Lo
que se ofrece a continuación es una reflexión, especialmente escrita para este
blog por el poeta y traductor Jorge
Aulicino, a propósito de la deriva de la lengua, atendiendo a sus múltiples
realizaciones que se oponen empecinadamente a los designios de la Real Academia
Española, su diccionario y los intereses políticos y económicos de España.
¿La necesidad de
otras lenguas francas?
En
Andalucía no se dice coche sino coshe. Esto es otra palabra. No un
simple modismo. Basta ver escritas las palabras coche y coshe
para notar que son distintas. Sucede esto en Málaga, por ejemplo, a solo 500
kilómetros de Madrid, con infinidad de palabras que son parecidas pero no
iguales. ¿Qué no sucederá en Temuco o en la Baja California?
El
Diccionario de la Real Academia no
registra este tipo de variantes convencido tal vez de que entran en el inmenso
territorio de los “acentos”. Así, una persona que dice coshe y no coche
lo hace porque es andaluz y habla con “acento” andaluz.
Dejemos
que los propios madrileños y los académicos seguramente no dicen fashista,
como se dice en la Argentina, por ejemplo, sino fasista, con una ese un
poco golpeada contra los dientes, y dejemos que la transliteración al inglés
nos ha llevado a equívocos enormes, como llamar Pequín (según la pronunciación
castellana de Pekín) a la ciudad que hoy, académicos mediante, debemos llamar
Beijín... ¿Beijín o Beigin, con la ge arrastrada, casi ye, como
en el italiano Gina? Teníamos en la Argentina un dirigente que se llamaba
Rucci. Todos los argentinos lo llamábamos Ruchi, como se diría en italiano. Sin
embargo, mi apellido debiera pronunciarse Aulichino, pero todos los argentinos
que conozco dicen Aulisino... y ya no sé si debo escribir Aulisino o Aulicino
porque en la Argentina no distinguimos entre ese y ce cuando esta
va delante de la e o la i.
La
deformación-transformación del latín en lenguas romance llevó unos cuantos
siglos. Se puede contar a partir de la caída del Imperio, en el siglo V, pero
en realidad comenzó durante el dominio de Roma. Las lenguas en que cuajó aquel
idioma imperial, que en origen era el de una muy pequeña región de Italia, se
deben al debilitamiento de las comunicaciones durante la fragmentación feudal,
pero también a la poco consistencia que tenían durante el Imperio, de una
región a la otra. Hoy, con un predominio absoluto de la comunicación sobre la formación
–de modo tal que las lenguas se forman casi en el acto de comunicar–, la corrupción
de las lenguas romance y formación de otras, nuevas, continúa en cada provincia
del idioma. Y no a miles de kilómetros de sus metrópolis, sino a apenas unos
centenares, como los que separan Madrid de Sevilla o de Málaga, donde la
velocidad y la pronunciación del castellano son distintas a las de la capital,
de modo tal que las palabras devienen otras, para designar las mismas cosas: el
coche es también un coshe.
Entiendo,
y creo que se entiende, que Madrid intente mantener unida esta sombra del
antiguo imperio que es la lengua. Se entiende por razones políticas que incluso
abarcan los intereses de las ex colonias. Se trata del avance del inglés como “lengua
franca”. Pero he aquí que el inglés tiene a su vez sus fisuras, pues las
propias zonas de habla anglosajona reivindican cada una su acento –desde Texas
a Nueva York, y desde Nueva York a Londres, Escocia o York–. Y todavía más: sus
lejanos idiomas originarios: el galés y el gaélico, por ejemplo, que no son ni
anglos ni sajones. Se dirá que esto es similar a lo que sucede hace rato en
Cataluña con el catalán, y que va más allá incluso de la defensa de las
variantes del castellano. Y es cierto, con el agregado de que la defensa de los
idiomas originarios de las islas británicas es aún más radical que la del
catalán, porque este tiene al menos la misma raíz que el castellano. Sin
embargo, esas reivindicaciones forman parte del mismo proceso de transformación
de las lenguas imperiales, en términos históricos, y es probable que –históricamente–
terminen convergiendo.
A
mi entender, lo que España –y ahora China, por qué no– deberían hacer es
plantear la necesidad de otras lenguas francas. Al menos, y por su cantidad de
hablantes, otras dos en este momento: el castellano y el chino. No ha de ser
tan difícil para los hombres de negocios y los viajeros manejarse mal que bien
en tres lenguas, al fin y al cabo.
Quiero
decir con esto que en casa seguiremos hablando y escribiendo según las derivas
de las lenguas venidas de los antiguos imperios, pero para afuera deberíamos
saber usar estas herramientas: un inglés, un castellano y un chino mandarín
normatizados. El resto es la corriente de los usos locales, tan rica, tan
plástica y tan grata para el ciudadano en la calle como para el escritor en sus
libros.
De
modo pues que el DRAE podría empezar
por eliminar el concepto de “coloquialismo” con el que reemplazó el de “localismo”
y el de “barbarismo”. Porque se trata de otra cosa.
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