viernes, 3 de julio de 2009

Una que sabemos todos


Más allá de los propios errores, todo traductor ha padecido los errores ajenos, que a veces se disfrazan de fatalidad, pero que terminan cargando la reputación –prácticamente el único blasón que exhibir– de fealdades. Esto mismo lo ha puesto muy bien por escrito la experimentada traductora española María Teresa Gallego Urrutia en un artículo que publicó El Trujamán, en su edición del 18 de junio de 2002.

Estamos vendidos

A veces tengo momentos de lucidez en que se me aparece con meridiana claridad la peculiaridad del destino del traductor. Y consiste tal destino en que el traductor, haga lo que haga, nunca queda del todo bien, el pobre.
Consideremos varias posibilidades.

Primera: el traductor, aun cuando avezado y pulcro profesional, tiene un desliz. Sabido es que nadie es perfecto y que el mejor escribano echa un borrón. Les faltará tiempo a los autores de reseñas en revistas y suplementos literarios para afeárselo en lugar destacado.

Segunda: el traductor no ha cometido ningún desliz, pero el comentarista tiene sus ideas propias acerca del estilo de un autor o la interpretación de una frase o una palabra. Y si no encuentra en la traducción que tiene ante los ojos cumplido eco de tan íntimas ideas, se lo tomará como ofensa personal y no dejará de brindar altaneras alternativas (valga la aliteración).

Tercera: las temibles erratas —que son una variedad de ratas que nunca abandonan el barco del libro, sino que antes bien se materializan de la nada, de forma inexplicable y cuando ya no tiene remedio, en páginas leídas y vueltas a leer ad nauseam— o la mano de un corrector editorial no muy ducho introducen algún gazapo. Nadie se va a acordar de que existen las erratas y los correctores poco duchos y todo el mundo le achacará al traductor esa falta de concordancia o de ortografía. Por poner un ejemplo: no faltará quien, al leer una reciente traducción mía, quede convencido de que soy una ignorante incapaz tan siquiera de consultar un diccionario cuando se tope con unas miasmas de las que juro que no soy responsable.

Cuarta: la editorial, por su cuenta y riesgo y sin encomendarse a Dios ni al diablo, cambia el título de un libro por razones variopintas, que pueden ir desde el temor a ofender a un socio capitalista —La ocupación americana de Pascal Quignard pasó a llamarse Las nieves de antaño porque la editorial española temía molestar al grupo alemán que acababa de comprar buena parte de las acciones de la empresa— hasta una confusión en un avance editorial por mor de la cual el libro se anuncia en prensa con otro título antes de su publicación. Lo inadecuado del nuevo título será puesto en el acto en el saldo acreedor del artífice de la traducción sin más averiguaciones.

Quinta: el escritor traducido adolece de una sintaxis discutible o se confunde en las acepciones de algunas palabras. El traductor puede optar por una rigurosa fidelidad, en cuyo caso los fallos sintácticos y semánticos pasarán a ser todos suyos. Y también puede optar por enmendar los yerros: antes o después alguien le reprochará que se haya tomado tales libertades que desvirtúan el texto original. La solución más lógica, que sería poner uno o varios sic, está muy mal vista por editoriales y autores y queda por tanto descartada.

Vemos, pues, que las más de las veces el traductor queda mal. Pero hay una sexta posibilidad: el texto original es impecable; la editorial, respetuosa; las erratas no hacen de las suyas; el traductor estuvo especialmente inspirado y bordó la traducción. En tal caso, dicho traductor no queda mal. Sencillamente no queda. Salvo honrosas y escasas excepciones, nadie se acordará de que ese gratísimo libro no nació en la lengua en que se está leyendo.
Lo dicho: estamos vendidos. Y por un precio bastante bajo además. Pero ésa es otra historia.

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