Fernando
Alfón (foto),
escritor y ensayista, se doctoró en Historia en la Facultad de Humanidades de
la UNLP, donde también es docente. Muy sensible a las cuestiones de la
lengua, en el siguiente ensayo, logró darle una vuelta de tuerca a la cuestión
del lenguaje inclusivo.
En 1972, el artista conceptual
Georges Perec publicóuna novela escrita solo con la vocal e, cuyo efecto visual y sonoro ya se hacía evidente desde el
título, Les revenentes. Era una
variación de su novela anterior, La
disparition (1969), cuya gracia había sido la contraria: prescindir de esa
vocal. Este tipo de experimentos formales fueron comunes entre los miembros del
Ouvroir de Littérature Potentielle
(Taller de Literatura Potencial), pero la experimentación que hallamos en estas
dos novelas, el lipograma, parecía reeditar la que, unos años atrás (1939), había deparado una fama fugaz al escritor
americano Ernest Vincent Wright, a causa de su Gadsby –«50,000 words novel without the lettre “E”», según leemos
en la portada de su primera edición–. Salvo alguna excepción, este tipo de
obras carecen de traducción, no tanto por imposible, sino por innecesaria. No
son libros para ser leídos; la mera formulación del concepto basta. Si imaginamos
una rescritura constreñida de la Ilíada –en
cuyo primer canto prescindimos de la letra alfa;
en el segundo, de la beta; en el
tercero, de la gamma, y así hasta
cansar al alfabeto–, ¿necesitamos la demostración empírica? Esa demostración la
emprendió el poeta Néstor de Laranda; y Trifiodoro, autor de La toma de Ilión, completó el ejercicio
con la Odisea. Ambas obras se
perdieron.
Decir que Perec se inspiró en
Wright es un mero pálpito. También pudo haber sentido el influjo de Jacques
Arago, su compatriota, autor de un Voyage autour du monde sans la
lettre A (Viaje alrededor del mundo sin la letra A);
o de Henry Vassall-Fox, Lord Holland, que en 1824 ensayó una «Eve’s Legend» («Leyenda de Eva»), cuyo aspecto era este:
Men were never perfect; yet the three brethren Veres, were
ever esteemed, respected, revered, even when the rest, whether the select few,
whether them ereherd, were left neglected.[1]
Cada vez que a alguien se le
ocurre esta idea por primeva vez,
cree estar respaldado por el encanto de lo inaudito. Podríamos decir que la
candidez es otro rasgo del artificio. No fue el caso de Perec, sin embargo, que
luego de Les revenentes publicó una «Histoire de lipogramme» (1973), donde
ponderó el artificio y, para persuadir al lector de sus virtudes, tomó el
recaudo de no utilizarlo. Esa breve historia del lipograma ya había sido
bosquejada por el filólogo alemán Ernst Robert Curtius (1948), aunque, a
diferencia de Perec, despachó el asunto en un párrafo bajo el título «Formale Manierismen». Curtuis lo encontró un juego absurdo y
lo detectó ya en la Grecia arcaica del siglo VI antes de Cristo, en unos poemas
de Laso de Hermíone escritos sin sigma. También sabemos, aunque no por Curtius,
que Laso era muy sensible a los sonidos –se le atribuyó el primer tratado de
música– y que pudo haber querido prescindir de la sigma, no por diversión, sino
por el disgusto que le producía su silbido. La explicación es verosímil, pues
la supresión de alguna letra también se dio por distintas formas de rechazo.
Fue el caso del poeta
romántico Gottlob Wilhelm Burmann, quien imputó a la r la aspereza de la lengua alemana, y la retiró de su poesía –Gedichte ohne den
Buchstaben R (Berlin,
1788)–, luego la omitió en su conversación y
hasta dejó de pronunciar su apellido, los últimos diecisiete años de su vida,
para no ser agresivo. El caso es particularmente significativo para este
ensayo, pues la r, en alemán, es
fundamental para las construcciones masculinas.
Podemos definir al lipograma
como aquel texto que excluye una letra de
forma deliberada, o la reemplaza por otra. Recuesto en la definición de forma deliberada, porque, de lo
contrario, cualquier línea podría ser lipogramática. (Esta que ahora escribo,
por ejemplo, prescinde de la f, pero
no es evidente). Si consentimos esta definición, el lenguaje inclusivo es,
técnicamente, lipogramático. En una frases como les niñes eran todes lindes es deliberada la sustracción de la
vocal o en determinantes, sustantivos
y adjetivos. Es cierto, el lenguaje inclusivo no es un juego –o no lo es,
cuanto menos, el temperamento de aquel que lo habla–. Si no es un juego, ¿de
qué se trata? Quizá se pueda responder mejor esta pregunta si se postulan las
dificultades que enfrenta su implementación.
A menudo toda lengua es
impugnada por algún «defecto» –por vieja, por rígida, por impura, por
degenerada–; primero surgen las alarmas, luego los alarmistas proponen la
solución, que puede quedar en propuesta o lograr el favor del Estado, la lengua
entra en deliberaciones, lucha y al cabo encuentra su cauce. Si los llamamos problemas, no es más que por convención:
la lengua se desentumece gracias a ellos. El problema que denunció el lenguaje
inclusivo es la presunción de universalidad del masculino, marcado por la vocal
o, y ensayó distintas formas de
reemplazarlo. Algunos de esos ensayos –como el uso de la equis y la arroba–
parecen haber agravado el problema que venían a disipar y se tendió a
abandonarlos. La implementación de la e,
como alternativa de universalización, parece correr otra suerte, pero está
asediada por cuatro obstáculos.
Omitir una vocal no es garantía
de su silencio; a menudo es la forma de su intensificación. En los lipogramas,
aquellas letras que se reemplazan suelen quedar en evidencia. He aquí la
paradoja que acecha al lenguaje inclusivo y se constituye en su primer
obstáculo:bajo un estricto vestido que la desviste, terminar enfatizando la o, constituirla en el centro de la
discusión. En el relato infantil de James Thurber de 1957, unos piratas toman por asalto la isla Ooroo y,
a causa del odio que uno de ellos tenía a la vocal o, prohíben su pronunciación a los isleños. El libro se llamó,
naturalmente, The Wonderful O, y
puede servir para comprender mejor este fenómeno.
El segundo de estos obstáculos
es su notoriedad. Desfila con una suerte de pancarta que afirma: «¡Aquí estoy!»
Cada vez que se pronuncia suena de fondo como una vuvuzela. Toda comunidad de
hablantes suele resistirse a los cambios estridentes, al encontrarlos
compulsivos; y puede aceptar hasta los más inverosímiles, en cambio, si percibe
que son espontáneos. El lenguaje inclusivo se escucha como una afectación, como
forma de hablar deliberadamente distinta al habla natural. No entendamos por habla natural nada raro, ni la
impugnemos con suspicacias sociológicas: es el habla con la que pedimos un
tostado en el café, saludamos a un amigo el día de su cumpleaños o conversamos
con nuestros padres. Es el habla que nos sirve, incluso, para formular nuestros
descontentos con la misma forma de hablar. Decir todesha llegado a ser natural solo en muy determinados ámbitos; en
los demás –que son casi todos– delata manierismos o corrección política.
El poder judicial también tramó
una jerga, que algunos llaman bajo el oxímoron lenguaje de la justicia, y que solo consentimos en determinados
ámbitos. Nadie en la calle, por lo demás, usa esa jerga para ser más justo.
Quedó confinada a los tribunales, a los contratos y a las querellas. A menudo,
incluso, conspira contra la voluntad genuina de hacer justicia y crea un abismo
entre un juez y sus presos, privando a los legos de hablar la lengua que los
condena. La ciudadanía no usa el lenguaje de la justicia, porque solo lo cree
propio de un sector. Algo similar sucede con la jerga de la policía, cuando
habla de un masculino, en vez de un hombre, o un Natalia Natalia en vez de un
desconocido. ¿Son formas más justas de habla? No, son simplemente formas
jergales, usuales entre oficios o comunidades específicas. Si la policía
saliera a las calles clamando a viva voz para que todo el mundo se convierta a
la jerga policial, en nombre de hacer más segura la ciudad, obtendría un
soberano desinterés por parte de la sociedad civil, no porque esta descrea de la
policía, sino porque no cree que deba hablar como ella.
La afectación se determina a
partir de su contexto. Usar miriñaque no es, en sí, más ridículo que no usarlo:
depende si estamos en la España de mediados del siglo XIX o en el conurbano
bonaerense del siglo XXI. Una abrumadora mayoría siente que hablar de chiques, niñes y diputades es como usar miriñaque. Lo invito, lector, para
persuadirse de este registro, a caminar por cualquier calle de la república y
constatar el nivel de aceptación del lenguaje inclusivo. Hasta el momento,
carece de arraigo popular. Pero como toda afectación, pretende que se la
perciba como natural y espontánea, y sobreactúa la consternación ante aquellos
que no la aceptan sobre tablas. Protesta ante cierta intolerancia, pero esa
intolerancia no es tanto de la Real Academia Española, que más bien exhibe
cierto cansancio sobre el tema; ni de las academias en general, que a menudo lo
impulsan. Esa intolerancia proviene mayormente de los sectores populares, que
no han sido consultados para corregirles el lenguaje
y contemplan azorados la paradoja de que se lo llame inclusivo. Son las grandes masas de trabajadores los que más celan
por su lengua y abrazan un casticismo de urgencia como única forma, a veces, de
disponer de algún tesoro cultural. Son ellos, ante todo, los que no quieren hablar mal, y a menudo hacen enormes
esfuerzos para que sus hijos aprendan una buena ortografía y alcancen una
pronunciación decente. El lenguaje
inclusivo, cuya implementación requiere un dominio completo de la gramática, se
percibe como un lujo de sectores ilustrados. Es una marca de clase.
La notoriedad del lenguaje
inclusivo es notoriedad, a la vez, de su autoría. He aquí el tercer obstáculo
que atenta contra su adopción. Esta vez no es la moda intelectual francesa, la
Real Academia Española o la publicidad norteamericana la que impulsa la
afectación, sino una facción de un movimiento social. Toda comunidad siente que
la lengua que habla le es propia y suele revelarse cuando alguien –un monarca,
una corporación o una tendencia política– se arroga el derecho de su propiedad.
Esas influencias se suelen tolerar mejor cuando se borra la huella de donde
provienen. Para ejemplificarlo, recordemos el caso del volapuk, inventado en
1880 por el sacerdote alemán Johan Martin Schleyer. En este caso no se detectó
un problema implícito de machismo, sino de nacionalismo, de modo que el
artificio suponía la inclusión de
todas las lenguas nacionales. Al principio tuvo una extraordinaria acogida:
antes de cumplir una década de vida, ya se contaban 283 sociedades de volapuk
en todo el mundo y una academia. Se llegó a registrar un millón de estudiantes.
Se dice que en los congresos, hasta el mozo hablaba volapuk. Pero empezaron las
discusiones entre Schleyer y sus discípulos, que querían simplificar la
gramática para su mayor difusión y comercio. Luego del tercer congreso, la
academia rompió con el inventor, refutó sus caprichos e impuso los de la
corporación –que entonces no se veían como caprichos–. El malestar se
acrecentó, el volapuk perdió vigencia y se reemplazó por un nuevo idioma, el
Neutral, que al poco tiempo terminó en nada. En el caso del lenguaje inclusivo, muchos no advierten
que al demandar al Estado urgencia en la implementación, subrayan su
procedencia y alientan la intransigencia ante cualquier tipo de innovación.
Como la afectación es una
extravagancia gramatical, el sistema completo de la lengua la resiste, a menos
que se someta toda la lengua a esa extravagancia. Requiere extender la
afectación hasta constituirla en un sistema. He aquí el cuarto obstáculo para
la perpetuidad del lenguaje inclusivo: precisa la invención de una lengua
artificial. El reemplazo de la o por
la e es un principio orientador, con
el cual podemos formar un puñado de palabras. Para formar infinitas oraciones,
en cambio, precisamos una solución para todos los problemas de composición.
Quienes creen que esas precisiones están en camino, las aguardan con ansias;
aunque no es fácil dar con el filólogo que quiera diseñar una lengua artificial
más, y enlistarse en la saga de nombres como los de Wilkins, Schleyer
o Zamenhof. Hay una gramática en marcha,
en verdad, pero el lingüista que la cavila advirtió, en estos días, que más
grave que la o es la p, con la que formamos palabras
como pija, padre, puño, poder, y que es
la consonante que sustenta al patriarcado. Su proscripción –he aquí la paradoja
de este esbozo de gramática– requiere de una prepotencia mayor a la que impugna.
También advierte que ingresar el neutro
en una lengua estructurada a partir de masculinos y femeninos requerirá «de
muchos atropellos».
A fines de 2019 –y amparadas
por la Resolución N°1558/19 del Consejo Directivo–, un grupo de alumnas de la
Facultad de Ciencias Sociales de la UBA exhortó a un viejo profesor de la casa
a decir les estudiantes, cuando se
refiera a ellas. Hubo un cruce de
insultos y hasta algún forcejeo. Los acalorados pasillos comentaron el suceso,
que ya pasaba a ser un caso testigo. Entre el derecho de nombrar como uno
quiera y el derecho a ser nombrado como a cada uno mejor le parezca no puede
apelarse a una autoridad última que liquide el conflicto. Atribuirse el lugar
de la corrección funda la disidencia. La lengua está inmersa en una nueva
querella y no conviene saldar el malestar a golpe de martillo. Los que rechazan
el lenguaje inclusivo de cuajo deberían aceptar que el universal masculino ha
sido impugnado; la lengua ya se ha anoticiado de esa impugnación, aunque aún no
sabemos qué forma adoptará para superar el conflicto. Los que creen que esa
forma ya existe y no queda más remedio que aceptarla, deberían confiar más en
sus intuiciones y encarar la persuasión con más desenfado. El énfasis acelera,
pero hacia el atajo de encajar el anhelo de emancipación en una jerga. La
lengua se abrirá, sin duda, si es que ya no se ha abierto; será otra y seguirá
siendo la misma. A no temer por nada.
Burmann, Gottlob Wilhelm (1788) Gedichteohne den Buchstaben R. Berlin, Kunze.
Curtius, Ernst Robert (1948) Europäische Literaturund Lateinisches Mittelalter.
Bern, A. Francke Ag. Verlag.
Holland, Henry Richard Vassall Fox (1824) «Eve’sLegend», The Keepsake.Edited byThe
Honorable Mrs. Norton. London, 1836.
Perec, Georges (1973) «Histoire de lipogramme», La Littérature potentielle. Paris,
Gallimard.
Thurber, James (1957) The Wonderful O. New York, Simon and Schuster.
En una conferencia, el neurólogo y psiquiatra Boris Cyrulnik, amigo de Perec, explicaba que esa "e" de La disparition evocaba de forma inconsciente, por el sonido, el pronombre "eux" y que esa e/eux desaparecida/os evocaba a los padres desaparecidos durante el nazismo. Pensé al oírlo si la traducción correcta en español de "La disparition" sería la que suprimiera en lugar de la "e", todos los "ellos" y ver cómo encajar y llevar hasta sus últimas consecuencias, dentro de la coherencia del texto, esa elisión. En lugar de la "a", como se hizo en la edición de Anagrama [que no he leído, dicho sea de paso.]
ResponderEliminarMás allá de lo que haya dicho Cyrulnik, hay un dato que me parece es necesario considerar: la "e" es la vocal más frecuente en el francés. Por eso, según leí en alguna parte, quienes emprendieron la "traducción" de La disparation al castellano eligieron la "a", que es la vocal más frecuente en el castellano.
ResponderEliminarMi pregunta es otra: ¿cuál es el sentido de emprender la traducción de un texto que perfectamente se puede asimilar al orden de lo meramente conceptual? Me temo que tiene es algo así volver a exhibir el urinario de Picabia o querer "interpretar" nuevamente "4.33" de John Cage: con que nos lo cuenten, alcanza.
¿El urinario de Picabia o La fuente (o urinario) de Duchamp?
ResponderEliminarEn realidad, me da lo mismo.
EliminarSí, consciente de que mi idea podía parecer idiota, busqué qué se ha escrito sobre la traducción española. Se trata de un ejercicio para explorar los límites de lo intraducible. Se titula justamente "El derecho a ser intraducible" (http://www.trans.uma.es/pdf/Trans_2/t2_111-120_EMorillas.pdf)
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