Los libros del tiempo
En el más amplio de los sentidos, la palabra escrita e impresa es una apuesta al futuro, que no existe, enviada por el pasado, que sobrevive en nuestra memoria, para que en el presente de la lectura seamos conscientes de existir en el movimiento del tiempo perceptible entre una y otra frase. Y como la lectura es una apuesta frenética por ese momento de eternidad continua que lleva la vista desde izquierda a derecha, salta un renglón y sigue, quienes vivimos leyendo juntamos provisiones para esas eternidades posibles comprando libros que destinamos a una lectura inmediata o diferida: el presente posible se realiza o se transfiere a futuro –probable o improbable. Porque es cierto que se lee lo que se guarda en estantes de biblioteca, piso, mesita de luz, revistero del baño, pero también lo es que mucho de lo adquirido se almacena para tiempos que no llegan o n o llegarán nunca. Y sin embargo, el libro no leído sigue siendo presente puro de ese futuro virtual, promesa de tiempos arborescentes, suspendidos. Y ese diferimiento tiene también su consumación, que es puramente mental, compuesta del recuerdo de los momentos en que lo diferido se volvió por fin presente y luego de concluido dejó lugar a otro libro, y quedó guardado en algún lugar del palacio de la memoria o en las cenizas de un olvido.
No paso día sin contemplar mi biblioteca. Durante algunos segundos trato de hacer un cálculo mental. De los libros que tengo, ¿Cuántos leí? ¿Cuántos releí? ¿Cuántos me esperan en lo que me resta, y cuantos quedarán sin ser leídos por mí, y luego del luctuoso fin (“¡Echenlo a la calle! ¿Quién ha dicho que yo moriré?”. Cita del último libro de Ada o el ardor, de Vladimir Nabokov), serán atesorados por mi hija o vendidos en esas librerías de viejo para alimentar nuevas generaciones de lectores? Imposible calcular nada. Pero en esos días que no dejan de pasar, no hay uno en que deje de sorprenderme preguntándome cuando compré este o aquel ejemplar, por qué lo quise o qué destino quise darle o qué momento pensé en destinarle cuando lo adquirí. No hay día en que deje de decirme que mi biblioteca, sometida a constantes ampliaciones y reducciones (porque el tiempo es infinito pero el espacio de mi casa no), me está ofreciendo una nueva aventura.
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