Lectura, tenaciad, intuición: traductor
J ordi Fibla (Barcelona, 1946) es uno de los traductores españoles más prestigiosos. Tras realizar estudios en filosofía y letras, se inició en el mundo de la edición como corrector de estilo y redactor en las editoriales Noguer y Plaza & Janés. En 2015 obtuvo el Premio Nacional a la Obra de un Traductor por “su larga trayectoria como traductor profesional, su versatilidad y la calidad de su obra”. Son destacadas sus versiones del japonés junto a Keiko Takahashi. Entre los autores que ha traducido del inglés figuran Saul Bellow, Lawrence Durrell, Vladimir Nabokov y gran parte de la obra de Philip Roth, autor del que se acaba de publicar Las némesis (Literatura Random House).
–Decía Don Quijote, sobre el ejercicio del traductor, que “en otras cosas peores se podría ocupar el hombre, y que menos provecho le trujesen”. ¿Qué le impulsó a ejercer esta profesión?
–Tenía una vocación latente que descubrí al comienzo de la juventud. Desde muy niño me apasionaba la lectura, y a menudo me preguntaba cómo sería lo que estaba leyendo traducido en su lengua original. Era un estudiante bastante irregular, pero sacaba las mejores notas en las asignaturas relacionadas con el lenguaje. Muy pronto me disgustó que las películas extranjeras estuvieran dobladas. Tenía necesidad de saber cómo sonaba la lengua verdadera de Burlan Caster (así llamábamos los chicos de la Barceloneta a Burt Lancaster), y en aquel entonces satisfacer esa necesidad era imposible. A los dieciocho años, cuando empecé a trabajar en una editorial, soñaba con llegar a ser escritor, pero tropezaba con una capacidad creativa demasiado limitada. En la editorial conocí a Andrés Bosch, un novelista que también traducía, o más bien un traductor que también escribía, y me pareció que esa forma de enfocar la vida era la ideal: escribes un libro y luego te dedicas a traducir hasta que has concebido una nueva idea para ponerte a escribir el siguiente. Bosch no me dio ningún consejo sobre la escritura, pero sí que me aleccionó acerca de la traducción. Transcurrió una década, durante la que compatibilicé trabajo y estudio, hasta que intenté llevar a la práctica ese ideal, cuya realización ha resultado cojitranca: he sido traductor profesional durante 35 años, pero no he escrito nada creativo digno de publicación.
–¿Cuáles son las principales virtudes de un buen traductor?
–Pasión por la lectura, curiosidad por las lenguas en general, lo cual no significa que uno trate de ser políglota, sino que el hecho de que los seres humanos hablemos de maneras tan distintas siempre le intriga, y cuando lee una novela de Márkaris, por ejemplo, se dice: “Cuánto me gustaría poder leer esto en griego moderno. A lo mejor, si llego a los cien años…”. El estoicismo es una virtud importante para el traductor, puesto que la suya sigue siendo una profesión muy mal pagada y en la que se plantean muchas exigencias únicamente a cambio de seguir teniendo trabajo eternamente mal pagado. El reconocimiento a su labor por parte de la crítica y el público, que ha sido inexistente durante siglos, actualmente empieza a ser una realidad. Pero, aunque ahora esté más reconocido, el traductor debe ser humilde, y ésa es otra virtud necesaria. La traducción perfecta es imposible, tanto como la corrección de estilo perfecta, y el traductor ha de ser consciente de que el valor de su trasvase de un texto escrito en otra lengua a la suya propia estribará en el grado de aproximación al original. Su texto, aunque a primera vista parezca indiscernible del original, siempre será aproximado. La paciencia, la tenacidad y la disciplina completan, a mi juicio, la serie de virtudes que ha de tener un traductor literario.
–Joaquim Mallafrè recuerda en su ensayo Llengua de tribu i llengua de polis. Bases d’una traducció literaria que “un altre traductor que prescindirà de la literalitat per refiar-se de la intuïció és Ezra Pound. ‘More sense and less syntax’ eren les seves paraules”. ¿Es importante para usted la intuición de la que habla Mallafré?
–Creo que Mallafrè debería haber profundizado más en esta cuestión en su excelente ensayo. Nos dice que hay lectores chinos que subrayan la fidelidad de Pound a la lengua china, aunque el gran poeta la desconocía. A pesar de que el asunto es extraordinario y merecedor de un estudio a fondo, Mallafrè se limita a decir que “el caso no deja de ser curioso”, que es un “caso singular”. A mi modo de ver, es absolutamente imposible hacer una traducción directa sin conocer la lengua de partida. Es evidente que la intuición no puede bastar para adivinar sin error las relaciones, los matices, los modismos, las alusiones, las referencias que se establecen entre millares de ideogramas. Una cosa es aprender el significado y la pronunciación de unos cuantos ideogramas para incrustarlos en un poema propio y otra tener el don mágico de traducir fielmente el gran poema "El templo", de Po Chü-i, sin haber estudiado en serio el chino clásico. Esa tarea la realizó Arthur Waley, que fue autodidacta y tradujo del japonés y el chino clásicos sin haber estado jamás en Japón y en China ni haberse ocupado de las lenguas modernas de esos países. No voy a negarle el beneficio de la duda pero, aunque la prosa y la poesía inglesas de Waley son deliciosas, me temo que los chinos que se maravillan de su fidelidad a la lengua china son buenos conocedores del inglés que en realidad se maravillan de la belleza que es capaz de crear un británico en su idioma partiendo de la lengua china. Hay una intuición que actúa automáticamente y que te hace saber que la elección que tomas es la correcta. En esto mi opinión coincide con la de Conrad. Aniela Zagórska, sobrina de Conrad, tradujo sus obras. Un caso curioso: la sobrina polaca traduce al polaco las novelas que su tío polaco ha escrito en inglés. Pues bien, Conrad le dijo que la traducción, al igual que otras artes, requiere elegir, y elegir supone interpretar. Le aconsejó: “No te empeñes en ser demasiado escrupulosa. En mi opinión es mejor interpretar que traducir. Se trata de encontrar las expresiones equivalentes, y para ello te ruego que te dejes guiar más por tu temperamento que por una conciencia estricta”. No ser demasiado escrupulosa significa no ser literal. Es mejor interpretar que traducir significa que el sentido prevalece por encima de las palabras con que se exprese una idea. Dejarte guiar por tu temperamento significa dejarte llevar por tu intuición automática, que te indica por qué dirección has de buscar las equivalencias. Además de esa intuición automática, existe una intuición más honda, lo que coloquialmente llamamos “estrujarte los sesos”, que uno pone a trabajar conscientemente cuando se encuentra ante una dificultad de tal envergadura que no ve la manera de conservar el sentido, aunque utilice unas palabras totalmente distintas a las del original. Es el hábito de estrujarte los sesos lo que posibilita que, casi siempre, acabes por encontrar una solución de la dificultad más o menos satisfactoria. El sentido es lo que en ningún caso puede alterarse, pues si se hace el resultado no es una traducción sino un texto creativo paralelo al del original.
–Por su parte, Feliu Formosa señala en su libro El gest i la paraula que Thomas Bernhard “demana literalitat, al marge de la reordenació que la sintaxi alemanya fa inevitable”. ¿Se ha encontrado, en su labor como traductor, con autores donde esa literalidad sea la mejor opción a la hora de abordar la traducción?
–Creo que Bernhard está pidiendo que si él fuerza, por razones creativas, la sintaxis alemana, los traductores hagan lo mismo en sus lenguas respectivas. En principio el traductor debe plegarse a los deseos del autor, siempre que no exija algo que no puede o no debe hacerse en la lengua de llegada. Puede darse el caso de que la capacidad de los lectores del original para asumir las libertades que se tome el autor con la gramática y el léxico no se correspondan con las de quienes leen la obra en su propia lengua. Finnegans Wake debe de tener muy pocos lectores en inglés, pero con toda seguridad son muchísimos más que los lectores de la traducción española de la obra. Y los libros se editan para ser vendidos. El medio en el que surge la traducción es una realidad que no se puede perder de vista. Nunca me he encontrado con autores cuyos textos requieran una traducción literal. La verdad es que entiendo por “traducción literal” un primer borrador, porque en cada lengua las cosas se expresan de distinto modo y traducir no consiste en sacar garbanzos del saco A para meterlos en el saco B, sino en decir en tu lengua lo dicho en otra sin que, en la medida de lo posible, se note que ha sido dicho en otra lengua, lo cual excluye la literalidad. Cierto agente literario nos dijo a los traductores de uno de sus autores estrella que teníamos que traducir exactamente lo que el autor había escrito o atenernos a las consecuencias. Esto no pasaba de ser una confesión de que la única lengua que conocía el agente era la suya, el inglés, y no tenía ni zorra idea de lo que se hace al traducir.
–A propósito de Thomas Bernhard, fue un escritor que se mantuvo al margen de la traducción de su obra. ¿Qué relación ha mantenido con los autores que ha traducido? ¿Han colaborado con usted?
–He traducido demasiado para haber podido relacionarme siquiera con una parte de los autores. Tengo dos currículums, el presentable y el otro. Para este último usé tres seudónimos. Mi interés por relacionarme con los autores de los libros de ese segundo currículum fue nulo. En cuanto al primero, algunos a los que hubiera querido conocer personalmente habían muerto o estaban a punto de desaparecer, como es el caso del incomparable Patrick Leigh Fermor, con quien apenas tuve tiempo de intercambiar un par de cartas antes de que falleciera. La relación que tuve con alguno de los vivos fue breve, en general agradable y, en los casos en los que me he dirigido a ellos planteándoles mis dudas sobre alguna frase, de escasa utilidad. No es conveniente tratar de resolver dificultades abordando a los autores. Si son anglosajones, por lo menos en mi experiencia, no tienen ni idea de español, y a algunos la traducción les parece una empresa quijotesca. No recuerdo qué me dijo exactamente William Kennedy cuando le planteé mis dudas sobre ciertas frases sin aparente sentido en una de sus novelas, pero creo que una traducción libre que conservara intacto el sentido sería: “Ni aunque me amenazaran con atarme a la cola de un caballo desbocado que me arrastrara por una llanura cubierta de espinos en Nuevo México me dedicaría a un trabajo como el tuyo”.
–En el discurso para la Real Academia Española titulado Servidumbe y grandeza de la traducción, Miguel Sáenz se preguntaba: “¿Por qué son incapaces de aceptar que una traducción tenga el acento de algún país de América? Y a la inversa: ¿por qué a veces, en América Latina, se califica a una traducción de mala, simplemente por ser española, sin atender más razones?”.
–Tal vez nosotros tengamos cierto complejo de superioridad porque el español nació aquí y ello bastaría para que el castellano peninsular fuese el normativo. Por otro lado, los latinoamericanos argumentan que ellos constituyen el 90% de los hablantes de la lengua, así que menos humos. Naturalmente, ellos preferirían leer traducciones escritas con las particularidades lingüísticas de sus respectivos países, pero la industria editorial peninsular es demasiado potente e inunda sus librerías de traducciones llenas de “gilipollas”, “coger” y otros términos que les producen dentera. Yo sólo leo traducciones de los idiomas que desconozco, es decir, todos los que no forman parte de la familia romance, exceptuando el rumano, y el inglés. Acabo de leer La guarida, de Norman Manea, novela editada en España. Me he encontrado con un par de americanismos y me han parecido bien, de la misma manera que me gusta llamarle al cruasán “medialuna”. En el remoto pasado no fue así. Apenas salido de la adolescencia, cuando me apasioné por Henry Miller, no podía leer en inglés y, como aquí sufríamos una dictadura que impedía publicar determinados libros, tenía que leer sus obras en traducciones latinoamericanas. La “lapicera fuente”, la “pollera”, la “frazada” y tantos otros términos me sacaban de quicio. Por eso cuando un lector mexicano se mostró indignado en un blog por ciertas palabras en una de mis traducciones, me pareció justo. Donde las dan las toman. Dicho esto, no usaría jamás “medialuna” en lugar de “cruasán” en una de mis traducciones, por más que “cruasán” sea un galicismo adaptado al castellano. Soy europeo y hablo y escribo en el español de Europa, aunque apenas seamos el 10% de la lengua de los 600 millones.
–Alianza ha publicado el libro de relatos Mi marido es de otra especie, de Yukiko Motoya, y la novela Si los gatos desaparecieran del mundo, de Genki Kawamura. Son libros traducidos por usted y por Keiko Takahashi. ¿Cómo se plantea la colaboración con otro traductor?
–En el apartado de mis traducciones del japonés no puedo hablar simplemente de “colaboración con otro traductor”. Digamos que he tenido la ayuda generosa y paciente, porque a veces me ponía muy pesado al no aceptar sin más las soluciones que ella me proponía, de mi mujer, Keiko Takahashi. Como nos conocimos hace medio siglo, como ella habló a nuestros hijos en japonés desde el primer momento y esa lengua sigue siendo la segunda en nuestro hogar, como hemos visitado Japón una infinidad de veces a lo largo de ese medio siglo y he tenido una buena relación con su familia, que sólo habla japonés pero es condescendiente conmigo cuando les hablo como Tarzán hablaba el inglés, como he pasado por épocas en las que he hincado los codos tratando de aprender a fondo la lengua, pero me ha faltado constancia, tengo un conocimiento que me permite ver un texto y saber de qué va, leer perfectamente los silabarios hiragana y katakana, entender un número de kanjis notable pero insuficiente, de modo que, si bien sigo expresándome en japonés como un principiante, tengo una clara habilidad para descifrar un texto, todo lo que acabo de decir más la imprescindible ayuda de Keiko me ha permitido traducir unas cuantas obras en su lengua.
–El último libro de Yukiko Motoya, Selección automática, ha sido traducido por Emilio Masiá. ¿Qué motivó el cambio? ¿Es preferible, para el lector, que el mismo traductor se ocupe de toda la obra de un escritor?
–Tampoco he traducido lo último de Colum McCann ni de Richard Powers ni de J.M. Coetzee, etc. Tuve que jubilarme debido a que mi estado físico era incompatible con las obligaciones que comporta la traducción por encargo. Problemas vertebrales y un trastorno importante de la vista. No he dejado de traducir, con el placer de elegir los textos y la tranquilidad de no estar sometido a las fechas de entrega, porque me gusta y porque es una manera extraordinaria de mantener las neuronas en ebullición, pero en el aspecto material es como si no estuviera haciendo nada, porque soy reacio a embarcarme en penosos peregrinajes por las editoriales tratando de vender mi “producto”. No es imprescindible que a un autor lo traduzca siempre el mismo traductor, pero lo cierto es que pueden crearse profundas simpatías que dificultan la aceptación de un nuevo traductor. Así me sucedió, por ejemplo, con La montaña mágica. Hace años que tengo sobre la mesa de los libros pendientes de lectura la nueva traducción de Isabel García Adánez, pero, a pesar de que, cuatro años antes de que apareciera, había leído en una revista literaria que “la versión muy antigua de Mario Verdaguer se reedita constantemente y pide a gritos un pase a la licencia”, ésa fue la versión que leí en mi adolescencia, una traducción de la que tengo un recuerdo imborrable y, aunque le pido disculpas a Isabel, todavía no he podido licenciarla.
–En 2005 Atalanta editó su traducción de La historia de Genji, de Murasaki Shikibu, uno de los grandes clásicos de la literatura universal. ¿Cómo afrontó una labor de tanta magnitud?
–Quien afrontó realmente la traducción de una obra gigantesca, escrita antes del Cantar de Mío Cid, para situarnos en el tiempo, y en un lenguaje que los japoneses, excepto los eruditos, no pueden entender desde hace siglos, por lo que requieren una traducción al japonés moderno, fue Royall Tyler, experto en la lengua de la era Heian (siglo XI). Yo me limité a traducir su texto en inglés. No es que esto fuese coser y cantar, puesto que es necesario mantener el tono apropiado y utilizar un lenguaje lo más intemporal posible, que en ningún momento parezca demasiado actual ni demasiado anacrónico. Tyler lo consigue, en contraste con los traductores de la obra que le precedieron, Arthur Waley, que con una prosa encantadora describe aquel mundo remoto en un tono que podría usar para describir la aristocracia de la época victoriana, y Edward Seidensticker, cuya versión, un tanto pedestre, carece del tono poético que tiene la de Tyler. Royall Tyler incluso tradujo los poemas waka de manera que las sílabas en inglés coincidieran con las del japonés. Al igual que el haiku, el waka carece de rima, pero el número de sílabas, 5-7-5-7-7, ha de ser exacto. Aunque los poemas están colocados en dos líneas porque de lo contrario el volumen sería todavía más grueso de lo que es, si cualquiera de ellos se divide en segmentos con el número de sílabas que he indicado tenemos un auténtico waka en inglés. No sucede lo mismo con mi versión. La obra contiene ochocientos poemas, y obtener auténticos waka en castellano traduciendo los ingleses era imposible de por sí, aparte de que disponía de poco más de un año para entregar el trabajo en la fecha asignada. Así pues, prescindí de esa exquisita minuciosidad de Tyler y me concentré en transmitir el tono poético de los waka, dejando de lado la métrica.
–¿Por qué se decidió a traducir La historia de Genji de la versión inglesa de Tyler y no directamente del japonés?
–En primer lugar, la decisión de traducir la obra del inglés la tomó el editor. En segundo lugar, ninguna editorial española podría costear la traducción de la obra directamente del japonés original de la era Heian. En todo caso podría utilizar una de las varias versiones existentes al japonés moderno, probablemente la de la novelista y monja budista Jakuchō Setouchi, quien hizo una versión que, parafraseando al No-Do del franquismo, ponía el relato de Genji al alcance de todos los japoneses. Su idea era que gran número de éstos llevaran encima la obra, editada en varios volúmenes pequeños, para leerla en los largos trayectos en tren de casa al trabajo. Eso sería para el editor mucho más costoso que la traducción del inglés, aunque asumible para algunos, pero seguiría siendo una trampa, una traducción indirecta. Hoy existe una versión directa del Genji al español, obra de Hiroko Izumi e Iván Pinto Román, publicada por el Fondo Editorial de la Asociación Peruano Japonesa. No se trata de una editorial comercial. Es una versión realizada en el ámbito académico y, por lo tanto, la cuestión económica no representa un problema. La señora Izumi es doctora en literatura japonesa y el señor Pinto es un abogado y diplomático estudioso de la historia cultural japonesa, que enseña en una universidad peruana. Todo esto no permite saber si el original que han usado es el de la era Heian o una de las versiones modernas no tan populares como la de Setouchi, las de Akiko Yosano, Fumiko Enchi o Tanizaki. Cuando tenga la seguridad de que se trata de una traducción del japonés antiguo, procuraré hacerme con ella y la leeré, aunque sea con lupa. Lo prometo.
–Ha traducido gran parte de la narrativa de Philip Roth. ¿Qué nos puede contar del escritor estadounidense? ¿Qué novelas destacaría?
–Con Philip Roth me sucede como con Thomas Mann, André Gide, Henry Miller, Patrick Modiano, Julio Cortázar o Enrique Vila-Matas: me interesa su obra en bloque. Sé que con todos los autores sucede que unos libros son obras maestras, otros no están tan logrados y algunos son prescindibles, pero eso no me importa en el caso de los citados. Hagan lo que hagan (o hayan hecho) voy a leerlos y disfrutarlos sea cual sea la calidad objetiva, si es que en arte se puede hablar de calidad objetiva. Podría decir que la obra que el mismo Roth prefiere entre las suyas, El teatro de Sabbath, es también mi preferida. Por lo menos es la novela que traduje con un regocijo, a pesar de que en realidad se trata de una narración trágica, sólo comparable al que me produjo otra obra no traducida por mí, El profesor del deseo. Pero si he de destacar una de sus obras, me inclino por otra que no tuve la suerte de traducir, Mi vida como hombre, por una cuestión personal, una coincidencia peculiar. A medida que leía observé que no sólo había leído todos los libros mencionados en la novela, y no son pocos, sino que en mis ejemplares, desde Retrato de mí mismo, de Mann, hasta Psicoanálisis del arte y del artista, de Ernst Kris, había subrayado a lápiz cuando los leí, mucho antes de que leyera la obra de Roth, exactamente las mismas citas que aparecen en ésta. Yo diría que esto es una coincidencia como las que sólo ocurren en las novelas de Vila-Matas.
–¿Hay algún escritor o alguna obra que le gustaría traducir especialmente?
–Me habría gustado traducir todo lo que se ha publicado de y sobre Roth después de su muerte. Acabo de leer Baumgartner, de Paul Auster, y lamento profundamente no tener la oportunidad de traducirla (sin prisas, pero sin pausas). Me habría encantado traducir El banquete anual de la cofradía de los sepultureros, de Mathias Enard. Hay una infinidad de libros que me habría gustado traducir. Leo mucho en inglés y francés (aunque no tanto como quisiera porque me flaquea la vista), y con cada obra que me satisface experimento el deseo de traducirla. Pero, de hecho, la lectura en la lengua original de una obra extranjera es ya la primera fase de una traducción.
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