miércoles, 1 de julio de 2009

Escribir con alguien que sopla al oído


Poeta, narrador, ensayista, periodista cultural y traductor, Guillermo Piro tradujo al castellano a Juan Rodolfo Wilcock, Roberto Benigni, Emilio Salgari, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Andrea Zanzotto, Carlo Maria Cipolla, Enrico Brizzi, Federico Fellini, Paolo Rossi, Melissa P. y Ermanno Cavazzoni, entre otros. Actualmente es subeditor del suplemento Cultura del diario Perfil.
El siguiente artículo fue originalmente publicado en

Traducir/se

Hace poco Antonio Tabucchi dijo una frase genial. Reflexiones sobre ella. Por lo demás, la frase fue dicha casi al pasar, en el curso de una entrevista. Fuera de contexto puede suscitar alguna interpretación teñida de banalidad, pero esa banalidad no es tal. Dijo Tabucchi: "El lector, lo que hace al leer, es ver al escritor de smoking. El traductor, en cambio, lo ve en pijama".
Lejos de encontrar algún interés particular en el hecho de ver a un escritor —o a cualquier otra persona— en pijama, lo que Tabucchi trataba de decir es que el traductor (y él lo sabe por experiencia propia: es el introductor de Pessoa en Italia, a quien, inexplicablemente, hasta hace pocos años, sólo algunos pocos "portuguesistas" conocían), el "sumo traidor", goza del privilegio único de "ver" al escritor en ese estado de intimidad que otorga el trabajar, metafóricamente hablando, codo a codo, a cuatro manos. Lo que Tabucchi trataba de decir era que había sido para él un honor haber trabajado "junto" a Pessoa, haber podido, sin consentimiento del autor y sin que entre ambos mediara el más mínimo conocimiento o simpatía recíproca, trabajar junto a él en la ejecución de una obra.
Conozco a más de un traductor que incluso pagaría por traducir a algunos de sus autores predilectos. ¿Por qué? Porque de alguna forma, lo que se busca, a veces inconscientemente, es eso: el trabajo conjunto, el colaboracionismo. Un traductor puede ceder a cualquier ofrecimiento, desde un manual de relojería hasta un ensayo acerca de la vida sexual de las almejas, pero algo en él busca, incansablemente, el acercamiento al trabajo deseado, el encuentro con el autor que merece su más sincera admiración.
Y es que traducir no difiere mucho de escribir. Es como escribir con alguien que sopla al oído "lo que debe ser dicho", callando el "cómo". Se trata de una prueba llena de furor paternal: el autor le dice al traductor lo que debe ser dicho, y lo abandona a sí mismo, sin darle, la mayoría de las veces, la más mínima pista. Hay excepciones, claro está, como cuando, por ejemplo, el autor traducido conoce la lengua a la que su libro está siendo trasladado y puede hacer alguna sugerencia, allanando el camino pedregoso de la lengua hasta dejarlo liso como una ruta asfaltada. Pero es más "honorable" lidiar con fantasmas.
Traducir nunca es fácil. Dicen los manuales que para quien todavía no ha adquirido el conocimiento del zen, la montaña es la montaña. Cuando lo está adquiriendo, la montaña deja de ser la montaña. Y cuando lo ha finalmente adquirido, la montaña vuelve a ser la montaña. Con la traducción pasa lo mismo. Al principio todo es difícil. Luego todo es fácil. Pero al final todo, absolutamente todo, vuelve a resultar difícil. Es por eso que un signo de que nos encontramos frente a un mal traductor es la frase lanzada al vuelo, que con más o menos palabras lo que trata de decir es que el trabajo se desarrollará sin tropiezos, de una sola sentada. Nunca es así. De la misma forma, aun el traductor más experimentado comete el error de confundir el goce de la lectura con la angustia del trabajo. Cuando, por ejemplo, lee una obra cómica en su lengua original, cae siempre en la trampa de suponer que su traducción será igualmente divertida. Nunca es así. El traductor sufre siempre, probablemente más que quien ha escrito aquella obra; porque a diferencia del autor, no goza de la libertad suprema de abandonar una idea cuando no encuentra las palabras apropiadas para desarrollarla o describirla.
Y las notas al pie no agregan ni cambian nada. Las notas al pie no son más que confesiones de debilidad, señales de que se ha perdido la batalla, de que el traductor ha sido derrotado. Un buen traductor recurre a la nota al pie a desgano, buscando, hasta el último minuto, la manera de evitarla, de que el texto (en español en nuestro caso) suene con la misma naturalidad que el original (el italiano, en el mío). Porque de eso se trata: de ser naturales. Obtener una lengua natural, sin contaminantes, sin agregados, sin colorantes indebidos. Eso, que parece fácil, no lo es. Hay lenguas tan disímiles entre sí que nunca se mezclan, nunca se tocan. Son como pinceladas hechas con óleo: los colores permanecen, las líneas están definidas. Es mucho más fácil encontrar un buen traductor del alemán que un buen traductor del italiano. Y es que el italiano y el español se parecen a trazos hechos con acuarela: en el punto de contacto los límites se desdibujan, la nitidez se pierde, todo se confunde. Traducir es ejercer el mal de Parkinson en la mesa de billar de la lengua escrita. Es saber que nada será igual, pero al mismo tiempo es experimentar la sensación de que es imperioso hacerlo, de que es imperioso intentarlo, de que tal vez, algún día, se consiga hacer que la mano controle el temblor y la bola salga disparada, efectiva, en el viaje de la curva que conseguirá la carambola perfecta. Y es saber que, como sucede con la escritura, toda satisfacción dura poco.
Porque las traducciones, al igual que la escritura, no se terminan: se abandonan.

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