jueves, 22 de septiembre de 2022

"Un mundo distópico que hoy parece posible"

La poeta, narradora y dramaturga colombiana Piedad Bonnet, el pasado 17 de septiembre publicó la siguiente columna de opinión en el diario ABC, de Madrid. En ella habla de la generación de la cancelación cultural y ofrece diversos ejemplos.


Los nuevos inquisidores

Una de mis exalumnas, profesora de literatura en una Universidad norteamericana, me cuenta del tacto que debe tener para no ofender la hipersensibilidad de sus estudiantes. Tiene que cuidar, por ejemplo, el uso de los pronombres y de los adjetivos, en aras de ser inclusiva y de no equivocarse en cuestiones de género. Y ha tenido que pasar malos ratos, como cuando un estudiante afro se quejó de que le pusieran a leer Poeta en Nueva York, de Lorca, por considerar que es una obra racista. Las directivas del departamento no supieron muy bien qué hacer con esa papa caliente, pero la queja podría haberle costado un disgusto mayor a la joven profesora si el conflicto lo dirime alguien descriteriado (o simplemente cobarde).

El riesgo para un maestro de sufrir represalias institucionales porque un desprevenido comentario suyo cause indignación moral en un estudiante predispuesto a encontrar en su discurso racismo, misógina u otros prejuicios, fue mostrado ya por Philip Roth en su nove- la La mancha humana, publicada en 2000. Roth narra en ella cómo Coleman Silk, un profesor, es expulsado de la universidad donde trabaja, acusado de racismo, por usar una palabra ambigua en tiempos en que ya estaban bastante agitadas las aguas, a veces necesarias, a veces fundamentalistas, de lo políticamente correcto. El giro que da la historia de Roth nos va a permitir ver las verdaderas culpas de Coleman, y de paso, con lúcida ironía, comprender lo obtuso de su expulsión.

Mi colega francesa Florence Thomas, una pionera feminista radicada en Colombia, aguerrida como ninguna, confiesa en reciente artículo que siente alivio de no enseñar ya en una universidad, pues muchos docentes le han confesado tener “miedo casi enfermizo, temor de ser denunciados, pánico de las redes sociales o físico terror de ser investigados administrativamente por una queja de algún alumno o alumna. Mejor dicho: un estado permanente de zozobra”. Otro colega, también de una universidad norteamericana, me habla de la desconfianza que ha visto ir ‘in crescendo’: cualquier reunión entre profesor y alumno debe hacerse con la puerta de la oficina abierta, y el profesor debe evitar mirarlo (o mirarla) a los ojos, so pena de ser acusado de intento de seducción o abuso. A eso hemos llegado en el camino del radicalismo moralista que nació en los años 80 en las universidades de Estados Unidos y que se ha ido extendiendo hasta convertirse en una amenaza inquisitorial.

Miguel Yusti, filósofo peruano, alerta, a propósito, sobre una curiosa contradicción: que mientras se vota cada vez más por regímenes autoritarios populistas, con sesgos fascistas y machismo y racismo declarado (como el de Donald Trump, digo yo) se juzgan con una severidad incomprensible “los rasgos de incorrección ética” de autores de otras épocas a los que se intenta vetar sin tener en cuenta el contexto en que crearon. El exabrupto de los nuevos inquisidores –que tendrían que censurar, entre otros, a Shakespeare y a Nabokov– podría llevarnos, en un mundo distópico que hoy parece posible, a privarnos de la complejidad con la que esos mismos autores plantean grandes dilemas morales. Qué paradoja.

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