Hubo
diversos testimonios de uno y otro lado del mostrador y también un inteligente
comentario de Jorge Aulicino en el que decía que “el
capitalismo sabe que el contenido de un libro no se destruye, porque el libro
es reimprimible (reproducible como objeto diría Walter Benjamin)”. Y más abajo agregaba que la quema de libros, en
ciertos contextos –el nazismo, nuestra propia dictadura, etc.– asume un valor
simbólico que el humanismo reconoce.
Ahora bien, el “libro” –vale decir, el
conjunto de hojas de papel, pergamino, vitela, etc., manuscritas o impresas,
unidas por uno de sus lados y normalmente encuadernadas, formando un solo
volumen, según la definición más repetida– no existe con
independencia de su contenido. Lo cual nos lleva a considerar que hay libros y
libros. Por un lado, digamos, están los libros de Søren Kierkegaard, Friedrich Nietzche, Martin Heidegger y Ludwig
Wittgenstein, y, por otro, aquellos de Paulo Coelho, Jorge
Bucay, Pilar Sordo y Bernardo
Stamateas. O, ya en terreno literario, los
Gustave Flaubert, Joseph Conrad, Henry James y James Joyce y, del otro
lado, los de Isabel Allende, Laura Esquivel, Coral Herrera Gómez o Florencia
Bonelli. El objeto que conserva esos contenidos se llama igual. Considerados
comparativamente uno se siente tentado a creer que la desaparición de unos es
más importante y dolorosa que la desaparición de otros, sobre todo cuando la
lógica indica que los libros de las primeras series, acaso menos vendidos que
los de las segundas, han resistido mejor el paso del tiempo, aportando incluso
hasta el día de hoy algo a la humanidad que los otros no tienen.
Para complicar las cosas, los libros no existen por
generación espontánea, dependen de editoriales que los publiquen. Las
editoriales son, salvo contadísimas excepciones, empresas comerciales que viven
de sus ventas. Eso se ve sobre todo en los grupos multinacionales, como Penguin
Random House y Planeta, que juntos ostentan más del 60% del mercado a través de
sus numerosos sellos, a los que hoy podríamos considerar como etiquetas vacías
del sentido que alguna vez pudieron haber tenido.
Luego, los libros existen en el tiempo. Lo que un joven
lector leía en las décadas de 1950 y 1960 –Romain Rolland, Hermann Hesse, Alain
Fournier, etc.– ya no es lo que leen los jóvenes lectores de ahora. Luego, lo
que se lee –o lo que se dice que se lee– también depende de la vergüenza: hoy las
modelos ya no dicen como declaraban en la revista Gente de los años sesenta que leen a Borges y a Sábato o que
escuchan a Bach o a Vivaldi, sino que, si alguna vez alguien les pregunta,
afirman sin el menor trauma que leen a Osho o que directamente no leen, y que
escuchan cumbia o regaetón.
Los grupos editoriales tampoco tienen el menor escrúpulo en
admitir que cualquier cosa que se vaya a vender es mejor que cualquier otra que
se venda menos. Siguiendo esa lógica rapaz, lo que no cumpla con las
expectativas de ventas numerosas e inmediatas debe ser destruido porque el
concepto de catálogo, al menos en los grupos multinacionales, ya no existe y
porque el almacenamiento de libros es un costo que debe ser eliminado para que
las cuentas cierren.
En síntesis, el libro, como objeto simbólico, puede arrastrar
alguna inercia que lo siga haciendo respetable. Pero los contenidos de los
libros no son objetos simbólicos. Y todo indica que cuanto más triviales sean, más importantes son para las editoriales, que, como las cadenas de librerías, son apenas negocios a los que los valores simbólicos sólo les importan cuando los números no cierran. El resto, como decía Aulicino, es mera lógica capitalista, la misma
que alguna vez nos va a dejar sin mundo.
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