Durante varios meses nadie supo nada del paradero de Marietta Gargatagli. Hay que dijo haberla visto en Bután, siguiendo las huellas de un leopardo de las nieves; quien creyó verla en Antofagasta, recogiendo caracoles de cuando allí había mar; quien mintió sobre un baño de agua helada a la salida de un sauna en los suburbios de Helsinski. Sin embargo, parece que siempre estuvo allí, en Barcelona,desempolvando entre otras cosas ésta, que vamos a reproducir a partir de hoy y durante los próximos cuatro días.
La corteza
de la letra (I)
A Julia Benseñor, co-fundadora del Club de Traductores Lliterarios de Buenos Aires. Por ser nombrada en este texto escrito en 1998.
I
En 1994 George Steiner (1995, 15) terminó la
lección inaugural de la cátedra de Literatura Comparada de la Universidad de Oxford
señalando la urgente necesidad de añadir a la interpretación de los ricos
intercambios de la tradición de Occidente la zona casi no explorada de las
traducciones árabes que se hicieron en las riberas del Mediterráneo en los
siglos XII y XIII.
Unos cien años antes, hacia 1880, Marcelino
Menéndez Pelayo había hecho una exhortación quizás parecida, pero mucho más
irritada. En la Historia
de los heterodoxos españoles, mirando metafóricamente el polvo cuando no
las telarañas que cubrían los manuscritos españoles, murmuraba con furia:
Con harto dolor hemos de confesar que debemos a un
erudito extranjero las primeras noticias sobre los escritores [Domingo
Gundisalvo y Juan Hispalensis] que son asunto de este capítulo, sin que hasta
ahora haya ocurrido a ningún español no ya ampliarlas, sino reproducirlas y
hacerse cargo de ellas. El eruditísimo libro en que Jourdain reveló la
existencia de lo que llama Colegio de traductores toledanos, apenas es
conocido en España, con haberse impreso en 1843 (1956, II, 479).
La inclusión aquí de Menéndez Pelayo no es un
anacronismo. A él se deben las primeras reflexiones sobre las traducciones
medievales del ámbito de la cultura hispánica en las que (y esto continúa así)
se soslaya una contradicción nada fácil de describir o deshacer. Es arduo
entender que la divulgación de la ciencia, la filosofía o la literatura
orientales en Europa fuera paralela a la destrucción de la cultura musulmana
en al-Andalus y a la
desaparición de los manuscritos, los libros, los documentos que testimoniaban
su esplendor. Lo paradójico de este doble movimiento (destruir-conservar), que
después se repetirá en América casi en los mismos términos, no termina con
estos enunciados.
Reducidos a lo esencial, ciertos argumentos
frecuentes en la historiografía peninsular del siglo xix e incluso en el xx
mencionan que los «españoles» (vago gentilicio que se atribuye con pasmoso
anacronismo al pasado visigodo o la conquista de al-Andalus) habrían
transmitido a Occidente la ciencia y la filosofía orientales en cuya
elaboración también habrían participado. No faltan en ese resumen los juicios
sobre el valor de la ciencia y filosofía árabes: se la considera de segundo
grado, inferior, una mera corrupción a veces, de la auténtica recuperación del
pensamiento griego que produjo el Humanismo. La presencia de lo «español» en
los siglos XI, XII o incluso XIII o la omisión de que el árabe fue una lengua europea
hasta el siglo XV revela múltiples equívocos: la confusión de los estados
nacionales modernos con los de la
Europa medieval, la supervivencia de prejuicios antisemitas
que soslayan el papel que tuvieron musulmanes y judíos en la construcción de
Occidente, la vaguedad intrínseca del propio concepto de Occidente, la negación
del papel que le cupo a las sociedades «occidentales» en la destrucción y el
exterminio de las poblaciones musulmanas y judías, la negación de que la
traducción y el estudio de las lenguas semitas se utilizaron para la evangelización
o conversión forzosa que llegó después (como ocurrió en América algunos siglos
más tarde) de la derrota militar, el genocidio o el pillaje.
No es posible explicar con rapidez la complejidad
de este largo periodo histórico ni documentar con un exhaustivo estudio de las
fuentes las verdaderas características de las traducciones medievales del
árabe: muchos originales se perdieron, las versiones están dispersas en
bibliotecas de varios países, poco se sabe de los intérpretes, sus métodos y
las lenguas que utilizaban. Sólo un equipo interdisciplinario e internacional
de arabistas, hebraístas, latinistas, paleólogos y expertos en traducción
podría revelar la peregrinación de textos escritos en Atenas, Alejandría o
Samarcanda, que, después de atravesar un túnel de lenguas, están depositados en
una biblioteca de París o Londres. Quizás debamos reconocer con la mayor
modestia que un trabajo de esta magnitud es imposible de hacer, como lo
demuestra la pragmática verificación de que no se ha hecho.
Nos queda, sin embargo, otro camino: ordenar las
informaciones que se poseen y elaborar hipótesis sobre esos fragmentos. Aunque
las traducciones medievales distan mucho, por la complejidad de sus
procedimientos, de las que conoce el mundo contemporáneo, no es imposible
aplicar en ellas un modelo moderno: para traducir se necesita un texto e
intérpretes que conozcan las lenguas y las materias de los textos. Esta
descripción bastante elemental elimina del análisis: mecenas o patrocinadores;
juicios sobre el valor científico, filosófico o literario de las obras
traducidas; discursos sobre la originalidad del original o sobre el efectivo,
posible o dudoso conocimiento de lenguas de los intérpretes. Dado que estas
versiones efectivamente se realizaron, lo que importa saber es qué se tradujo y
quién lo hizo.
II
Las tierras de al-Andalus o de la Marca Hispánica
tenían el atractivo desolador de lo que se desea y no se posee: esas
traducciones antiguas hechas en Gondashepur, en Damasco o en Bagdad, en las que
el sánscrito había pasado al persa, el griego al siríaco, y todas estas lenguas
al árabe y en algún caso también al latín, como las precoces versiones que
albergaron los monasterios de Gerona, Ripoll o Vic. La vastedad de la cultura
musulmana, homogeneizada por una lengua común, abarcaba toda la sabiduría
antigua y también, en ese momento, el saber contemporáneo. La expansión del
islam había llevado los ejércitos árabes hasta los centros de las grandes
culturas de la antigüedad: el Oriente índico y el Occidente helénico. Los musulmanes
tradujeron las producciones de los pueblos sometidos, las divulgaron, las
ampliaron. Y no sólo ellos: sirios, persas, afganos, indios islamizados,
cristianos y judíos comenzaron a utilizar el árabe como lengua preferente, que
en poco menos de un siglo pasó a convertirse (como antes el griego) en la
lengua ecuménica de la alta cultura del Mediterráneo.
La peregrinación como deber religioso y una pasión
por el saber, sobre todo en el periodo clásico de los abasís en Bagdad y los
omeyas en Córdoba, produjeron intercambios fluidos y un movimiento constante de
discípulos y maestros, como testimonia la literatura de viajes (rihla),
género profusamente practicado en el mundo islámico. Los peregrinos, los
viajeros, los comerciantes, los embajadores que se desplazaban por la ancha
franja del sur de Europa, el norte de África o los confines de la India traían novedades,
relatos orales, manuscritos y libros, como los que se acumularon en las
bibliotecas de Abderramán III o Ibn Futays (Ribera: 1928, 194). En ellas,
iluminadores y copistas (y algunas mujeres como Lubna y Fátima, secretarias de
Al-Hakam II) reproducían, escribían o traducían nuevos volúmenes. Tras la
destrucción del califato de Córdoba (1030), los reinos de Taifas reprodujeron
el esplendor de esa tradición cultural. Refiere Millás Vallicrosa que en
Sevilla era muy famosa la biblioteca real y muy visitado el mercado de libros.
En Toledo, la familia reinante de los Banu Du-l-Nun saqueaba las bibliotecas particulares para aumentar los fondos
bibliográficos reales, y uno de sus miembros, Al-Mamun —el amigo de Alfonso VI—
fundó allí un brillante centro de estudios astronómicos donde se redactaron las
después famosas Tablas Toledanas de Azarquiel, usadas durante toda la Edad Media. En
Zaragoza, al-Muqtadir (1046-1081), uno de los miembros de la familia reinante,
fue un consumado astrónomo, geómetra y filósofo; y en Badajoz, Muhammad
al-Muzzafar (1067) redactó una enciclopedia de cincuenta volúmenes que
comprendía todos las ramas del saber. Lo que se había conservado del mundo
antiguo y los conocimientos más avanzados de ese momento de álgebra,
trigonometría, astronomía, física, química, farmacopea, medicina, botánica,
zoología, agricultura y filosofía estaban en tierras musulmanas. Y no eran de
menor calidad las producciones literarias o los estudios lingüísticos.
Gramáticos, poetas y narradores habían explorado con rigor y elegancia la
lengua árabe en la que habían renacido la elegancia y profundidad que
caracteriza a las formas clásicas y en la que, como rasgo más notable, se
expresaba una subjetividad que tardaría muchos siglos en tener
representación en las literaturas europeas.
Las lenguas vulgares no habían conocido todavía
este esplendor ni se recordaba tampoco la grandeza del griego, completamente
olvidado hasta el siglo XIV, ni del latín clásico, sólo conocido por una
minoría de clérigos que muchas veces no estaba en condiciones de entender a
autores paganos. Más aún, en la
Europa occidental casi no hubo civilización alguna durante la
edad oscura. Aquí y allá había grandes hombres, instituciones elevadas, obras
hermosas y sabias, pero la masa del pueblo estaba desarmada lo mismo contra la
naturaleza que contra sus opresores: los bárbaros que irrumpían, los criminales
errabundos y los nobles dominantes. El mismo aspecto físico de Europa era
terrible: un continente de ruinas y selvas, alguna ruda fortificación aquí y
allá, aldeas miserables y caseríos diseminados, unidos por unos caminos
espantosos, entre los cuales se extendían enormes zonas boscosas donde la
tierra y sus habitantes eran tan salvajes como en el corazón del África
(Highet: 1986, I, 27). Este panorama, que se mantuvo incólume hasta el siglo XII
y permaneció muy tangible en grandes zonas muy avanzado el Renacimiento,
contradice rotundamente la creencia de que Europa fuera la heredera natural de
la cultura grecolatina. El azar o la clarividencia llevó a san Pablo (como
razonó Spengler) a Corinto, Atenas y después a Roma, y esto convirtió en cierto
modo a la Iglesia
católica en la descendiente espiritual del Imperio romano (Highet, I, 26), cuya
lengua —aunque simplificada o deformada— conservó para el culto. Y fue también
la voluntad de recuperar y dejarse influir por el pasado clásico lo que
determinó que la cultura grecolatina se convirtiera en la tradición europea por
excelencia. No por ocupar un mismo espacio físico (los centros culturales del
mundo antiguo también estaban en Asia Menor y el norte de África), sino por la
decisión de conocer y sobre todo traducir ese pasado olvidado y
legendario.
Las primeras y entonces precarias literaturas
nacionales europeas empezaron en el año 1000 en el norte del Europa, mientras
que en los países del Mediterráneo, todavía en los siglos XII y XIII, eran
contemporáneas casi silenciosas de las comunidades que se expresaban en árabe.
(sigue mañana)
Marietta, gracias por dedicarme esta maravillosa entrega que nos regalaste a los lectores del blog. Me emocionó pensar que tuve antecesores que ejercieron la bella tarea de traducir, que contribuyeron a la difusión de la cultura y que supieron vivir en armonía integrándose al otro a través del conocimiento de los idiomas. No tengo palabras... gracias.
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