jueves, 23 de octubre de 2025

Una conferencia de Andrés Ehrenhaus (II)


(viene de ayer)

A continuación, la segunda parte de la conferencia de Andrés Ehrenhausen la apertura del IV Seminario de Investigación en Traducción Literaria de la Universidad de San Jorge, Zaragoza, España, 30 de septiembre de 2025

La traducción en la actualidad y sus retos: una mirada estratégica (II)

Como habrán notado, y tal vez por pura provocación, yo no estoy haciendo ningún esfuerzo, como habrán advertido, por despegarme del uso del genérico masculino ni por proponer ninguna variante práctica de inclusividad. Entonces, ¿cómo usar a partir de ahora la gramática de la que disponemos para traducir ? Sin duda, y en primer lugar, aceptando la contradicción que surge necesariamente de la fricción entre una coiné cada vez menos funcional y la selva de retos e intenciones silvestres que tenemos delante. Ya no es posible pretender que la fisura en los sistemas binarios y patriarcales de lengua no planea por encima de quienes escribimos. No sólo planea sino que, a menudo, se cierne sobre nuestro pupitre desde una rama o cornisa y, como una paloma, nos recuerda fisiológicamente que sigue ahí. Podemos esquivar los avisos, protegernos con un paraguas o pegarle un escopetazo, pero sabemos muy bien que sólo estamos pateando la cuestión hacia delante y que pronto habrá palomitas en todas las cornisas o ramas. Entonces, ¿qué hacer, como decía Vladimir Ilich? En realidad, esto que nos ocurre ahora, hoy, no difiere mucho de otros momentos que exigían un reposicionamiento lingüístico más o menos profundo y que nuestros brazos armados, como lo son la poesía, sobre todo, pero también la narrativa o la dramaturgia, fueron resolviendo a las bravas o, como mínimo, despejando el camino a machetazos para que los agrimensores como nosotros, los traductores, por ejemplo, le pusiéramos vallas y arcenes al camino. Porque, seamos realistas, la traducción no es la menos conservadora de las artes articuladas sino, quizás, la más. Nosotros consolidamos lo que otros conquistan. Pero –porque siempre hay un pero– sí podemos, y debemos, elegir qué consolidar. Y aquí llegamos al problema teóricopráctico primordial de toda traducción, lo que yo denomino “Teoría de la cuerda” (y que también tiene su lado cuántico, como veremos).

Imaginemos que una cuerda une dos puntos lejanos entre sí en el espacio y en el tiempo, los puntos O (la Obra) y P (el Público). Esa cuerda no es la traducción, que conecta ambos puntos, sino la distancia espaciotemporal –y, por consiguiente, cultural– que media entre ellos, en tanto que quien traduce (T) pende en algún sector de la cuerda. ¿Y dónde pende T? Lo interesante y cuántico del asunto es que T puede pender de la cuerda espaciotemporal donde le dé la gana (y le permitan sus condicionantes laborales, culturales, etc.), e incluso hasta podría salirse de ella llegado el caso. El sector o segmento en el que decida pender determinará inmediatamente otras dos sub distancias: la que separa a O de T y la que separa a T de P. Cuanto más lejos de O y más cerca de P se ubique T, más “moderna” diremos que es su traducción. Y viceversa. Si T y P están casi pegadas, diremos que su traducción es “muy actual”; si ocurre al revés, diremos que es “excesivamente fiel”. Obviamente, y esto se verifica cuanto más antigua es la obra, que T se pegue a O requiere un esfuerzo y una pericia mayores que cuando T se pega a P, porque T pertenece al espaciotiempo cultural de P… pero… esa proximidad no está exenta de riesgos y, por tanto, de problemas de traducción. A una traducción “muy actual” se le exigirán otras cosas que a una “excesivamente fiel”, como por ejemplo que esté atenta a las cuestiones de género, a los paradigmas culturales corrientes, etc.; es decir, a la moral del momento. Y de esos vientos, no pocas tempestades. Me refiero a que esta presión ética no está exenta de grandes disparates (v. caso Caja Negra con Vaquera inversa). De modo que dónde pender de la cuerda del tiempo implica toda una elección política que condicionará necesariamente la deriva de nuestra traducción. Por eso digo que se trata del problema primordial, pues aunque no lo abordemos o no seamos conscientes de que existe, de algún punto de la cuerda siempre penderemos y, encima, si escurrimos el bulto correremos un riesgo imperdonable y fastidiosísimo, cual es estarnos deslizando y columpiando de un punto a otro, como si nos persiguiera el tábano de la duda eterna, sin encontrar la comodidad productiva en ninguno. Por eso también hablo de pender de un sector o segmento y no de un punto rígido, para ensanchar un poco el espacio cultural de la traducción y permitir que  T conviva y lidie con sus contradicciones. 

Y ahora que estamos colgando de la cuerda, nada más lógico que abordar, en el vacío no tan imaginario que se abre bajo nuestros pies, el asunto que, para no cambiar de verbo, nos quedaba pendiente: el de la contingencia o necesidad de traducir o re traducir a los clásicos. De todas las especialidades o vertientes de la traducción, esta ha sido sin duda y desde tiempos inmemoriales la que más mentira creativa y ficcional ha producido y, por consiguiente, la que más justifica las constantes revisiones. Tenemos ahí ya un primer argumento a favor de la necesidad. Pero, ¿por qué así? En primer lugar, porque, y esto se cae de maduro, los clásicos son clásicos toda vez que ya no están sus autores o derechohabientes en potestad física o legal de defender la integridad de esas obras. Hacer un pastiche de un clásico es ya más clásico casi que el propio clasicismo, y nadie vendrá a reclamarnos por daños y perjuicios si lo hacemos (y aquí tienen, de pie tras este pupitre y en uso de la palabra, la prueba viviente de que así es), pero jugar a mentir descaradamente con una obra contemporánea es mucho más arriesgado. Nomás basta con volver a Borges, cuyos derechos siguen vigentes, si no me equivoco: ¿qué le pasó a Pablo Katchadjian cuando escribió y publicó El Aleph aumentado? Pues que María Kodama lo demandó por plagio. Ojo, no estoy juzgando el pastiche de Katchadjian sino poniéndolo como ejemplo. En cambio, los de Shakespeare, por ejemplo, o los de Ovidio, o los de Goethe, etc., han pasado a la historia del arte como obras maestras y clásicos –empastichables– en sí mismos. Y no hablemos ya de las Belles infidéles y los desmanes estéticos que les dictaba la ética neoclásica a los versionadores franceses. Así, pues, el propio hecho de que con los clásicos haya existido desde el vamos patente de corso opera como justificación para que esa patente sea revisada cada vez que los tiempos y las costumbres cambian o, como mínimo, parece que han cambiado. El otro motivo que, en mi experiencia, lleva a muchos editores y a no pocos traductores a emprenderla una vez más con obras archi mega hiper traducidas es uno que se deriva de lo anterior pero con un matiz más sicológico que sociológico. Ese motivo tiene que ver con los egos de editores y pasticheros, que por un momento absurdo nos sentimos no sólo titulados sino destinados a ofrecerle a nuestro ámbito espaciotemporal de lengua la “traducción definitiva” del clásico de turno, una que quedará inscrita en los anales de la edición como la mejor y, por tanto, la única y necesaria. Para T, esa ilusión se disipa en el mismo instante en el que tenemos que decidirnos entre metamorfósis, cambio o transformación para traducir Verwandlung, por ejemplo, e entre los endecasílabos, los alejandrinos o el verso libre para traducir los pentámetros yámbicos shakespirianos. El ego de T se da cuenta rápido de que, sea cual sea la decisión, habrá dejado de lado todas las otras, empobreciendo una pizca la traducción en lugar de dotarla de un nuevo valor superlativo, por mucho que la contraportada o la faja del libro se esfuercen en proclamar lo contrario. 

Sin embargo, en mi inmodesta opinión lo que de verdad ocurre es que cada nueva traducción de un clásico sí enriquece su lectura pero no por mor de la exclusividad sino simplemente por añadidura, pues contribuye a que la sumatoria infinita de las traducciones posibles se aproxime a la perfección sin opción, pero tampoco obligación, de alcanzarla nunca, del mismo modo que, aunque no es posible completar una superficie esférica con áreas planas, cada pequeña área nueva sostiene y potencia la eficacia y el lucimiento de todas las demás. He ahí mi principal argumento en favor de la retraducción de los clásicos. Toda traducción de un clásico opera como un cacho de esfera reluciente, como fractal único y, a la vez, dependiente de sus hermanas. Si no queremos que la máquina nos imponga su esfera perfecta, traduzcamos a pelo e imperfectamente a los clásicos. Erremos, mintamos, traduzcamos. No nos dejemos banalizar. Estamos muy cerca de que eso ocurra, porque traducir es tan indispensable e inseparable de la idea de cultura que es casi imperceptible, ya que está en todos lados. Como el lenguaje. Padece el mal ontológico de la ubicuidad, pues para “estar” en todos lados a la vez se ve abocada a ir dejando de “ser”, como si la esencia se perdiera en la presencia. Si esto fuera un mero juego de palabras nos quedaríamos tan anchos pero la mala noticia es que esa presencia universal de la traducción la abarata, la deprecia, la banaliza. Para el lector estándar de libros, la traducción viene dada, no tiene coste, ni siquiera simbólico. Para el lector estándar de libros T es un mero sosías, un testaferro, el titular de un fideicomiso. Alguien intangible, como la IA.

 Pero eso es así hasta que aparece en el horizonte de sucesos una singularidad. Algo que rompe la cadena ubicua de iteraciones traductivas. Algo como, por ejemplo, un legado. Algo como por ejemplo el legado o la biblioteca de Aurora Bernárdez, que propicia estos encuentros y así rompe, al menos para mí y aunque sea por un día, con el ejercicio de la ubicuidad traductora. Esa ubicuidad que me llevó a conocerla una tarde, hace ya años, y compartir un té con ella y un amigo común en la calle Enrique Granados de Barcelona. Yo la recuerdo como una dama algo frágil pero esbelta y lúcida y pícara y seguramente, no sé, quizás les esté mintiendo como pienso mentirle a la IA si me lo pregunta, nos reímos discretamente de alguna manía de Paco Porrúa, el genial editor de Cortázar, García Márquez y, sobre todo, Minotauro, la editorial para la que, más ella que yo, trabajamos como traductores. Así que para mí el honor de estar hoy aquí mintiéndoles y animándolos a hacer lo propio es doble o triple, cosa que les agradezco a Alejandra, sobrina de Aurora, que es quien tomó la decisión de donar el fondo, y a Irene y toda la gente que apechuga para que estas jornadas no decaigan y sean amenas y en especial fructíferas, como auguré al principio, a pesar de que yo haya desafinado un poco o me haya desviado de la tonalidad (re mayor, ¿recuerdan?) soslayada al comienzo. Pero el que traduce no es traidor.



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