“D.P. Snyder (foto), escritora estadunidense, es autora del ensayo La historia de mi lengua (2023) donde cuenta cómo descubrió y se entusiasmó por la literatura latinoamericana. Ha traducido obras de ficción y crítica de autores de México, Puerto Rico, Cuba, Colombia y España, y colabora periódicamente en las revistas Reading in Translation, y Luvina. Snyder define así su pasión por la traducción: 'Me guía el amor por la gran literatura y el deseo de compartir historias importantes más allá de las fronteras'.” Tal es la bajada del artículo publicado por la autora, en La Razón, de México, el pasado 13 de septiembre.
La traducción en búsqueda de una nueva palabra
Cuando una palabra deja de describir lo que se propone significar o impide la comprensión, debemos reemplazarla. Traducción es semejante palabra.
Soy traductora literaria y escritora, es decir, invento mis propias narrativas además de volver a escribir los textos de otros. Traduzco al inglés obras de escritores mexicanos como Mónica Lavín, Alberto Chimal, Jaime Mesa y Angelina Muñiz-Huberman. De vez en cuando, y con tremenda humildad, traduzco un texto del inglés al español. Incluso me atrevo a escribir en español. El lector tiene la evidencia entre sus manos.
Mi trabajo implica décadas de formación y práctica, un amplio rango de habilidades y un estudio de los procesos lingüísticos y cognitivos, las culturas hispanas y la filosofía del lenguaje. Es un oficio que sólo quien se dedica a la traducción comprende plenamente. Por supuesto, el trabajo de los físicos también es comprendido sólo por otros físicos; sin embargo, no hay ningún científico cuyo trabajo esté tan infravalorado, incomprendido, mal pagado o poco respetado como el del traductor porque, a pesar de la magia transformadora y la humanidad que nuestro oficio exige, para muchos, la palabra traductor evoca poco más que la imagen de un mecanógrafo multilingüe. Por eso, de acuerdo con el mandato del poeta Ezra Pound de "hacerlo nuevo", propongo actualizar la palabra traducción. Inventar palabras es un asunto serio, no lo emprendo a la ligera.
¿Qué es una traductora? Por un lado, es una persona que soporta la inestabilidad económica o depende de otro empleo para satisfacer sus necesidades básicas. En muchos casos, posee el instinto cosmopolita de compartir ideas y realidades a través de las fronteras y suele enfrentarse a la resistencia institucional que ejercen los poderes políticos y económicos.
Estados Unidos tiene el porcentaje de libros traducidos de otros idiomas más bajo al nivel mundial, únicamente 3% (México tiene el 14.5%). Esta escasez es el precio que pagamos, los que vivimos en este país, por vivir en una economía dominante, históricamente xenófoba y más interesada en exportar que importar, ya se trate de un automóvil, un libro o una idea. El monolingüismo y una ignorancia cuidadosamente orquestada de las historias y culturas del resto del mundo es el ingrediente básico en la perpetuación del mito de la excepción nacional. Esta postura es un anatema para los traductores e impide que nuestro trabajo sea valorado. Así pues, el traductor es por naturaleza inconformista y el acto de traducir, como escribe la traductora estadunidense Corine Tachtiris, es “necesariamente una forma de resistencia pacífica”.
Me enamoré del español en México. A los 29 años dejé mi trabajo corporativo y empecé a trabajar por la mitad del sueldo como administradora de un centro cultural hispano en la ciudad de Nueva York. Autodidacta por naturaleza, aprendí el español de la literatura, de la vida callejera, de las canciones. El idioma me abrió horizontes, un lugar en el que estar y por el cual luchar.
Una vez que me sentí capaz de hacerlo, empecé a traducir en serio, pero mi entusiasmo no fue correspondido por las editoriales estadunidenses. Los libros traducidos no se venden, me decían bruscamente, como si me enseñaran un principio básico, como si la literatura traducida fuera un género en sí (como el terror, el romance o la ciencia ficción). Por suerte, en los últimos años ha aparecido un creciente séquito de editoriales independientes que desafía esa supuesta sabiduría. Sin embargo, si un libro tiene la suerte de ganarse el favor de una editorial, surgen obstáculos de marketing: Sólo 5% de los artículos del New York Times Book Review son sobre libros traducidos; esto es, aunque consigamos colocar una traducción en 3% de todos los libros traducidos que se publican anualmente en mi país, las posibilidades de que nuestras obras sean reseñadas en los principales medios y de que los lectores se fijen en ellos son mínimas. Esta realidad se refleja en menores ventas, perpetuando la queja de que los libros traducidos no se venden.
La palabra inglesa translation tiene sus raíces en la idea de la transferencia, la conversión o la reformulación de un texto en una lengua meta. El verbo español traducir me gusta más por sus componentes léxicos trans (de un lado a otro) y ducere (guiar). Me considero guía: escolto las palabras a través de las fronteras. Además, soy erudita, antropóloga cultural y la mejor lectora posible, capaz de escribir una prosa que se pone a la altura de la de mis autores. Soy buscatalentos, a menudo tanto la persona que “descubre” una gran obra como la que sirve de agente de último recurso, solicitando subvenciones para apoyar el proyecto de traducción, redactando propuestas que narran la importancia de quien escribe en el contexto de la literatura contemporánea, presentando la obra a las editoriales, y, a veces, negociando contratos tanto para mí como para el autor. Un texto no se transfiere a un nuevo recipiente así de fácil como se traslada el arroz, grano a grano, de una vasija a otra: hay que luchar por ello.
Según el Oxford English Dictionary, la palabra translation apareció impresa por primera vez en 1382 como translacioun en una traducción afrancesada del latín de la Biblia. La filosofía del lenguaje ha cambiado mucho desde la Edad Media. Filósofos del siglo XX como Foucault, Derrida y mi querido Chomsky a veces no armonizan; sin embargo, coinciden en que las lenguas no son sólo para describir el mundo sino para dar forma. Los seres humanos nacemos predispuestos a adquirir lo que Chomsky llama una gramática universal, una estructura comunicativa biológicamente preinstalada —como los riñones o el corazón— que permite que la traducción sea posible del todo. Chomsky afirma que el contenido (una silla es a chair, una mesa es a table) es sólo una faceta del lenguaje; la otra es la expresión, esa “estructura profunda” donde encontramos capas de signos, símbolos y expresiones culturalmente dependientes que pueden carecer de equivalentes en la lengua meta. El arte de traducir reside en resolver lo irresoluble y encontrar la manera, donde no la hay, de contar la historia del otro. Si queremos un mundo más justo, tenemos que darle vida palabra por palabra.
La idea errónea de que la traducción es neutra (nunca lo es) y de que todos los textos y todas las palabras son traducibles (no lo son) se perpetúa mediante la invisibilidad forzada de los traductores y la idea correspondiente de que, como las mujeres y los niños, estamos en nuestro mejor momento cuando no se nos ve y guardamos silencio. Un amigo en España, filósofo y experto en la informática insiste en que la I.A. pronto va a traducir los libros más rápido y mejor que los traductores; no comprende que, mientras las máquinas son buenas para el contenido, son pésimas para el contexto. El canto de sirena de la tecnología es un espejismo y, con la complicidad de tal pensamiento falso, la palabra traducción se ha abaratado.
Mientras inventamos la nueva palabra que nos hace falta, debemos contemplar también lo que la traducción no es. Un traductor no es un intérprete y, aunque admiro profundamente el súper poder casi esquizofrénico de alguna gente de oír en una lengua y hablar en otra, a veces simultáneamente, el planteamiento de los intérpretes sobre el significado es distinto del mío. Apuestan la carrera en la quimera de la precisión en circunstancias donde un vocablo puede hacer la diferencia entre la vida y la muerte, la guerra y la paz. Para ellos, la ficción de que el significado fluye sin cambios de una lengua a otra es una necesaria premisa. Incluso así, el intérprete, al igual que el traductor, transmite su ADN cultural en cada frase. El significado evoluciona en la boca del mensajero.
Hablemos pues de lo que es la traducción. Es una actividad platonista, no nominalista: los traductores creemos que las ideas abstractas tienen una realidad fuera del tiempo, la geografía y el sonido. Si no lo creyéremos, no nos atreveríamos a traducir. Al mismo tiempo, nos fascina que los textos nos obliguen a enfrentarnos a los límites de nuestra comprensión y de nuestra capacidad para transmitir imágenes a la mente del lector. De esta manera, la traducción tiene características místicas y míticas.
La traducción es intimidad. Me instalo en la cabeza del autor y presto máxima atención a lo que veo en esa bóveda. Una vez que me siento en casa, miro a través de sus ojos y llego a conocer su perspectiva y su voz a fondo. Elijo un estilo y una voz narrativa que le queda bien a la obra, igual que una modista diseña el vestido que mejor favorece a su clienta. Bailo con el autor o la autora, pero estoy al servicio del texto; durante un periodo, la obra y yo nos convertimos en una cosa, tan unidas como un ave y el viento.
La palabra traducción se queda corta para describir esta forma meta-forma de ser.
Escribir y traducir son gemelos, aunque no idénticos, dos partes de mi santísima trinidad que también incluye la lectura. Las técnicas, ideas y poéticas de “mis” autores se cuelan en mi escritura original, incluso cuando mi voz da una segunda vida a la suya. Desconfío de los traductores que no tengan una práctica propia de escritura, aunque sea poco reconocida, porque quienes traducimos somos sencillamente escritores que creamos versiones originales al estilo borgesiano. Si no conociera la experiencia de enfrentarme a una página en blanco armada tan sólo con una idea y una pluma, no comprendería el peso de cada palabra. Sólo hay otra versión de otra versión de otra versión que seduce al lector. Los traductores sabemos que más versiones que las nuestras son posibles. Incluso probables.
¿Transversión es la palabra que busco? ¿Soy una transversionista?
La traducción es la generosidad, dedicarse a la obra de otro. Sin embargo, como escribió el brasileño Oswald de Andrade, es también hacerse antropófago, desear devorar al otro, con lengua y todo. La traductora, impulsada por el deseo de compartir la literatura que ama, anhela convertirse en una lente para que otros vean, iluminar lo desconocido, conmover al lector y hacer que se cuestione las suposiciones.
La traducción es por defecto la humildad porque se desconfía de quienes la practican, como el dicho traduttore, traditore ampliamente ilustra. Por supuesto, hay traductores que han traicionado los textos, a menudo por ignorancia. Sin embargo, en el último medio siglo, la traducción se ha profesionalizado cada vez más. Los nuevos programas universitarios de traducción desarrollan normas y formación. De estos centros educativos surgen el activismo, asociaciones profesionales, nuevas revistas y editoriales independientes cuyos catálogos promueven las traducciones. Esta actividad refleja cambios tectónicos en la conciencia social. Ya comprendemos que la violencia en contra de los cuerpos humanos siempre se acompaña por la violencia lingüística. La lengua y la pluma del colonizador y el esclavizador se apropian de las narraciones de los colonizados y esclavizados, las palabras son encarceladas y asesinadas, las historias se mueren. Esta tendencia imperial hace todavía más complejo el trabajo de quienes traducimos: nos obliga a resistir las ganas del editor anglófono de “normalizar” la puntuación, la gramática y la sintaxis, a oponer su deseo de simplificar el texto. Defendemos las narrativas no lineales de nuestros autores y proclamamos su valor ante “esos espíritus flojos que aman la estabilidad de las fórmulas convencionales”, como escribió el gran poeta brasileño Haroldo de Campos, traductor de la Commedia de Dante.
Este activismo nos lleva mucho más allá de la traducción.
La traducción es autocontrol. A veces, tenemos que ejercer el valor de no traducir y dejar palabras y frases en la lengua original. Saber cuándo no traducir es una manera de boicotear el borrado cultural, de reconocer la particularidad de otras realidades. No traducir también tiene como objetivo una experiencia más fecunda para los lectores; les exigimos más a ellos, a la vez que confiamos en que ellos también pueden buscar y aprender. Si escribir es el amor llamándonos a las cosas de este mundo, por parafrasear al poeta Richard Wilbur, entonces la traducción es el amor llamándonos a las cosas del mundo ajeno. La traducción es empatía.
¿Transempatía? ¿Soy una transempática? Empiezo a temer que ninguna palabra pueda contener tantos significados.
Traducir es ser fielmente infiel. Quiero decir que la fidelidad a un texto puede requerir que traduzcamos el mensaje escrito por alguien, dejando sus palabras atrás. Por ejemplo, el título del primer capítulo de Arritmias de Angelina Muñiz-Huberman es "Despropósito", palabra que
la maestra emplea con su típica seriedad juguetona: Aquí no quiere decir "locura", la definición principal, sino un antiprólogo que define el antipropósito del libro. El título en inglés que inventamos juntas, "This is not a prologue" ("Esto no es un prólogo") juega con la obra surrealista de René Magritte, "Ceci n'est pas une pipe" y habla elocuentemente de la perfidia de las palabras. Sin embargo, no es una traducción precisa de la palabra despropósito. Llegamos a esta solución a través de un proceso que el escritor cubano Cabrera Infante y su traductora estadunidense Suzanne Jill Levine denominaron closelaboration, la elaboración de una traducción con la íntima complicidad de autor y traductor. Cuando los traductores nos desprendemos de la obsesión por lo literal de esta manera, hacemos lo que el maestro indio Purushottama Lal pretendía cuando acuñó el término transcreación: “El traductor debe redactar, reconciliar y transmutar... [S]u trabajo, en muchos sentidos, se convierte en gran medida en una cuestión de transcreación”.
Transcreación no es una nueva palabra, pero es bonita, ¿no? Lástima que los empresarios globales ya la hayan usado para describir la adaptación de los videojuegos y otros productos de entretenimiento. Con pesar, la dejamos atrás.
Nuestra búsqueda presente tiene amplios antecedentes, porque, como la misma Tierra, el lenguaje se somete a la erosión y la renovación constante. Las palabras mueren cuando las culturas que las emplean son aniquiladas y los lugares donde brotaron son arrasados por la guerra. Se las retira de los diccionarios para que se vuelvan portátiles y para servir a los prejuicios de los editores, cuyos gustos lingüísticos y exigencias económicas traicionan los objetivos de la poesía. Las palabras también nacen a una velocidad vertiginosa: Según el Global Language Monitor, "cada 90 minutos se crea una nueva palabra, aproximadamente 14.7 palabras al día o 5 mil 400 palabras al año". O sea, la inestabilidad tectónica es el alma del lenguaje. Las palabras influyen en nuestras perspectivas filosóficas, metafísicas y espirituales; pueden ayudarnos a ver lo que antes era invisible, cambiándolo todo. La ciencia toma neologismos prestados de la literatura tan encantadores como quark, adoptado en los años sesenta por el físico teórico Murray Gell-Mann de la novela Finnegans Wake de James Joyce, lo que demuestra la porosidad de las fronteras entre disciplinas. Inventamos nuevas palabras y aplicamos las ya viejas a nuevos usos. En el lenguaje, este fenómeno se llama desplazamiento lingüístico; en la biología, se llama evolución.
¿Soy una transevolucionista textual? ¿Una transfluccionista literaria? ¿Me estoy pasando de la raya?
La traducción es generativa, creativa, lúdica. Una diversión seria. Y su carácter lúdico es fundamental para el oficio. Cada texto que traduzco me regala nuevas técnicas, estéticas y palabras; desafía mis ideas fijas sobre la gramática y la sintaxis; me hace caminar sobre la cuerda floja en áreas grises entre el español y el inglés, a veces saltando en éxtasis al vacío, dando volteretas. El verbo del latín ludere, que se encuentra en el adjetivo lúdico, tal vez pueda ayudarnos. ¿Una transludicadora podría realizar una transludicación? No, el ámbito es demasiado limitado.
¿Translentación? No, recuerda demasiado a las legumbres.
En 2011, Tedi López Mills dio el título Traslaciones a su hermosa recopilación de poetas-traductores, palabra que describe cómo un poema se desliza de un idioma al otro. Es una palabra lírica que evoca imágenes no sólo del movimiento y la inestabilidad, sino también de las revoluciones y del paso de los cometas por el espacio. Cada traducción es una estrella fugaz, prendiendo fuego al cielo durante un instante luminoso, un mensaje del espacio exterior, la oportunidad de pedir un deseo. En latín, luceat quiere decir brillar.
Nuevas palabras están sonando en mi lengua: traslucir, trasluxión, traslucente. Ya estamos avanzando.
Si traducir es escribir y la traducción es un acto creativo, original, y generativo; si la traducción es un acto íntimo y amoroso; si la traducción es un proceso alquímico y transformativo; si rechazamos la idea de intraducibilidad y a la misma vez la aceptamos; si la traducción es un acto de paz, y si la traducción es una lente para ver y una luz para revelar, entonces, se resuelve: acuño el verbo traslucir y sus sustantivos asociados. ¡Que las trasluxiones y los traslucentes florezcan y prosperen! Que haya luz.
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