viernes, 12 de noviembre de 2021

Muchas editoriales no cumplen con lo que es justo y evidente: poner el nombre del traductor en tapa


Ayer, con firma de Daniel Gigena, el diario La Nación, de Buenos Aires, publicó la siguiente nota, en cuya bajada se lee: “Escritores y traductores se unen para que el nombre de los traductores figure en las tapas de los libros; apoyan la iniciativa, entre otros, la polaca Olga Tokarczuk, la estadounidense Jennifer Croft, Pablo Ingberg, Jorge Fondebrider, la colombiana Margarita García Robayo y el inglés Mark Haddon”.

Campaña internacional: los traductores piden que sus nombres figuren en las tapas de los libros

Una campaña iniciada por un tuit de la traductora estadounidense Jennifer Croft gana adhesiones en todo el mundo. Croft, que tradujo al inglés a la escritora polaca Olga Tokarczuk y a varios autores locales, como Federico Falco, Romina Paula y Pedro Mairal, anunció a fines de agosto que dejaría de traducir libros para editoriales que no pusieran su nombre en tapa. “No voy a traducir más libros sin mi nombre en la portada –yescribió en su cuenta de Twitter–. No solo es una falta de respeto para mí, sino que también es un flaco favor para el lector, que debe saber quién eligió las palabras que va a leer”. Así nacía la campaña #TranslatorsOnTheCover, a la que días atrás se sumó el escritor inglés Mark Haddon. En una carta abierta firmada por Croft y el autor de El curioso incidente del perro a medianoche se destacaba la importancia de quienes traducen. Publicada en la página web de la Sociedad de Autores del Reino Unido hace poco más de un mes, la carta supera las dos mil firmas. Los traductores quieren dejar de ser invisibles.

En la mencionada página web británica, además, se ofrecen dos modelos de cartas que los escritores pueden copiar y pegar y luego enviar a editores y agentes para que los nombres de los traductores tengan su lugar en la tapa. Entre otros, apoyaron el reclamo con sus rúbricas Mariana Enriquez, la colombiana Margarita García Robayo, el peruano-estadaounidense Daniel Alarcón, el estadounidense Howard Norman, el irlandés Colm Tóibín, los británicos Alan Hollinghurst y Sarah Waters, la mexicana Valeria Luiselli, la indrobritánica Jhumpa Lahiri y, desde luego, la Nobel de Literatura 2018, Olga Tokarczuk. Desde la Asociación Argentina de Traductores e Intérpretes (AATI) se difundió el petitorio con la intención de que los socios hagan “crecer ese número”.

A partir de 2016, la AATI lleva adelante en el país la campaña #EnLaTapa, con el mismo reclamo de Croft y compañía. Hasta hoy, en la Argentina recurren a esta modalidad veintitrés editoriales pequeñas y medianas, como Eterna Cadencia, Fiordo, Caleta Olivia, Corregidor y Adriana Hidalgo, mientras otras la hacen de modo esporádico. “En vista de que todavía son muy pocas dentro del enorme mundo editorial, instamos a nuestros y nuestras colegas a sumar sus firmas en #TranslatorsOnTheCover”, se lee en el comunicado de la institución.

Los nombres de los traductores, cuando no figuran en tapa, se suelen encontrar en la primera portada y en la página de legales de los ejemplares, junto al título original de la obra, los créditos de la imagen de tapa y otros datos. Como se sabe, la Argentina ha sido un país productor y exportador de traducciones y tuvo en su historia editorial momentos muy destacados, en los que sus traducciones, hechas por José Bianco, Jorge Luis Borges, Victoria Ocampo, Estela Canto (y su hermano Patricio) y Enrique Pezzoni, entre otros, fueron leídas en toda América Latina y en España. La Argentina tuvo su edad de oro en el ámbito de la traducción (que coincidió con la edad de oro de la industria editorial); por los recursos humanos que posee, podría volver a tener otra.

El traductor y escritor Pablo Ingberg, que formó junto con otros colegas el Frente de Apoyo a la ley de traducción autoral en el país, recuerda que hubo dos proyectos donde se estipulaba la obligatoriedad de incluir al traductor en tapa. Ambos perdieron estado parlamentario sin llegar a tratarse. “Ante todo, porque la debacle económica primero y la pandemia después han puesto por delante otras urgencias, a diferencia del clima de crecimiento y ampliación de derechos que había cuando empezamos a impulsarlo”, admite. Para llevarlo adelante hoy, según él, “hace falta una militancia numerosa y plural que le ponga cuerpo y tiempo, y hasta ahora no se logró que los cuantiosos apoyos y simpatías se transformaran en acción concreta positiva equivalente. Ojalá mejore la situación general y se pueda formar el colectivo indispensable para retomar el impulso. De todas maneras, lo que ya se logró hacer tuvo efectos colaterales positivos: contribuyó a dar mayor visibilidad a nuestras problemáticas, y en general las condiciones contractuales y las tarifas han venido mejorando”.

Respecto del nombre en tapa, Ingberg indica que muchas editoriales no lo hacían porque “nunca se les había ocurrido pensarlo y nadie les había dicho”. Y acerca de dejar de traducir para los sellos que no ponen el nombre en tapa, opina que es “un buen principio, que luego hay que cotejar con las realidades, invocando el lema principista de Groucho Marx; como si un obrero de la construcción o una empleada doméstica o un peón rural dijeran que no trabajarán para quien no los ponga en blanco: si pueden hacerlo, ¿quién con sentido ético y de justicia se opondría?”. Para Ingberg, “hacia ahí se está yendo, pero en la lista de prioridades dentro de un entorno económicamente crítico es probable que la gente anteponga la posibilidad de conseguir trabajo, la tarifa y las demás condiciones contractuales”.

Para Jorge Fondebrider, fundador del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, “lo del nombre del traductor en tapa es una vieja discusión que excede el plano de las editoriales y que alcanza, sobre todo, al periodismo cultural ya que, por mi experiencia, raramente los periodistas mencionan a los traductores que traducen los libros que reseñan”. Traductor y escritor, Fondebrider dice a La Nación que “ya empiezan a ser muchas las editoriales argentinas que entendieron que el nombre del traductor puede ser un valor agregado para el libro” y que él no firma ningún contrato que no contemple que su nombre esté en tapa. “Sin traductores no hay libros traducidos, por lo tanto, merecemos que nuestro nombre esté en un lugar destacado”, sostiene. Fondebrider también indica que, con tal de trabajar, “el traductor firma cualquier cosa y no se ocupa de estos datos, ni los conoce; las editoriales no suelen ser altruistas, por muy independientes que sean, de modo que tampoco los explican”. Una ley simplificaría este trámite.

Otro traductor y escritor consultado por este diario, Julio Sierra, establece una diferencia. “Supongo que el nombre de quien traduce es importante en caso de la obra literaria o cierto tipo de ensayo -dice-. En estas obras traducir a veces implica recrear y, por lo tanto, el nombre del traductor debería ir en tapa ya que existe una especie de coautoría. Sin embargo, esto se presta a confusiones pues podría aparecer otra traducción de otro traductor ¿y nuevo coautor?”. En el caso de las traducciones no literarias, Sierra considera que el trabajo del traductor es más bien el de un “transportador”. “Tal vez no sea importante que vaya en tapa -agrega-. Nunca hay que olvidar que por muy creativo que sea un traductor, siempre será un servidor”. Para él, un tema importante para los traductores es el de los derechos intelectuales sobre la traducción. “Esto impacta en el aspecto económico de la actividad”, concluye.

Muchos editores comparten la visión de Sierra respecto de que una traducción de un libro de Gustave Flaubert, Alice Munro o Emmanuel Carrère debe ser destacada en tapa, a diferencia de los libros comerciales. ¿Pero quién traza la línea entre una y otra literatura? ¿De qué lado quedarían Stephen King, J. K. Rowling o el mismo Mark Haddon?

“Cualquiera que haya intentado traducir, aunque sea de forma amateur, sabe que una cosa es traducir una obra literaria y otra distinta, una obra comercial -dice la editora y escritora Mercedes Güiraldes, del Grupo Planeta-. La obra comercial se traduce más rápido, es un proceso más automático, aunque eso no significa que sea fácil ni que cualquiera pueda hacerlo. Obviamente hay que tener una técnica. Pero traducir una obra literaria requiere un trabajo de recreación, y en ese sentido es un proceso artístico. Después están todos los casos intermedios, en los que no es tan fácil trazar la raya que separa lo comercial de lo literario”.

Cuando los editores deciden poner el nombre del traductor o la traductora en la tapa de un libro, están señalando a los lectores y las lectoras un dato que consideran importante. “Ese nombre es un plus por el desafío que supuso traducir esa obra en particular -acota Güiraldes-. Eso desde el punto de vista de la editorial. Desde el punto de vista de traductores y traductoras, no me parece mal que reclamen figurar en tapa. Lo que dice Jennifer Croft es que ella no aceptará ninguna traducción donde no pongan su nombre en tapa. Por supuesto, está en su derecho elegir con quién trabaja y con quién no”. Ese derecho, en apariencia común y silvestre, no es tan fácil de ejercer en la Argentina de la crisis permanente.





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