones al inglés se vendieron por millones.
Años más tarde, sus esfuerzos se han puesto
en entredicho por tener errores considerados elementales. Sin embargo, sus
traducciones continúan siendo las más leídas.
A propósito, Briggs se pregunta: ¿Qué es la
traducción? ¿A quién leemos cuando leemos a Mann en inglés? ¿Qué es lo que hace
el traductor? ¿Por qué hasta hace muy poco no se incluía el nombre del
traductor en la portada y aun ahora muchas editoriales lo omiten como si
Dostoyevski nos llegara directo al español? Briggs argumenta, muy influida por
su trabajo con Barthes, que el texto pasa por el cuerpo del traductor, que ella
aporta a la traducción sus experiencias, saberes y afectos.
¿Qué se pierde con la traducción? ¿Qué se
gana?
En un artículo publicado en El País, la nueva traductora de Mann, Isabel
García Adánez, quien en el 2005 tradujo La
montaña mágica directamente del alemán, opina que “el traductor ha de
ser invisible”. Briggs argumenta lo opuesto, no existe el susodicho traductor
oculto. En las versiones al español, con frecuencia podemos escuchar el origen
del traductor. Si se hizo desde México, España o Argentina, te podrán dar una
cachetada, una hostia o una bofetada.
Por su parte, Emily Wilson, la primera
mujer que tradujo la Odisea del
griego antiguo al inglés, considera que su traducción difiere de las anteriores
no solo por su uso de la métrica y por elegir un inglés más accesible, sino
porque hace énfasis en que algunas mujeres eran esclavas y no simplemente
“sirvientes” o “putas”, como son tratadas por otros traductores menos sensibles
al hecho de que estas mujeres no tenían opciones. Además, pone el énfasis en el
dolor de las víctimas y no solo en los vencedores, como han hecho otros.
En su cuenta de Twitter, Wilson presenta
sus decisiones y encrucijadas. Por ejemplo, cómo traducir la palabra pertho, que los diccionarios dicen es
saquear, destrozar, robar, estropear. “Waste, ravage, sack, take, plunder...” A
ella estos términos le parecen arcaicos o románticos, y considera que no hay
razón para pensar que en griego antiguo sonaran así, porque describen una
acción violenta, que también puede significar matar.
Tanto Wilson como Briggs son traductoras
que han salido de la invisibilidad, que buscan hacer manifiesto su trabajo, más
debatible y a la vez más responsable. Porque si no sabemos quién es el
traductor, ni sabemos de qué idioma se traduce, ni sabemos de dónde viene,
¿cómo podemos reprochar sus decisiones?
El libro de Briggs recibió una crítica
feroz por parte de Benjamin Moser en el New
York Times. Él interpretó que al mencionar a Lowe-Porter, Briggs estaba
justificando sus errores. Y al decir que la traducción era un arte, Briggs le
estaba quitando su componente de objetividad. Él prefería ver la traducción no
como algo subjetivo, sino exacto. Al día siguiente, una carta firmada por los
más reconocidos traductores de lengua inglesa (Susan Bernofsky, Lydia Davis,
John Keene y Emily Wilson, entre otros), publicada como réplica en el mismo Times, defendió el ensayo de Briggs.
En el mundo de la traducción anglosajona,
fue el equivalente a un grito de guerra, el comienzo de una revolución que
exige que los traductores sean reconocidos y recompensados, que pide sacarlos
del anonimato y valorar su trabajo.
“Trabajas y trabajas y trabajas”, escribió
Emily Wilson en su cuenta de Twitter, “y ahora hay algo que no existía antes,
con una voz que no es la tuya, tú no la hiciste, es mitad tú y mitad alguien
más, es toda de alguien más, y tú rezas porque viva, sea lo que sea que haya
resultado”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario