martes, 2 de febrero de 2021

Ariel Dilon tradujo "Zazie dans le métro"

El escritor francés Raymond Queneau (1903-1976) publicó su novela Zazie dans le métro en 1959. A pesar del título, en ella no nos muestra el métro porque su historia transcurre durante dos días que coinciden con una huelga del subterráneo. Esto hace que la protagonista, una joven recién llegada de Berry –antigua provincia francesa, hoy dividida en varios departamentos–, que visita a su tío de la capital, conozca la ciudad de otra manera. La novela fue tan exitosa que, en las décadas siguientes, también fue adaptada para el teatro, para una historieta, como libro para jóvenes e incluso como comedia musical. Sin embargo, a esas adaptaciones las precede el cine. En el mismo año de publicación, Louis Malle junto con el guionista Jean-Paul Rappeneau trabajaron en la adaptación de Zazie dans le métro, que, en 1960, se convirtió en una película homónima, que contó con las actuaciones de Catherine Demongeot, Philippe Noiret y Hubert Deschamps en los papeles protagónicos. Lo curioso es que, a pesar de su celebridad, la novela presenta una cantidad de problemas que, podría decirse, abruman al lector desprevenido. Por lo tanto, su traducción es un verdadero desafío para el traductor. El argentino Ariel Dilon se atrevió y, en los últimos días del aciago 2020, la editorial Godot, de Buenos Aires, publicó el resultado de esos esfuerzos, razón suficiente para la siguiente entrevista.

“Tantos problemas como goces” 

–¿Por qué traducir hoy en día Zazie dans le métro?
–La pregunta me coloca en una posición análoga a la de quien debe abordar una traducción inversa: no ya la necesidad de verter a mi lengua un texto perteneciente a otra tradición lingüística, sino la de encontrar para mi propio deseo de traducir, para mi pulsión traductora, alguna explicación presentable en términos de los discursos del mercado o en los de la historia o la sociología literarias, que me son ajenos. Se parece a la situación en la que uno se encuentra cuando quiere “venderle” un libro a un editor. Debe buscar razones para su deseo –razones más válidas que el deseo– como si aquellas precedieran y modelaran este, cuando en realidad es al revés, al menos desde el punto de vista de la experiencia subjetiva: primero deseo, luego busco “razones” capaces de acicatear el deseo del otro y convencerlo. No hay nada de malo en confesarlo, puesto que la mayoría de las veces no funciona: los editores suelen tener sus propios deseos –para los que se inventan razones válidas en las que luego creen y a las que llaman “catálogo”–, y viven el deseo del traductor como una intromisión o una interferencia, en el mejor de los casos como una buena idea pero… (complétese la oración como se prefiera). Dicho esto, el deseo puede ser analizado, puede ser –sino explicado o elucidado– descompuesto en sus componentes emocionales: y he aquí que las emociones que yo asocio con un libro acaso puedan replicarse en otros lectores yservir como acicate a editores y afines, incluso convertirse, por qué no, en buenas razones. En el caso de Zazie en el metro: es un libro que me divierte, me emociona, me sorprende; un libro que halaga mi inteligencia, agita mi sentido del ridículo, excita mi irreverencia, satisface mi apetito de desfamiliarización, estimula mi inventiva verbal, revoluciona mis prevenciones estilísticas, demuele mis nociones de coherencia, aviva mi solidaridad de género, confirma mi suspicacia respecto del concepto de identidad, alivia mi hartazgo de todos los clichés y me brinda, somme tout, una ocasión dorada de contacto con la mejor vanguardia: la que carece de gestos vanguardistas porque se caga igualmente en las convenciones de la academia y en los regateos de la originalidad. Además, una “razón” de peso: el libro no envejeció, puesto que todas estas emociones están vivas para mí y yo creo profundamente en las emociones que informan mi deseo. Amo este libro, y amo también la deliciosa película de Louis Malle basada muy libremente en él. El libro no envejeció y –dado que nunca antes fue traducido en Argentina, no fue traducido de manera satisfactoria en España y las ediciones españolas que existen casi no han circulado en estas costas– puede afirmarse precisamente lo contrario: ¡es nuevo! Debe haber por aquí gentes como yo, que lo estaban esperando. 

–¿Cuáles son los principales problemas que presenta? 
–Presenta tantos problemas como goces o, si se quiere, tantos desafíos como “razones” para traducirlo. Queneau inventa su propia lengua con una libertad absoluta, que sin embargo esconde toda clase de procedimientos literarios y lógicos, y sus respectivas vueltas de tuerca irónicas; combina todos los registros de lengua, todas las contaminaciones por otras lenguas, deforma las palabras, las contrae, las incrusta, crea palabras-valija y calambures, deforma las palabras recreando los acentos del habla popular, se nutre del argot y de la lengua culta, pero con una deliberada y minuciosa incoherencia: sus personajes no tienen identidad fija y carecen, por lo tanto, de un estado de lengua estable, son cambiantes e intercambiables. Todo eso lo obliga a uno a efectuar toda clase de torsiones, contorsiones e invenciones lingüísticas análogas en la lengua de destino, que debería ser un castellano tan enrarecido y contaminado como el francés de Queneau. El problema mayor era lograr que ese enrarecimiento sonara tan natural, tan orgánico y necesario, tan fresco y complejo como el del original; que los personajes y el narrador se expresaran aproximadamente en nuestra lengua, sonaran fluidos sin perder connotaciones ni comicidad, y que a pesar y a través del pasaje de lengua, la historia siguiera transcrurriendo en una especie de París de los años 50, es decir, como diría Jarry, en ninguna parte. 

–¿Cómo te parece que fueron resueltos esos problemas por el traductor español que tradujo el libro previamente? 
–Mi impresión es que las dos traducciones españolas existentes, una de ellas bastante temprana, la de Domingo Pruna, de 1961, y otra posterior, de Sánchez Dragó, que es la que todavía circula en una reedición relativamente reciente, apenas si lidian con los problemas del texto: esos problemas o bien se les escapan, o bien optan por ignorarlos, o bien ofrecen para ellos soluciones de compromiso para volver al libro “accesible”, “legible”, “comprensible” y otras paparruchas. Lo aplanan por completo. A mi juicio, lo matan: esa no es Zazie, ese no es Queneau. Acaso es descortés de mi parte criticar públicamente el trabajo de dos colegas, uno de ellos probablemente ya no viva, y hay que reconocerle que tradujo esta novela cuasi-queer en pleno franquismo, el pobre habrá hecho lo que pudo. Pero es mi impresión sincera que ciertas traducciones, al bloquear legalmente la posibilidad de que surjan otras, pueden privar a los lectores de un libro durante muchos años. Creo que es el caso. El libro se publicó en Francia en 1959: me parece que no es exagerado decir que lo hemos estado esperando por más de 60 años. Ojalá que mi traducción haya logrado por fin traer el libro hasta aquí: sea lo que sea aquí. 

–La tuya es una traducción idiosincrática, pensada desde la Argentina e, imagino, fundamentalmente para argentinos. ¿Qué te llevó a tomar esa decisión? 
Desde el principio pensé que no había manera de abordar este libro desde la supuesta neutralidad lingüística: hay cosas que solo se pueden decir en argot, hay otras que solo se pueden decir con giros que necesariamente no serán panhispánicamente entendidos: el Río de la Plata y España son dos extremos en tensión en lo que toca a nuestras respectivas percepciones de la lengua común, con un abanico de variantes más o menos cercanas a un extremo y otro en el resto de América. Hay libros que no se pueden traducir para todo el mundo, que tienen que ser traducidos a partir de una variante específica, para desde allí, inventar. Y pienso que uno solo puede hacer eso desde su variante, desde su argot, aquellos que conoce bien, aquellos en los que creció. Ese es el punto de partida. Esa solución, además, estaba servida desde el punto de vista editorial: la editorial Marbot sigue teniendo los derechos en España, pero no tiene los de América latina. Traducirlo aquí y, muy entre comillas, en argentino, era la única ventana de posibilidad, y además era la mejor ventana. Busqué editor teniendo esto muy claro, y expresé estas razones con toda claridad. Y sobre todo, mi deseo fue elocuente; abordé a los editores con la convicción de un fanático, y esta vez resultó. 

–¿Cómo acompañó tu decisión la editorial? ¿Lo pactaron así previamente?
–Entendieron y respetaron mi criterio. Pactamos exactamente lo que me parecía el único camino posible. Luego, fueron respetuosos de mis decisiones, incluso cuando, a la hora de las correcciones, debí persuadirlos de que había que dejar de lado ciertas convenciones de notación, para seguir de más cerca a Queneau en el ejercicio de su libertad soberana. Creo que así se logró no desnaturalizar el texto, no sobre-corregirlo –algo a lo que cualquier corrector de oficio y casi cualquier editor tendría una tendencia consustancial con su profesión–, y pienso que eso aporta a la identidad del libro, a lo que espero que sea una frescura a la altura del original. La edición es hermosa. Contiene un error que no voy a mencionar: pienso que algunos lectores sagaces lo descubrirán e irán a reclamar a las puertas de la editorial, que hizo casi todo bien. (¡Lástima por ese casi!) Nadie es perfecto: cada vez que agarro el libro tropiezo con un pasaje que cambiaría. Es una suerte que uno no pueda quedarse eternamente con cada libro. La próxima vez, quizás, lo haré mejor… 



2 comentarios:

  1. ¡Muchas gracias, J.F. y C.L.B.A. por la oportunidad de conversar sobre Zazie!

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  2. Muy valiente, Ariel querido. Espero tener pronto la ocasión de leer tu Zazie, que gozaré enormemente. Achtung, Nibelungen!

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