“Cuando empecé a
traducir terror
en los años sesenta, no imaginaba la
difusión
que el género iba a alcanzar”
Con más de cien libros traducidos al español –hace tiempo que
él mismo perdió la cuenta–, Francisco Torres Oliver (Vilajoiosa, 1935) es una
leyenda en el mundo de la literatura española. Dejando de lado los
reconocimientos –Premio Nacional de Traducción de Literatura Infantil y Juvenil
en 1991, Premio Nacional a la Obra de un Traductor en 2001, premio Nocte en
reconocimiento a una carrera en 2009...–, es uno de los principales
responsables de la difusión y respetabilidad que el terror ha alcanzado en
España en las últimas décadas. La suya ha sido una labor larga, minuciosa y, en
realidad, accidental: “El meterme en la traducción fue una cosa fortuita”,
afirma. “Y, aunque siempre sentí una preferencia bastante acusada por los
cuentos fantásticos, me fui especializando en trabajos de este género por
casualidad”.
Casualidad o no,
a lo largo de más de cuatro décadas de
carrera ha dado voz en castellano a los principales clásicos de la literatura
de terror y a muchos otros más. Por sus manos han pasado Poe, Dickens, D.H.
Lawrence, Stevenson, Jean Austen, Lewis Carroll, Tomas Hardy, Asimov, Machen,
M.R. James, Mary Shelley, Bram Stoker, Algernon Blackwood, Walter de la Mare…
Pero sobre todo Lovecraft, autor al que, junto con su cuñado Rafael Llopis,
abrió las puertas en España con la publicación de Los mitos de Cthulhu en
1969: “Yo sabía que había que dar a conocer a este autor”, afirma. “Lo que no
podía imaginar era la difusión que iba a alcanzar”.
Hoy, a sus
setenta y nueve años, Torres Oliver acaba de entregar a la editorial la
traducción de Los albigenses, novelón gótico de Charles Maturin
que en su versión inglesa abarca cuatro tomos, y ya está de pleno sumergido
en El hundimiento de la casa Usher, de Poe: “Estoy continuamente
dándole vueltas, haciendo cambios. Me gusta mucho cómo me está quedando”.
–Una generación de lectores y escritores jóvenes se han formado en el
terror con sus traducciones para editoriales como Alianza, Siruela, Alfaguara,
Vicens Vives, Bruguera y sobre todo Valdemar. ¿Qué le parece el ser
reivindicado por ellos?
Pues, después de haber
trabajado tanto, siento una especie de gratitud. Uno no se para a pensar en
estas cosas mientras trabaja. Cuando me puse a traducir, yo no podía saber lo
que iba a ocurrir a continuación. Tampoco era consciente de que estábamos
trayendo a los hispanohablantes una ficción que iba a tener un éxito tan
rotundo. Es verdad que el gusto por el terror estaba entonces ya muy
desarrollado en el resto de Europa, pero no podíamos imaginar el impacto aquí.
Hoy veo que el tema sigue vivo. La llama de entusiasmo que se inició hace tanto
tiempo ha prendido.
–¿Cómo descubrió el
terror?
A través del cine. De pequeño
veía todas aquellas películas que entonces, por la cortedad de los años y lo
impresionable que es uno a esas edades, me parecían sobrecogedoras: Frankenstein, Los
ojos misteriosos de Londres, Drácula, La momia,
las de Bela Lugosi. También me gustaba mucho la literatura fantástica, en
especial el terror, que podemos decir que es su núcleo. En aquellos tiempos yo
leí muchos relatos, pero a menudo me dejaban insatisfecho. Las traducciones
adolecían de falta de calidad. A veces ni siquiera se comprendía lo que decían.
Había libros que estaban como resumidos. La primera vez que leí Drácula,
por ejemplo, fue decepcionante. Por eso, cuando empecé a traducir, me propuse
hacerlo lo mejor posible. Si el resultado no era más perfecto, era porque yo no
tenía la capacidad. Desde luego, iba a intentar que mis trabajos tuviesen una
calidad seria, equiparable a la de cualquier otro tipo de literatura.
–¿Cómo se metió en
el mundo de las letras?
–Pues de manera fortuita. Yo
vine a Madrid a estudiar Bellas Artes. Pero tuve que esperar un curso entero
antes de hacer el ingreso. Entonces, ese año, para ocupar mi tiempo en algo que
no fuese sólo el dibujo, me inscribí en Filosofía y Letras. Y bueno, al final
acabé enredándome y me olvidé de Bellas Artes. Después ya entré en la
enseñanza. ¡Pero todo esto no era mi vocación en absoluto!
–Y pasados tantos años, ¿diría que la traducción sí era su vocación?
–Sí. Más o menos sí. Luego
sucedió que, en los sesenta, cuando estaba preparando las oposiciones a la
cátedra de Filosofía, mi cuñado (Rafael Llopis) me dijo: “Oye, tengo un libro
aquí en inglés, ¿por qué no me lo traduces?” Y yo le dije: “Bueno, pues
tráemelo”. Y lo traduje. Luego él fue a ofrecérselo a Jaime Salinas, de
Alianza, y Jaime dijo que lo iba a publicar.
–Hablamos, claro, de Los Mitos de Cthulhu, el libro que descubrió Lovecraft al público
español. ¿Cómo fue el proceso de traducción?
–En ese momento yo estaba
dando clase, así que traduje los cuentos en mis ratos libres. Eso me creó un
hábito que todavía hoy conservo: Me levantaba a las cinco de la mañana a
traducir, antes de ir a la escuela. Luego, el sábado, repasaba todo lo hecho
durante la semana. Como te digo, aún sigo levantándome a esa hora.
–Cuando Llopis y
usted le dieron voz a Lovecraft en castellano, ¿imaginaron lo que iba a
suponer?
–En absoluto. Bueno, yo sabía
que Lovecraft, después de muerto, había tenido un relanzamiento enorme. El
primer país que recibió ese impacto brutal fue EEUU, porque allí estaban sus
amigos dispuestos a poner su literatura en el lugar que merecía. También en
Francia se hablaba mucho de él, aunque no tanto. Yo sabía que había que darlo a
conocer en España. Lo que no podía imaginar era la trascendencia que iba a
cobrar aquello.
–¿Lovecraft había llegado a nuestro país antes de Los mitos de Cthulhu?
–Sí. A finales de los
cincuenta Minotauro había publicado allá en Argentina El color que
cayó del cielo. Así es como lo tradujeron. En su momento lo tuve en mis
manos, porque un amigo se lo compró, pero no llegué a leerlo. Después en
Barcelona salió algo también. Y creo que Acervo sacó algún cuento suelto. Pero
claro, Los mitos de Cthulhu tuvieron otra categoría. De todas
maneras, para mí este libro tiene un defecto muy grande, y es que en él tenía
que haber aparecido como cuento emblema La llamada de Cthulhu. Y
no está. Cuando es ahí donde arranca todo. Pero bueno, esas cosas pasan.
–En cualquier caso, la publicación y posterior éxito del libro fue un hito
dentro del terror en nuestro país. El fenómeno que propició un cambio de
tendencia. Porque, ¿se leía terror en España en los años cincuenta y sesenta?
–Bueno, sí se leía, aunque no
era una inundación de cuentos fantásticos, porque en este país, en cuanto a
libros, nos hemos movido siempre con lo que se nos ha ofrecido. Había una
censura. Había una conciencia religiosa que no estaba dispuesta a dejar pasar
ciertos temas ni cualquier tipo de literatura. La capacidad de leer la teníamos
secuestrada. Nos movíamos en una literatura de la mediocridad. Las grandes
novelas de fuera no llegaban aquí así como así. El extranjero o La
peste de Camus, por ejemplo, estaban muy mal vistas por la dictadura.
En 1969, cuando se publicaron Los mitos de Cthulhu, las cosas estaban
cambiando algo, porque un cepo cultural como el de la posguerra era ya
insostenible. Antes de la Guerra Civil, con la Segunda República, sí apareció
una conciencia liberadora. Hubo en ese momento una intención de derramar la
cultura por todo el país. Surgió una legión de maestros dispuestos a ir de
pueblo en pueblo a alfabetizar. Fue un entusiasmo como no ha habido nunca en
España. Pero eso fue aplastado con la guerra y luego tardó muchísimo en
recuperarse.
–A la censura franquista no le gustaba el terror.
–No le gustaba el terror, no
le gustaba lo fantástico y no le gustaba que se tomasen con cierta libertad
asuntos que se consideraban dogmas. Ten en cuenta que cuando cruzabas la
frontera te registraban la maleta y miraban a ver qué libros llevabas. Ya en
plenos años setenta, hubo una convención sobre literatura de ciencia ficción en
la librería Machado. El primer día, en la mesa redonda, había un policía
secreta dentro del local y otro de uniforme en la puerta. El segundo día, ya
sólo vino el de uniforme. Y el tercero no vino ninguno, porque se convencieron
de que allí no se hablaba más que de marcianitos verdes…
–Cómo han cambiado las cosas: ¡Un libro se consideraba un peligro!
–Hombre, fíjate, algunos
libreros nos vendían bajo cuerda libros no autorizados. Había una librería en
la calle Narváez donde trabajaba un empleado que, cuando iba yo, me hacía una
señal y me decía: “Tengo guardado para ti un libro ahí en el sótano. Espérate
que acabe con este cliente que ahora te lo paso”. Entonces aquello era materia
ilícita. Contrabando.
–Los mitos de Cthulhu fue su primera traducción. ¿Qué
vino después?
–Jaime Salinas me dijo: “Oye,
¿tú traduces sólo para Rafael Llopis o te puedo encargar alguna cosa más?” Y yo
le dije: “Si me quieres encargar algo, yo encantado”. Entonces me propuso Las
aventuras de Randolph Carter y luego Jude el oscuro, de
Thomas Hardy. Y como salieron aceptables, seguimos por ese camino.
–Pronto llegaría M.R. James.
–A M.R. James lo descubrí en
la antología que hizo mi cuñado para Taurus y que luego saldría en Alianza.
Entonces él y yo estábamos continuamente hablando de estos temas: de los
fantasmas de M.R. James, etcétera. Este autor es un caso particular para mí,
porque me empeñé personalmente en que Jaime Salinas lo publicase. Así
salió Trece historias de fantasmas, que fue una selección. Pero
yo quería traducir sus cuentos completos en un solo volumen. Y eso no lo
conseguí hasta unos veinte años después, con Valdemar, que los publicó bajo el
título de Corazones perdidos. Y bueno, a partir de Trece
historias de fantasmas me vi convertido en traductor de terror,
porque los editores me decían: “Oye, ya que te gusta este género, ¿te
importaría hacernos esto?”
–¿En qué momento decidió dejar la enseñanza para dedicarse por completo a
la traducción?
–A los 49 años. Entonces yo
daba clase de filosofía. También he enseñado historia, literatura y francés. De
hecho yo siempre he querido ser traductor de francés, ¡pero nunca me han
dejado! En ese momento, 1979, yo ya recibía gran cantidad de encargos, de lo más
dispares, no sólo de terror. A la vez estaba de director técnico del colegio,
pero hubo una serie de cambios y recayó sobre mí una responsabilidad que me
resultó abrumadora, así que decidí definitivamente a dedicarme sólo a la
traducción. Ese mismo año me contrataron en la ONU para un trabajo en unas
conferencias en Bagdad. Y luego estuve dos meses en Roma con la FAO.
–¿Se atrevería a decir cuántos libros ha traducido aproximadamente?
–No. No me atrevo. No sé
cuántos son. Antes llevaba una lista, pero después he perdido la cuenta. Deben
de ser más de cien, además de relatos en antologías y artículos para revistas,
que hice muchos para Triunfo y Revista de Occidente.
–¿Cuáles son las traducciones clave de su vida?
–Las que más me han impactado
lo han hecho fundamentalmente por el libro en sí, no por la traducción que haya
podido hacer yo. Una de ellas sería Jude el oscuro. También Frankenstein.
Y otro autor que me gustó mucho es Richard Dana, que escribió Dos años
al pie del mástil. Ese libro, que se publicó en Alba editorial, te hace
sentir en la cubierta de un barco más que ningún otro.
–¿Más que Melville?
–Nada. Ni Melville. Melville
se lo copió a él. Es un relato autobiográfico. Él es un estudiante al que le
diagnostican una enfermedad de la vista y le dicen que no puede poner los ojos
en un libro durante mucho tiempo. Entonces él, para impedirse a sí mismo caer
en la tentación de la lectura, se enrola en un barco. Y nos relata sus dos años
de viaje alrededor del continente americano.
Debió de ser
laborioso traducir el lenguaje náutico de la época.
Es precioso, aunque se trata
de una terminología complicada y sumamente técnica. Tuve que poner un
vocabulario al final del libro, para que el lector pudiese seguir mejor lo que
allí se contaba. A los de Valdemar la idea les gustó, porque luego me pidieron
que hiciese lo mismo con El relato de Arthur Gordon Pym, de Poe.
–Así que el traductor debe ser también un humanista.
–Por supuesto. Necesita tener
conocimientos de gran parte de las áreas de la cultura, porque no sabe con qué
escollos se va a encontrar a la hora de traducir. Por ejemplo, fíjate en Dos
años al pie del mástil: Si no tienes una preparación náutica no lo puedes
hacer.
–¿La tiene?
–Hice los dos años de
servicio militar en un barco. Y tengo el carné de patrón de yate.
–Nunca sabe uno para qué le va a servir la 'mili'.
–Nunca. Y de repente te
encuentras con que tienes que traducir Dos años al pie del mástil y
dices: “¡Qué bien me viene todo esto! ¡Qué maravilla!”
–Usted que ha traducido tanto terror, ¿por qué nos gusta el miedo?
–Siempre se ha hablado de
eso, ¿verdad? Pero no lo tenemos muy claro. Nunca llegamos a algo
verdaderamente concreto. El miedo, en la literatura, es un miedo mediatizado.
Es mentira. Es una emoción estética, una vibración placentera. Lo estoy
expresando de manera muy prosaica, pero es que es así. Ese miedo ya les gustaba
a los griegos. Y hoy nos sigue atrayendo, aunque sabemos positivamente que no
es verdad. Y sin embargo, si, por ejemplo, vemos una película bien hecha, nos
dejamos invadir por esa sensación. Entramos en comunión con ella. Se ha hablado
de la suspensión de la incredulidad. O sea, que uno ve o lee una historia que
sabe que es ficción, pero se va adentrando en ella hasta que su incredulidad
queda en suspenso y pasa, de alguna manera impostada, a formar parte del
relato.
–¿Cómo respondería a quien calificase el terror de género menor?
–Pues que la literatura no
tiene géneros menores. Lo de menor lo dará la calidad de lo que uno escriba.
Los géneros literarios son áreas a disposición del autor y éste puede hacer en
ellas lo que quiera: o un gran libro o estropearlo por completo. Por ejemplo,
Steinbeck escribe De ratones y hombres que es una fantástica
novela del oeste. Pues lo mismo ocurre con el terror: Stephen King tiene cosas
que no son muy buenas, pero hay otras absolutamente geniales. Para mí, El
cementerio de animales o El resplandor son obras
maestras.
–Con toda la literatura en la que se ha sumergido, ¿nunca ha sentido la
necesidad de escribir sus propias historias?
–Alguna vez sí, pero yo
siempre he sido una persona de trabajo lento. Necesito concentrarme. Y estando
haciendo una cosa no puedo hacer otra. Nunca he tenido el reposo suficiente
para elaborar una idea, desarrollarla, madurarla, pulirla y tal. Así que he
preferido no enredarme. Hay otros que sí. Ahí tenemos a Blasco Ibáñez, que era
capaz de todo: de dictar una novela, traducir, escribir discursos, dirigir un
periódico… Pero es que eso son prodigios mentales. Yo más bien soy un ebanista.
–Centrándonos en la propia labor de traducción, ¿cómo acomete un autor o
una obra nuevos?
–Hay algunos a los que ya conozco
y por tanto sé por dónde van. Si no, entro despacito, de tal manera que en el
primer capítulo voy tanteando. Conforme me adentro, tomo conciencia del
conjunto. Entonces vuelvo al principio y compruebo que está en sintonía con
todo lo que he hecho después.
–¿Se puede llegar a establecer una relación íntima con un autor que vivió
siglos atrás?
–Pues sí. Porque el
traductor, por su propia labor, va conociendo al traducido en una dimensión
profunda que al lector se le puede escapar. Esto sucede porque cuando te
sumerges a fondo en un texto, lo desmontas y lo desmenuzas, salen a relucir
cosas que en una lectura rápida y lineal permanecen ocultas.
–¿Qué escritor le ha hecho padecer más?
–Walter de la Mare. Me gusta
muchísimo leerlo, pero no me gustaría volver a traducirlo. Me lo puso muy
difícil. Te hace sufrir en las frases. Su prosa es muy compleja. Pero es muy
bueno también. Además, en lo fantástico es definitivo, porque logra crear un clima
de ambigüedad en el que no sabes si te mueves en la realidad o la fantasía.
Algo parecido a lo que hace E.T.A. Hoffmann en El hombre de arena.
–¿Cuesta volcar la voz de un autor de un idioma a otro?
–De eso se trata, ¿no? Para
conseguir esa voz, ese timbre propio, tienes que lograr cierta familiaridad con
el autor. Y en eso el lenguaje escrito funciona de manera distinta al oral.
Tanto la forma como el contenido son determinantes: si usa frases largas o
cortas, la entonación, la extensión de los párrafos, la manera de enfocar la
narración, cómo te está dosificando la información…
–¿Y cómo se traslada el ritmo del inglés al español?
–Con mucha dificultad.
Sudando. Hay frases que son muy complicadas, no por lo que dicen, que eso tú lo
sabes, sino porque no hay manera de pasarlas al castellano respetando su,
digamos, espíritu. Entonces tienes que darle vueltas, ponerlas del revés, hasta
conseguir que expresen lo mismo que en el idioma original.
–¿Cuál es su rutina cuando trabaja?
–Ahora las horas que le
dedico a la traducción son pocas, pero antes no tenía horario. Me pasaba la
mañana y la tarde trabajando. Primero hago un borrador, casi sin consultar el
diccionario. Luego hago otra lectura, ya desmenuzándolo todo mucho más
detenidamente, para ir afianzando el texto. Y luego, vuelta a releer para ver
cómo suena el conjunto. Es un procedimiento lento, en el que cuando el editor
te dice: “A ver si lo tienes listo para dentro de tres meses” pasan esos tres
meses y tú le tienes que decir: “Oye, déjame un mes más”.
–Es usted un perfeccionista.
–Más bien soy muy pesado y
muy quisquilloso en esas cosas. Estoy siempre haciendo cambios, hasta el último
momento. Y cuando ya has terminado tu labor y el libro sale publicado, entonces
lo abres y descubres que esto o aquello debías haberlo corregido de otra manera
y que se te ha pasado…
–Entonces mejor no mirar, ¿no?
–¡No! Es mejor mirar porque,
si hay una nueva edición, tendrás la oportunidad de reparar el error.
–Así que relee sus traducciones una vez publicadas.
–No, no he releído muchas, la
verdad, aunque tendría que hacerlo a ver cómo están. Estoy seguro de que cosas
que traduje hace veinte años ahora las vería de otra manera, y no me quedaría
más remedio que hacer cambios aquí y allí.
–¿La traducción es una labor más emocional o artesanal, de ebanista como
decía antes?
–La traducción es una
actividad intelectual, en la que uno debe tener una preparación, una serie de
condiciones, unos conocimientos. Entonces, además de eso, se requiere una
práctica en la lectura y la capacidad de captar lo que se está diciendo y la
forma en que se está diciendo. En fin, no hacen falta cualidades muy
especiales. Simplemente los conocimientos propios de la lengua y de lo que es
la literatura.
–En su época no había facultad de Traducción e Interpretación.
–No la había, no. Aprendía
uno por su cuenta. La formación, como la de los escritores, se da a base de
leer, lo que pasa es que el traductor necesita una preparación más
enciclopédica en el sentido de que hoy estás traduciendo filosofía, pero mañana
estarás con ciencia ficción y al otro con historia. Por tanto se requiere
conocer el léxico, las bases, el fundamento de aquello que estás tratando,
porque, si no, estarás perdido. Por ejemplo, si traduces a un inglés y éste te
pone “vino de Burgundy” tú tienes que saber que eso es Borgoña.
–Hoy en día, con internet…
–Internet se ha introducido
de manera grande afortunadamente para los que están traduciendo ahora. Te da
todas las facilidades posibles. Hay diccionarios online que son maravillosos.
Ya no tienes que hacer una labor detectivesca para encontrar un término perdido
por ahí, como me pasaba a mí con los autores más antiguos, que utilizan
palabras caídas en desuso. Claro, si traduces a un contemporáneo, le preguntas
por email y ya está. Pero los míos están todos muertos: Poe, Edith Wharton,
Maturin… Si quisiera consultarles tendría que hacer sesiones de espiritismo…
–¿Cuáles son sus principales instrumentos de trabajo?
–Pues el único que he tenido
siempre han sido los diccionarios. Yo el ordenador lo utilizo en un 80% como
máquina de escribir. De hecho he escrito a máquina toda la vida. ¡Aquello era…!
No podías pasar de los treinta folios diarios, porque acababas con un dolor de
espalda tremendo. Y con el INRI de que si te equivocabas no te quedaba más
remedio que quitar el folio y empezar de nuevo. Y al principio hacía las
traducciones a mano. La de Los mitos de Cthulhu, por ejemplo. Y
luego lo pasaba todo a máquina. Y una vez a máquina, lo leía, hacía
correcciones y lo mecanografiaba entero otra vez. Eso sería impensable ahora.
En definitiva, los instrumentos del traductor son el diccionario y lo que tenga
uno dentro.
–¿Hay algún diccionario al que le tenga especial fe?
–Hay uno que me ha acompañado
un montón de años. Es este (nos muestra un libro de cubiertas nuevas, pero de
interior desgastadísimo y lleno de anotaciones). Ya lo he mandado a encuadernar
cuatro veces. Lo he utilizado tanto que las páginas se deshacen. Ahora casi no
lo uso, porque apenas me hace falta consultarlo.
–Claro, con cuarenta y cinco años de oficio… ¿Ha tenido España
históricamente buenos traductores?
–Los hemos tenido muy buenos
y muy malos. Pero el mal traductor es sobre todo de fabricación editorial.
Porque hay editores que quieren que la traducción les salga barata y les
importa un pito lo que el libro lleve dentro.
–Alguna vez ha dicho usted que el terror atrae a los jóvenes. A sus 79
años, ¿le sigue interesando?
–Me he alejado un poco. No lo
sigo como en otros tiempos. Ahora estoy más bien centrado en la novela gótica y
en sus derivaciones en el siglo XIX.
–¿Tiene vigencia la novela gótica?
–Hay que tener en cuenta que
el gótico es un género que tuvo su momento, y ese momento terminó. Hubo un
principio y un fin. Por tanto el interés por novelas como El monje o Los
misterios de Udolfo, por esta literatura en general, es de tipo
nostálgico. Es cierto que luego su estética, o su temática, han tenido una
serie de derivaciones, y que ha ido evolucionando dando lugar a nuevas formas
de narración, como el ghost story en la era victoriana. En
el primer tercio del siglo XIX la novela gótica fue diluyendo sus fronteras, su
cascarón, y se convirtió en otra cosa. Y a la vez se fue segmentando,
especializándose en distintos escenarios y tramas. Se fusionó con la literatura
realista, que entonces empezaba a imponerse. El escenario se vuelve más
modesto. Más cercano al lector. Los castillos son sustituidos por casas. El
fantasma ya no se pasea con sus cadenas por la mazmorra, sino que habita
entornos cotidianos. En fin, la novela gótica va disolviéndose hasta
convertirse en el cuento de fantasmas. Y sus derivaciones siguen hasta mucho
más adelante. Por ejemplo, Lovecraft se considera a sí mismo gótico en ese
sentido. Las ratas en las paredes es un cuento de lo más
gótico que hay. ¿Qué ha pasado ahí? Que lo gótico se ha amalgamado con la
ciencia ficción: aparecen ya entidades del mundo exterior, pero en el fondo los
terrores son los de siempre. Lo que encontramos en los escenarios de Lovecraft
son nuevas y monstruosas versiones de las mazmorras de toda la vida. En fin,
quiero decir que lo gótico pervive, pero experimentando mutaciones.
–Precisamente Frankenstein, una de sus traducciones predilectas, supone un punto y aparte en la
novela gótica. ¿Cómo fue la experiencia de volcarla al castellano?
–Gloriosa. De Frankenstein estoy
enamorado. Es un libro al que todavía hoy sigo dándole vueltas. Posee una gran
originalidad. Y remueve todos los conceptos de la etapa final gótica. Mary
Shelley escribió la primera versión con dieciocho años. Su marido, P.B.
Shelley, se entusiasmó con la idea y la animó a seguir. La novela se publicó, y
cuando él murió ahogado en Italia y ella regresó a Londres, descubrió que era
famosa. Todo el mundo había leído su libro. Unos se habían escandalizado, otros
se habían entusiasmado, todos la comentaban. Y luego, ya en 1831, salió la
edición revisada, que es la que conocemos hoy.
–¿Por qué pervive Frankenstein?
–Porque aborda problemas de
todo tipo, en especial humanísticos: la vida, el sentido de la justicia. Y para
ello se prescinde de la religión. A Mary Shelley una mayoría de críticos y
escritores de ciencia ficción la han puesto en el altar, porque para muchos
este género empieza con ella. Como si fuera la Virgen, pues igual. Yo no lo
tengo tan claro, aunque es verdad que Frankenstein trata
asuntos que luego han sido centrales en la ciencia ficción, como la
reconstrucción de la vida. En el momento de su publicación, el tema es
absolutamente original. Una bomba. Y creo que esa originalidad es lo que
fascina al mundo. Pero, como digo, es además un libro que plantea un montón de
cuestiones. Si empiezas a desmenuzarlo no dejas de asombrarte ni de hacerte
preguntas.
–Y todo eso
viniendo de la novela gótica.
–Sí, sí. Es una novela
gótica, lo que pasa es que aquí se ha dejado a un lado la huerfanita
desheredada, el tío usurpador, la maldición familiar, el héroe de cuna
desconocida que resulta ser un noble y que viene a salvar a la chica. Todo eso
desaparece en Frankenstein, pero sí están presentes el clima, la
estética y una serie de elementos típicamente góticos.
–La historia es más
que conocida: Los Shelley, Byron y su secretario Polidori, de vacaciones cerca
de Ginebra, deciden escribir cada uno una historia de terror a ver quién hace
la más espeluznante. ¿Es exagerado decir que ese encuentro simboliza un cambio
en la evolución del género?
–También estuvo con ellos
Matthew Lewis, el autor de El monje, aunque no propiamente en la
reunión. En realidad lo único trascendente que salió de ese día fue Frankenstein.
Polidori sí hizo El vampiro, pero Byron no terminó su relato, y
P.B. Shelley se dedicó a ir en un barquito por ahí. Mary Shelley, por lo visto,
estaba en un rincón escuchando, pero los otros la involucraron enseguida.
–Vamos, que aquella velada ha sido mitificada.
–Sí. Pero claro… la reunión
no era pequeña, no. Estuvo allí la cumbre del segundo romanticismo inglés. El
primero fue el de Wordsworth y Coleridge, que abren el movimiento. Ambos son
geniales, sobre todo Wordsworth, que tiene una finura maravillosa y baladas
líricas preciosas. Coleridge destaca más como crítico. De hecho, modernizó la
crítica en ese momento. Pero también escribe cosas que están muy bien.
–Siguiendo con sus traducciones clave, ¿qué tal fue con M.R. James?
–Ah, estupendo. En su época
había una costumbre muy bonita en Inglaterra que consistía en que, por navidad,
la gente se regalaba cuentos de fantasmas que escribían ellos mismos. Se puso
muy de moda. Y autores consagrados como Dickens publicaban siempre alguno en
los periódicos por esas fechas. Entonces los relatos de M.R. James surgen un
poco de ahí. Él era decano del Eton College. Y especialista en la Edad Media.
Pero le gustaba escribir historias de miedo. Y en navidad las sacaba en la revista
de la institución para entretener a sus alumnos. Luego salieron como libro y
tuvieron un éxito tremendo.
–¿Disfrutó más con él o con Algernon Blackwood?
–M.R. James es una persona
sumamente original, pero marca una distancia entre sí mismo y lo que está
contando. Hay una especie de ironía, de sabor jovial… En Algernon Blackwood no.
A mí Blackwood es el que más me gusta de todos. Estudia el asunto antes de
escribirlo. Te adentra en el relato de manera progresiva. Levanta una atmósfera
que a mí me fascina.
–¿Y Dickens?
–Mi experiencia con él es
deliciosa. Me encantó traducir la Canción de navidad. Es un
relato gracioso, entrañable. Se refleja exactamente la psicología de Dickens,
una persona querida por cualquier lector. Es una literatura de buenos y malos. Que
destila una ternura especial. Dickens es muy delicado en el tratamiento de las
cosas, aunque también muy crítico con determinados aspectos de la vida social
del Londres de su época.
–Se le considera el gran autor del realismo inglés, pero sus cuentos de
fantasmas son puro derroche de fantasía.
–Sí, sí. Tiene, me parece que
son, veintiún relatos fantásticos. Algunos, cumbre. Para mí no hay un cuento de
fantasmas que supere El guardavía. Ese relato me deslumbró la
primera vez que lo leí y cada vez que lo he vuelto a leer después.
–¿Y qué tal es meterse en Poe?
–¿Poe? Pues muy complicado.
Yo le he traducido tres cosas: El relato de Arthur Gordon Pym,
para Valdemar, El retrato oval, que me lo pidió Javier Marías
para una antología, y justo ahora estoy con El hundimiento de la casa
Usher, para Nórdica. Me gusta mucho cómo me está quedando, pero me está
haciendo sudar tinta, porque es un autor que tiene una sintaxis complejísima. Y
una forma de decir las cosas que no es nada sencilla. Hay frases suyas
simplemente imposibles de trasladar al castellano, así que me toca darle mil
vueltas a cada palabra y… en fin.
–Así que el traductor no se retira.
–Yo sí quiero retirarme. Con
todo lo que he traducido, ¿qué hago yo traduciendo aún más? Pero me siguen
llamando.
–¿Aún disfruta con su trabajo?
–Lo disfruto o lo sufro, no
sé qué decirte. A mí realmente lo que me apetece ahora es divertirme con las
traducciones que hacen otros. O con un texto original. Releer. Me encantaría
releer la Eneida. Y las tragedias de los clásicos griegos. Y a
Shakespeare. Recorrer de nuevo esos lugares que son como referencias en mi
vida.
–Y aun así se pone a traducir los cuatro tomos de un novelón gótico
como Los
albigenses, de Maturin.
–Hace poco que la entregué,
sí. Yo estaba decidido a dejarlo ahí, pero entonces me propusieron El
hundimiento de la casa Usher y, como es una joya, pues me he puesto
con ella.
–¿Qué libro quiso traducir y no pudo?
–Los relatos de Daphne du
Maurier, la autora de Rebeca y de Los pájaros,
ambas adaptadas al cine por Hitchcock. A ella le gustaba mucho lo gótico.
Escribió unos cuentos de fantasmas estupendos. En concreto tiene uno que me
encantó que se titula No mires ahora. Cuando lo leí, me dije:
“¡Cómo me gustaría traducirlo!”. Y al final se tradujo al español, sí, pero no
fui yo.
–¿Ha tenido la oportunidad de visitar los escenarios que tantas veces ha
recreado en sus traducciones?
–Inglaterra la conozco bien.
Una vez recorrí toda Gran Bretaña haciendo camping. Y en 1963 fui durante dos
meses profesor de español en Londres. Estuvimos a punto de quedarnos a vivir
allí. También estuve en Providence, pero no la de Lovecraft, sino en una parte
de Canadá que se llama así…
–Debe de ser uno de los pocos traductores españoles a los que los
lectores le piden dedicatorias.
–Bah, la gente exagera.
Durante mucho tiempo me negué a dedicar libros, porque pensaba que debía ser el
autor original quien lo hiciese. Pero, claro, si es Mary Shelley, cómo vas a
pedírselo…
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