El pasado 16 de mayo, Patricia
Kolesnikov publicó un artículo en Clarín
a propósito de la destrucción sistemática de libros llevada a cabo por las
editoriales cuando no venden en el tiempo fijado la cantidad esperada. Aquí, la
novelista y periodista da cuenta de las razones.
El peor final de los libros:
convertirse en papel picado
Todo empezó –o todo volvió, estas cosas vuelven– con una
publicación de Alejandro Agresti –el director de películas como Buenos Aires Viceversa o El viento se llevó lo que– en Facebook. Decía que su editorial, Penguin Random House,
le avisaba por mail que iban a destruir los ejemplares que no habían
vendido de su libro Si te digo te miento, de 2017. Unos mil sobre una edición de dosmil. “Podrían
repartir esos ejemplares”, lamenta. En los comentarios muchos se asombran de que se
destruyan libros. Pero es algo habitual.
“Yo los fui a buscar porque
tengo espacio en casa”, dice María
Rosa Lojo, autora de La
princesa federal. Y porque no estoy preparada ni psicológica ni
culturalmente para que se destruyen libros míos ni de otras personas. Prefiero
donarlos o llevarlos a reuniones de lectores que no están en la Capital y
adonde los libros no llegarían”. El día que fue, le dieron ejemplares de varios
de sus títulos. Entre ellos algunos que antes habían tenido varias ediciones,
como Árbol de familia o Finisterre.
“Hoy me avisaron que destruirán los 365 que
les quedan de La otra playa, Premio Clarín de Novela”, aporta Gustavo Nielsen como
comentario a la noticia de Agresti. Muchos le dan ideas. “Hay que exigir que la
editorial los tenga disponibles en recepción para que pase a buscar ejemplares
quien quiera leerlos”, comenta Agresti. Serían muchos.
Nada personal, sin embargo. En una nota
firmada por Gisela Antonuccio y que publicó Clarín en 2012, se presentan varias razones para
que esto ocurra. Una es, sencillamente, la corrección de un mal cálculo
(imprimieron de más) que no se puede sostener eternamente: el espacio es plata.
Pero ¿hace falta volverlos papel picado? ”No es rentable donarlos,
representaría una gran cantidad de trabajo y de dinero. Es más barato destruirlos”, le decía entonces Pere
Sureda, que había sido responsable de la colección La Otra Orilla de la
editorial Norma en España. Calculaba que en 2011 se habían destruido un millón
de libros, de autores como Marcelo Cohen y Marcelo Birmajer y
la nicaragüense Gioconda Belli.
También decía Sureda que es mejor no dejar
libros dando vueltas como saldo porque les bajan el precio a los nuevos y perjudican la imagen del autor:
las pocas ventas se lavan en casa.
Sin embargo no sólo se trata de malos cálculos. Un libro nuevo se tiene que ver.
Tiene que tener presencia, ocupar lugar en los estantes de las librerías, se
tiene que conseguir en las cadenas y en los sitios de culto, en la Capital y en
los pueblos. Para eso hacen falta muchos ejemplares. Para eso hay que hacerlos.
Después van a sobrar, ya se sabe, pero si no se hacen muchos no
se venden algunos. “En palabras de la CEO de la editorial Simon
& Schuster, Carolyn Reidy, (se trata de) 'el valor de generar showroom'“, explica un artículo que firma
El Corcel en la página de Facebook de la librería Otras Orillas.
Allí también cuentan que en Estados Unidos
en 2015 “volvieron a los depósitos editoriales el 26% de las tiradas en tapa dura,
el 20% de los tapa blanda 'finos' y el 48% de los tapa blanda
baratos que son la mayoría”, según la revista Publishers Weekly.
“Cuando fui yo había ejemplares de
Víctor Hugo Morales, de Julio Bárbaro, de periodistas deportivos, de gente
híper mediática que tenía libros para retirar”, cuenta Lojo. “Pero no creo que
los libros no tengan lectores, creo que tienen un destino
y lo encuentran”. Lojo se llevó sus libros
y puso anuncios en Facebook para dar conferencias con los temas que
trabaja. “Me llaman de muchos lugares del interior y siempre puedo vender los
libros y compensar tanto mi pérdida económica como mi pérdida emocional. Y
encontrarme con lectores: logré darlo vuelta y resultó algo positivo. Si la
editorial no se podía hacer cargo...”
Lojo analiza: hay algo en el sistema que
no funciona con los autores “de catálogo”, los que tienen
libros que se venden a lo largo del tiempo “y que son desplazados por la
verdadera urgencia, que son las novedades”.
Hace un tiempo un editor experimentado
comparaba la industria editorial con la industria láctea:
un producto que tiene que estar en todas partes al mismo tiempo pero que se pudre rápido. ¿Un libro se pudre rápido? ¿No
era justamente lo contrario, lo que atravesaba siglos, la trascendencia?
Papel picado y lugar en los estantes. Ya lo dijo alguien por ahí: es el
mercado, estúpido.
El capitalismo es el más profano de los sistemas, el capitalismo sabe que el contenido de un libro no se destruye, porque el libro es reimprimible (reproducible como objeto diría Walter Benjamin) Un libro no es un cuadro, explica un nazi en una película memorable cuyo título olvidé, y la quema de libros fue "sólo" simbólica. Sin embargo, el humanismo tiene muy presente el símbolo. El libro representa lo que contiene. Y no siempre lo que contiene: un libro de recetas de cocina sigue representando al Libro con independencia de su contenido. Donde se ve que la "pérdida del aura" que profetizó Benjamin no se cumple. Quemas o destrucciones de libros nos incumben aunque sepamos que solo es papel que se transforma, y que en tanto haya un original o una copia de cada libro estos no mueren. Y seguiremos sufriendo pese a que lo sabemos
ResponderEliminarGracias Jorge!!
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