lunes, 2 de mayo de 2011

Apuntes dispersos para una discusión sobre traducción y política en el ámbito hispano

Tal vez el aire de Buenos Aires y la ingesta de carnes rojas y achuras locales le hizo bien. Por eso Andrés Ehrenhaus, ya con un pie en el avión, nos hace llegar esta serie de "apuntes dispersos para una discusión sobre traducción y política en el ámbito hispano" que, esperamos, continuará.

La lengua de la ficción y la ficción de la lengua

Convengamos en que si algo nos iguala a priori a los traductores que trabajamos para la industria editorial de ámbito hispano es que todos traducimos al español. Difícilmente encontraremos hoy en día a un traductor profesional que se precie de traducir al castellano, al uruguayo, al mexicano, al canario, al venezolano, al murciano, al salmantino, etc. Aún aceptando las variedades nacionales, regionales y sociales, nuestra aspiración común es verter al español lo que no está escrito en esa lengua. Por otro lado, nuestros contratos editoriales, cuando los hay, nos obligan a ello y no dejan margen alguno para la duda: fulanito (en adelante llamado el traductor) se compromete a traducir fielmente tal obra al español y menganito (en adelante llamado el editor) declara haber adquirido los derechos de publicación de la mencionada traducción al español para (todo o parte de) el ámbito de habla hispana. Bien.

¿Cómo que bien? Bien un pepino. Porque no existe traductor (consciente debería añadir) que no se haga, desde el primer amago de atacar el primer vocablo, la pregunta infernal, paralizante y certera como un dardo de curare: ¿qué demonios es el español? Es decir, ¿existe dentro de mí algo de carácter absoluto que yo pueda singularizar con todo rigor y honestidad como lengua española? ¿Cuál se supone que es el español escrito de un individuo nacido y criado en Buenos Aires en el seno de una familia inmigrante (es mi caso) que ha vivido los últimos 35 años de su vida en Cataluña, España? ¿El español de la literatura española?¿El de la ensayística en lengua española? ¿El de las traducciones al español? ¿Publicadas dónde: en todo el ámbito de la lengua, en el de las regiones castellanas, en el de la fricción con el catalán? Mucho me temo que este dilema está presente desde la gestación del primer texto americano (esto es, escrito en América) en español.

Sin embargo, puede decirse sin entrar en tembladerales que, desde 1492, año crucial en el que la institución imperial española ya había logrado tres enormes hitos (vencer a los árabes, exiliar a los judíos y descubrir América), la aparición de la primera gramática de una lengua europea moderna, obra de Antonio de Nebrija, puso al español en condiciones de garantizar la producción regular y regulada de textos americanos y, como señala con implacable lucidez Tzvetan Todorov en La conquista de América (La cuestión del otro), dejar registrada así su particular visión de ese mundo, “como si el proceso del derrumbamiento del imperio [azteca] hubiera sido acompañado por la victoria del modo narrativo europeo frente al estilo indígena”. Así, pues, si tal como señaló casi al pasar Vargas Llosa en el discurso inaugural de la Feria del Libro de Buenos Aires la Corona española prohibió durante años el flujo de novelas entre la metrópoli y las colonias, lo hizo con la intención, consciente o no, de filtrar todo atisbo de relato que no se ajustase a la gran ficción institucional que se estaba escribiendo en ese nuevo territorio, tanto físico como épico y, por tanto, también literario.

La estrategia colonial española consistió en establecer las bases lingüísticas e incluso míticas necesarias para implantar, luego, la lengua del imperio, una empresa de singular modernidad y más ligada al pensamiento reformista que a la política cultural católica, de corte más reticente y clasicista. “Los españoles”, dice Todorov, “son quienes habrán de instaurar el náhuatl como lengua nacional indígena en México antes de llevar a cabo la hispanización; son los frailes franciscanos y dominicos los que habrán de lanzarse al estudio de las lenguas indígenas y a la enseñanza del español. Este comportamiento mismo está preparado desde hace mucho [y es] muestra de una actitud nueva, ya no de veneración sino de análisis [de la lengua], y de toma de conciencia de su utilidad práctica”.

Ahá. Y a mí qué, se dirá el traductor. Todo esto no sólo no me resuelve el problema sino que me lo agrava. Sigo sin saber desde dónde y hacia dónde escribo y encima me entero de que lo que me pasa tiene que ver con un proyecto imperial diseñado hace siglos. Precisamente, traductor. El hecho de saberlo te permite tomar la distancia necesaria como para entender que la lengua de la ficción (o sea, del relato de la conquista o la colonia) es también una ficción de lengua, es decir, una lengua unificada sólo en la ficción (por ejemplo, en la de la Real Academia Española), lo cual, lejos de invalidar todas las otras formas ficcionales de lengua, las autoriza en tanto lenguas factibles de la ficción. No, no es un trabalenguas. Es una especie de fórmula matemática que se resume, a efectos prácticos, en una frase: no existe una lengua española de la traducción, existe un español ficcional de cada traductor.

Un último comentario, a modo de furgón de cola: desde Malherbe y demás lingüistas y gramáticos europeos (es decir, desde al menos el siglo XVII), se sabe o intuye que una lengua no se fija tanto ni tan bien por arriba como por abajo. No son los términos y vocablos cultos o culteranos los que, a lo largo de décadas, acomodan el oído y la lengua a los sonidos y usos que finalmente arraigan en el cuerpo de la lengua sino el habla popular e incluso los vulgarismos y localismos más altisonantes, las expresiones que caen a plomo hasta los oscuros sótanos de la tradición lingüística. Así, pues, pocas cosas molestan más al lector americano medio en una traducción española (esto es, publicada en España) de una, pongamos por caso, novela negra ambientada en Brooklyn que el uso de la palabra “chaval” para designar a un jovencito del lugar; no obstante, el lector español medio no reparará jamás en la particularidad de ese uso, cuya raigambre popular en su ficción de lengua es absolutamente inobjetable y, por tanto, invisible a su conciencia crítica. Lo mismo ocurre al revés si el traductor americano usa “pibe”, “chamaco” o “gurí”. Lo que para el lector que participa en una ficción del español es invisible, para otro es un trapo chillón que se agita de manera tan irritante ante sus ojos que difícilmente conseguirá seguir leyendo sosegada o gozosamente. Llevado al terreno de la traducción: un ensayo sesudo puede plantearnos problemas de interpretación y terminología especializada, nada que no se resuelva con sudor y oficio, pero los registros más vulgares nos devuelven siempre al subsuelo de la lengua, ahí donde la ficción es más flagrante y donde el chaval no es un pibe y el pibe nunca será un chaval.

Después vienen los editores. Pero ese es otro apunte.


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