(viene de ayer)
La corteza de la letra (III)
V
La lista de traductores que podemos confeccionar
es azarosa porque algunos documentos sólo dan cuenta de la presencia de un
«judío», sin mencionar nada más. A veces, los intérpretes tienen nombres pero
faltan otras referencias; así, por ejemplo, algunos de los científicos judíos
que trabajaron para Alfonso el Sabio: don Abraham, don Mossé, Samuel Haleví. En
otros casos, en cambio, se sabe algo de sus biografías y obras. Citaremos a los
más importantes: Abraham bar Hiyá, llamado también Habargeloní, o sea el
«barcelonés», cuya actividad está documentada en los años 1134 y 1145, en
tiempos del conde Ramón Berenguer IV. Fue el primero que se ocupó de ciencia en
un estado cristiano y dejó obras de geometría, álgebra y astronomía que
influyeron en autores del Renacimiento como Pico della Mirandola y Reuchlin.
Iniciando la tradición de traducciones al latín, redactó en esa lengua, con la
colaboración de Plato Tiburtinus, de quien no se sabe nada, al menos once obras
científicas (Romano: 1992, 155; Bar Hiyá: 1931).
Abraham ibn Ezrá, nacido en Tudela en 1092 y
muerto de Calahorra en 1167, fue el más influyente de los científicos judíos en
la alta Edad Media, como creador y transmisor de diversos saberes a los
intelectuales judíos y cristianos. Gramático, exégeta bíblico y científico,
impartió enseñanzas orales en numerosas ciudades europeas (mencionadas arriba)
probablemente en latín, ya que parte de sus obras están redactadas en esa
lengua. Su obra principal en el terreno científico son las tablas astronómicas
llamadas anónimamente Tabulae pisanae escritas en 1145 para el meridiano
de Pisa, y ocho opúsculos astrológicos datados en 1146 y 1148 de los que se
conservan traducciones al francés (1273) y al catalán. Demuestra la importancia
así como la difusión de sus trabajos que el texto francés fuera retraducido
tres veces al latín y una de esas latinizaciones vertida al inglés (Romano: 155).
Más oscura resulta la personalidad de Juan o
Iohannes hispanus, hispalensis, toletanus, de Luna, también
llamado Avendaut israelita.. Estos nombres parecen encubrir al
historiador y filósofo judío Abraham ben Daud, pero puede tratarse de comunes
denominaciones de dos o más personajes1, traductores de diversas obras
filosóficas y astrológicas, fechadas en el siglo XII. Algunas de sus
traducciones (las de filosofía) mencionan la ayuda de Domingo Gundisalvo y
están dedicadas al arzobispo Juan de Toledo. Sin embargo, si este traductor es
realmente Abraham ben David ha-Levi ibn Daud (1110-1180) habría que atribuirle
otra biografía: «murió mártir por la unidad del nombre en Toledo, fue autor del
Sefer ha-Qabbalah. También compuso con los principios de la fe el Sefer
‘Al áqidah Alrafi’ah, y además el excelso libro que compuso en la ciencia
de la astrología el año 4940 (1180)». Menciona estos datos Yosef ben Saddiq,
historiador del siglo XV, quien no da a entender que Abraham ben Daud hubiera
dejado de ser judío (Ben Saddiq: 1992, 47).
Suficientemente conocidos son los dos científicos
que colaboraron estrechamente con Alfonso el Sabio: Yehudá ben Moisés y Isaac
ben Sayid, también llamado ben Sid o don Çag, cabeza del linaje
de médicos que don Juan Manuel, sobrino de Alfonso X, recomendó a su familia. A
ellos se deben las célebres tablas astronómicas conocidas como Tablas
alfonsíes y la mayor parte de las traducciones científicas de ese periodo.
Otros nombres de traductores que ha acuñado la
tradición son: Yehudá Alharizí (1170-1230), que vivió en Toledo y Provenza;
Semuel Abenmenassé, médico y traductor de Pedro III de Aragón en el siglo XIII;
Salomón ben Ayud (siglo XIII), que trabajó fuera de lo que es hoy España;
Zerahiá Graciá, que tradujo en Roma hacia 1277 obras médicas de Maimónides,
Hasday Crescas (siglo XIV); Isaac Israelí de Toledo (siglo XIV), y Jacob
Corsino, que trabajó en Barcelona entre 1376 y 1378. Mención aparte merecen los
Tibónidas: Yehudá ibn Tibón, llamado el príncipe de los traductores, que
emigró en 1150 al sur de Francia; su hijo, Samuel ibn Tibón, traductor de Guía
de perplejos de Maimónides; el nieto, Moisés ibn Tibón; el biznieto Jacob
ben Mahir (llamado Profeit Tibón), y Jacob Anatolí, yerno de Samuel. Otra
familia de traductores fueron los Bonsenyor,
alfaquines y trujumanes de Jaime I y Pedro el Grande de Aragón. Diversos
documentos atestiguan (Bonsenyor: 1990, 10, 11) los cargos, los honorarios y
las obras que tradujeron. Especial interés ofrece el Llibre de paraules e
dits de savis e filosofs, traducción directa al catalán de proverbios
árabes, encargada por Jaime II en 1298.
¿Qué nos hace pensar que estas personas fueron los
transmisores de la cultura árabe o de su propia cultura a Occidente? Además de
las opiniones de Ernest Renan, Américo Castro o Juan Marichal, sostienen esta
hipótesis diversas pruebas: fueron maestros en las escuelas de lenguas
orientales fundadas en Cataluña en los siglos XIII y XIV (Romano: 1992, 148),
tuvieron el cargo de «trujamán» o escribano mayor de cartas arábigas en la
cancillería de la Corte
de Aragón hasta el siglo XIV (Romano, 158) y fueron más allá de los límites de la Península , los
traductores del árabe de todo el litoral mediterráneo desde Barcelona hasta
Nápoles. Pero existe también una prueba que podríamos llamar antropológica, y
es el modo como los judíos construyeron su cultura en al-Andalus. Y así lo
refiere la larga historia que relata Mose ben Ezra (1138?) en su Libro de
poética:
[...] Las tribus de Judá y Benjamín [...] fueron
deportadas a los países de Roma y Sefarad. [...] Este país se llama en lengua
árabe «Andalus», nombre que los árabes relacionan con el personaje Andalúsan.
[...] En lengua latina su nombre es Hispania [...] y la ciudad capital de su
imperio era Sevilla. [...] Cuando los árabes se hicieron dueños de la península
de Alandalús, conquistándola de manos de los godos —los cuales la habían tomado
de los romanos unos trescientos años antes— en tiempo de Algualid ben
Abdelmélic ben Merúan, de la dinastía de los Beni Omeya de Siria, en el año 92
del cómputo de su hégira (710-711 dC), los israelitas que se encontraban en la Península aprendieron de
los árabes, en el transcurso del tiempo, las distintas ramas de la ciencia.
Gracias a su constancia y aplicación, aprendieron la lengua árabe, pudieron
escudriñar sus obras y penetrar en lo más íntimo de sus com- posiciones; se
hicieron perfectos conocedores de sus diversas disciplinas científicas, al
mismo tiempo que se deleitaban con el encanto de sus poesías (Millás: 1930, 8,
9).
El libro de poética de Ben Ezra, al que Menéndez Pelayo dedicó elogios
en su Historia de las ideas estéticas de España (1891, II, 104), y que
todavía se encuentra como manuscrito en la Biblioteca Bodleiana
de Oxford, sitúa el comienzo de la cultura judía en al-Andalus alrededor del
siglo X.
Los judíos llegaron a Sefarad en su
expansión por las distintas provincias del Imperio romano (y antes que los
suevos, alanos, vándalos, visigodos, árabes y beréberes), pero hasta la
creación del califato de Córdoba (929) no empezó la recuperación visible de su
cultura. La llegada del ilustre Natronai ben Zabinai, expulsado de Bagdad a
finales del siglo VIII, y el poder de Hasday ben Saprut, nasí ( juez y
soberano de los judíos) en al-Andalus, permitieron iniciar los estudios
talmúdicos sefardíes. La exégesis rabínica, basada en la lectura y recuperación
del canon bíblico en hebreo, obligaba a un estudio gramatical minucioso que
alcanzó su esplendor entre los siglos X y XII con Menahem ben Saruq y Dunas ben
Labrat (Valle Rodríguez, 1981). La lengua árabe les permitió conocer las
corrientes científicas, filosóficas y teológicas del Islam, pero también
convertir el hebreo sagrado en un instrumento útil para escribir poesía moderna.
Esta cultura traductora y bilingüe tuvo una peculiaridad que subsistió hasta la
expulsión de los judíos de Castilla (último reino europeo que les brindó
protección): se construyó en los pliegues de una singular heteronomía e
identificación con el otro, los musulmanes, después los cristianos.
Después del siglo X, los judíos sefarditas
ilustrados no sólo conocían el árabe y el hebreo, también dominaban el arameo
talmúdico y estaban en condiciones de enfrentarse desde un punto de vista
comparativo y filológico con los arcanos de esas lenguas. Los estudios
gramaticales de Menahem ben Saruq, Dunach ibn Labrat, Jehudá ben David Hayyuch,
Semuel ibn Nagrella, Marwán ibn Ganaj fueron dando progresiva cuenta de las
leyes fonéticas del hebreo, su flexión, formación nominal y lexicografía. El
Séfer ha-Riqma (Libro de los parterres recamados) de Ibn Ganaj, hecho
con criterios científicos, con una gran base filológica de comparación del
arameo, el árabe y el hebreo, resume sin duda la cumbre de ese saber comparatista
y moderno que influyó en las descripciones de las lenguas romances.
Aunque no está probado que Antonio de Nebrija fuera de linaje judío, lo sugiere
Domínguez Ortíz (1988, 164) y lo afirma Américo Castro (1987, 127), es probable
que los estudios gramaticales que se hicieron en la Península y culminaron
con la publicación de la
Biblia Políglota Complutense no desconocieran
aquellos fundamentos teóricos de las lenguas semitas. Estos conocimientos,
además, incluyen reflexiones sobre la traducción, como las que vierte
Maimónides en su carta a Samuel ibn Tibbón, que superan en mucho los tópicos
corrientes que, siguiendo a San Jerónimo, se repetirán más adelante.
La novedad de aquellas afirmaciones de Maimónides
no condice con la frecuente afirmación de que los traductores judíos
practicaban un literalismo a ultranza, forma de traducir que anula la belleza o
la elegancia de los textos. Pero como no se ha hecho un estudio comparativo de
las traducciones científicas o filosóficas al latín y las versiones bíblicas
hechas por judíos al castellano, no podemos afirmar tres cuestiones que
resultan evidentes: la literalidad puede ser voluntaria; la literalidad puede
ser brutal; la literalidad puede producir efectos estéticos, impresiones
inusitadas, hallazgos sorprendentes. Y los traductores judíos no desconocían
estas posibilidades. En el prólogo de la Biblia de Ferrara (1553) se dice
con toda claridad:
Y aunque a algunos paresca el lenguaje della
barbaro y estraño, y muy diferente del pulido que en nuestros tiempos se usa,
no le pudo hazer otro, por que queriendo seguir palabra por palabra, y no
declarar un vocablo por dos (que es muy dificultoso) ni anteponer, ni posponer
uno à otro, fue forçado seguir el lenguaje que los antiguos Hebreos Españoles
usaron, que aunque en algo estraño, bien considerado, hallarán tener la
propiedad del vocablo hebreo, y allá tiene su gravedad, que la antiguedad suele
tener.
Hay aquí una voluntad de dejarse influir por una
lengua reputada de superior, deseo semejante al experimentado por los
traductores vinculados a Alfonso el Sabio (como observó Antonio Galmés de
Fuentes, 1955) o, ya en el siglo XV, por Enrique de Villena y Juan de Mena,
intérpretes latinizantes de la Eneida
u Omero romanzado. Y puede decirse que no desconoció el placer del
calco, Fray Luis de León, el más grande de los traductores de los siglos de
oro. Su versión del Cantar de los Cantares y la escritura en prosa del Libro
de Job tienen ese sabor agreste del hebraísmo literal que alabaron con
pareja intensidad Marcelino Menéndez Pelayo y Jorge Luis Borges.
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