viernes, 24 de julio de 2020

La naturaleza oculta de los traductores literarios


Cuando parece que nadie escucha, efectivamente nadie escucha. Por eso manifestarse es una obligación: para tentar los límites. También, por necesidad. Así parece entenderlo el escritor y traductor Andrés Ehrenhaus en el siguiente texto, de lectura obligatoria.

Infantilismo, enfermedad laboral de la traducción
Una autocrítica (I)

Soy traductor. No es una afirmación banal. Lo soy porque traduzco la mayor parte de mis días. Trabajo para la industria editorial. Soy autor de mis traducciones. Siempre lo fui, incluso cuando no lo sabía. Y ahora que lo sé (ahora=desde hace décadas), tampoco lo termino de asimilar. Podría decirlo así: quiero y no quiero ser autor de esos textos; me siento y no me siento su autor; temo que me los enrostren y deseo que me los elogien. Pero incluso cuando me los elogian, que es muy de vez en cuando y casi nunca por las razones que yo habría esgrimido, me inquieta el valor residual de ese elogio porque sé que es paradójico: la traducción de X está bien a pesar de… ser una traducción. No soy el padre de esos textos, soy el padrastro.

Así, pues, en tanto padrastro de mi propia producción, salgo al mercado con un minusvalor añadido. Mi presencia en las reuniones familiares (es decir, en sociedad) siempre es incómoda, porque no comparto con mis hijastros ni la sangre ni la genealogía ni el background ni la historia común. Sí, no obstante, el día a día. Les conozco los caprichos, las imperfecciones, los olores escondidos. Les he cambiado los pañales a los más pequeños y llevado a las fiestas de quince a los de quince. Me quedo despierto hasta las tres de la madrugada esperando a que vuelvan de sus farras los mayores. Moví influencias para que les dieran trabajo o alojamiento, o para que los becaran en el extranjero. Los alimenté, vestí, sufrí, disfruté. Como si fueran míos.

La sociedad sabe eso: lo llevo escrito en la frente. Soy traductor. Las malas lenguas piensan mal de mí, sospechan que tras la fachada de escriba inofensivo hay un maltratador de textos ajenos. Y lo hay, lo hay, a fe mía que lo hay. Soy traductor. He cometido toda clase de tropelías, he apretado piececitos dentro de calzados demasiado pequeños, he tapado con palabras blandas las ironías de mis hijastros, he faltado a la verdad y he enderezado la mentira, los he castigado sin salir durante meses… Pero todo con amor, mas no por amor sino por interés pecuniario. Magro, sí, pero interés al fin. Lo cual lo vuelve aún más mezquino… Soy traductor, soy traductor…

La sociedad lo sabe. La crítica lo celebra o lo calla. Los lectores lo deploran. La industria editorial clava en esa fisura la palanca con la que se ensancha la brecha entre el valor que genero y el que me devuelven en forma de moneda. Una moneda a menudo abstracta, con alas porcentuales y beneficios intangibles. Y encima debería estar contento de que no me denucien por apropiarme de lo ajeno y querer lucrarme con ello. Traductor, padrastro, impostor, interesado. ¿Dónde está mi amor por la literatura? ¿Dónde mi vergüenza? ¿Dónde mi conciencia parental? ¿Dónde mi código odontológico? Sí, han leído bien, no se restrieguen los ojos: odontológico. No es un lapsus, no es un chiste. Mis dientes son implantes, mi mordedura es postiza, mi esmalte es porcelana, mi sonrisa es falsa. Soy traductor.

Y en efecto no me pagan lo que deberían pagarme. Mis derechos autorales son manoseables. Trabajo en condiciones duras y a menudo a expensas de mi salud y la de mis circunstancias. Mi preparación, exigencia, infraestructura y responsabilidad son himalayas frente a la colinita pelada de mis ingresos. ¡Etcétera, etcétera! Lo digo así, a grito pelado: ¡etcétera! ¿Y la culpa de quién es sino mía? Mía y de mis colegas. Somos gente grande pero con músculos y entrañas infantiles. Padrastros con traje de marinerito. Fóbicos refugiados tras la resignación y el encono. Autores avergonzades de nuestras obras. Temeroses del señor editor. Huevones. Y huevonas, desde luego. Por si no queda claro el inclusivo.

La culpa es mía, nuestra. No supimos abandonar el chupete, quitarle las rueditas a la bici. Preferimos caernos en soledad que sostenernos en masa. Jamás hicimos nada que le doliera de verdad a la industria. Jamás alzamos con verdadera adultez la voz, jamás nos sentimos mayores entre nosotros. Cansados sí. Nos acompaña la fatiga de los años pero ninguna de las virtudes de la infancia. No sabemos patalear. Lloramos pero hacia dentro. Dirgimos nuestras soflamas al techo y las vemos  caer al rato sobre nuestros propios hombros vencidos. Somos pusilánimes, somos traductores.

La sociedad lo sabe. La sociedad se ne frega un cazzo.

Yo no quiero trabajar más. Quiero trabajar menos y cobrar más. [Hago acá un excurso retórico-político: menos no es peor. Quiero que me exijan rigor, no miseria. El editor que promueve la falta de rigor a cambio de pagar menos, el que impulsa el adocenamiento y la estandarización a cambio de peores condiciones laborales, el que abdica de exigir calidad profesional a sus traductores a cambio de que ellos abdiquen de pedir tarifas dignas se está disparando en un pie pero a nosotros nos dispara en el pecho. Porque el rigor, la calidad y la exigencia profesionales son nuestra principal herramienta de trabajo, así como la huelga es nuestra única arma real. ¡Jamás renunciemos al rigor, porque hay ahí una trampa irreversible! Fin del excurso]. Incluso, después de tantos años de padrastro, aspiro a que mis hijastros me mantengan. Luchemos por eso o dejemos de clavarnos el puñal de juguete del infante malcriado. ¿Dónde radica nuestro infantilismo? ¿En qué se manifiesta? ¿Cuál es el estigma que nos señala con sorna? En que somos el único gremio incapaz de ir a la huelga. Y sin huelga no hay pan ni dignidad. ¿Por qué somos incapaces de ir a la huelga? Porque no nos creemos con derecho a holgar, ergo al pan y la dignidad. Y porque, como el alacrán, sabemos que en mitad de la huelga vamos a traicionarnos. ¿Es esa nuestra naturaleza? Quiero creer que no. Que alguien venga y me lo demuestre.

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