miércoles, 20 de octubre de 2021

"Los rasgos tan peculiares del catolicismo popular mexicano y la existencia de creencias que se inscriben claramente en la tradición prehispánica"

En el número de la revista mexicana Letras Libres correspondiente al mes de octubre de este año, el historiador Juan Pedro Viqueira (Ciudad de México, 1954) reseña Lenguas de fuego en la evangelización de México (siglos XVI-XVIII), una singular obra de la historiadora estadounidense Nancy Farriss (1938), que traducida por María Palomar Zamora, publicaron el Colegio de Michoacán, el Colegio de México y la University of Pennsylvania, en 2020.


Los evangelizadores indios

Todos los historiadores que han abordado el estudio de la evangelización de los indios de la Nueva España han tenido que dedicar muchas páginas al problema de la traducción de los principales dogmas del catolicismo a las lenguas mesoamericanas. Pero, hasta donde sé, Lenguas de fuego en la evangelización de México (siglos XVI-XVIII), de Nancy Farriss, magníficamente traducido al español, es el primer libro que se propone dar cuenta sistemáticamente de todas las formas en que los religiosos intentaron salvar la brecha lingüística que los separaba de los naturales.

El resultado más notable de esta obra es que el centro de atención se desplaza de los frailes evangelizadores hacia sus auxiliares indios, cuya contribución había sido a menudo menospreciada. Este giro recuerda al que se ha producido en los estudios sobre la conquista militar, que recalcan cada vez más el papel fundamental de las tropas indias, al extremo de ver la conquista española como un último episodio de las guerras mesoamericanas. La gran diferencia entre los auxiliares militares y los colaboradores de los frailes radica en que los habitantes de estas tierras sabían combatir desde tiempos muy remotos, mientras que nunca habían hecho proselitismo religioso, lo que les exigió un inmenso esfuerzo creativo.

Estos colaboradores fueron muy diversos. Entre ellos, se cuentan los naturales que aprendieron rápidamente el castellano y pudieron servir de intérpretes a los primeros evangelizadores. Muchos niños educados por los frailes desempeñaron un papel nada desdeñable al enseñarles a estos sus lenguas maternas. Años después, varios de estos alumnos llegaron a dominar no solo el castellano, sino también el latín y se convirtieron en unos ayudantes imprescindibles en la elaboración de diccionarios bilingües (“vocabularios”), gramáticas (“artes de la lengua”), sermonarios y confesionarios. Por lo general, estos eruditos indios eran más cabalmente bilingües que la mayoría de los religiosos, a tal grado que deberíamos considerarlos por lo menos como coautores de dichas obras. De hecho, varios de ellos llegaron a trabajar por cuenta propia e hicieron traducciones de textos devotos, cuyos manuscritos circulaban entre las élites indias. Otros fueron más allá y pusieron sus habilidades al servicio de las tradiciones prehispánicas. Gracias a ellos, podemos disfrutar hoy en día, por ejemplo, del Popol-Vuh o de los Chilam Balam.

Finalmente, a lo largo de tres siglos, los auxiliares indios de los párrocos, en especial los fiscales, desempeñaron un papel crucial no solo en la vida religiosa de los pueblos, sino en las luchas internas por el poder. Además de llevar los libros de bautizo, matrimonio y defunción de la parroquia, enseñaban el catecismo a los niños. Esta última responsabilidad los hizo a menudo difusores de creencias poco ortodoxas.

No por resaltar el papel de estos indios, Nancy Farriss les resta méritos a los frailes evangelizadores, sólo que sus indudables logros lingüísticos dejan de aparecer como milagrosos. Muchos de los diccionarios bilingües de lenguas mesoamericanas se adelantaron a la elaboración de diccionarios en lenguas europeas, con la única excepción del castellano. Aunque al principio los frailes se inspiraron en la gramática latina de Nebrija, no tardaron en darse cuenta de que las lenguas mesoamericanas no cabían en ese molde. Como lo han señalado acertadamente Rosa Lucas y Cristina Monzón para el caso del purépecha, se vieron en la necesidad de forjar conceptos novedosos que los lingüistas europeos descubrirán hasta fines del siglo XIX.

Farriss se detiene también a señalar los casos de religiosos que, fascinados por la cultura de sus nuevos feligreses, elaboraron grandes sumas de sus tradiciones, creencias e historias. A pesar de que justificaron esos trabajos alegando que eran necesarios para erradicar las idolatrías, es obvio que tal propósito no requería de indagaciones tan extensas y profundas.

En la última parte de su obra, Farriss, siguiendo las enseñanzas de Mijaíl Bajtín, nos recuerda que gran parte de la información que se transmite oralmente o por escrito no se encuentra en las palabras que se utilizan, sino en el conocimiento compartido que dota de sentido a los enunciados. Así, el problema de la traducción no se reduce a una cuestión estrictamente lingüística que pueda resolverse con diccionarios bilingües y con gramáticas, sino que supone la transmisión de todo un universo cultural. Ese será el mayor reto de los evangelizadores. ¿Cómo hacer comprensibles a los naturales los conceptos más abstractos del catolicismo, que son el resultado de siglos de arduos debates teológicos? ¿Cómo lograr, por ejemplo, que asimilaran la idea de un único Dios todopoderoso que resultaba totalmente ajena a las creencias prehispánicas, cuando además los frailes se obstinaban en explicar el misterio de la Santa Trinidad y fomentaban el culto a la Virgen y a los santos?

Los religiosos enfrentaron un problema similar al plantear la oposición entre un dios todobondadoso y un demonio causa de todos los males terrenales, cuando los dioses mesoamericanos tenían un doble rostro, protector y maléfico, por lo que había que congraciarse constantemente con ellos llevándoles valiosas ofrendas.

La noción del pecado como algo diferente a una falta hacia nuestros semejantes o, incluso, la idea de que algunos pensamientos podían considerarse pecaminosos no tenía mucho sentido entre los indios para quienes la gravedad de los delitos se medía por el grado en que alteraba el orden social y dañaba a los otros. Así, por ejemplo, a los dominicos en Chiapas no se les ocurrió una mejor traducción al tzeltal de pecado que el término mulil, que significaba originalmente ‘placer carnal’, con lo que solo habrán hecho más deseable el pecar.

Finalmente, la idea de un alma individual e inmortal se oponía a la creencia mesoamericana de que el cuerpo aloja varias entidades anímicas, algunas de las cuales se comparten con otros seres vivos o con fenómenos atmosféricos.

Los rasgos tan peculiares del catolicismo popular mexicano y la existencia de creencias que se inscriben claramente en la tradición prehispánica y que siguen orientando las acciones de las personas, incluso más allá de las regiones indígenas, muestran claramente los límites de la llamada conquista espiritual.

Lenguas de fuego constituye una valiosa síntesis para todo estudioso del pasado virreinal, pero que al mismo tiempo está pensada y escrita para un público mucho más amplio, que podrá descubrir las complejidades del mundo indio a través de una narración clara y muy bien estructurada que desde las primeras páginas cautiva al lector.

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