viernes, 14 de febrero de 2020

Está claro que nos hemos ido absolutamente al carajo

Marilyne Buda es una periodista francesa que escribe en castellano –para ser francos, en uno no muy perfecto– para Radio France Internationale. Allí publicó una nota que el 14 de enero pasado levantó y publicó sin corregir Cultura InfoBAE y que se transcribe tal como salió, con los errores de castellano del caso. Trata sobre los llamados sensitive readers, unos cosos que se ocupan de expurgar textos antes de que los publiquen las editoriales, con el objeto de que nadie se ofenda. O sea, como dice el título de esta entrada, nos hemos ido absolutamente al carajo.

¿Quiénes son los sensitivity readers,
guardianes de lo políticamente correcto en literatura?

El empleo de sensitivity reader apareció hace unos años y cobra cada vez más fuerza en Estados Unidos. ¿En qué consiste? Leer los manuscritos y averiguar si los libros contienen alguna frase que pueda ser considerada racista, homofóbica, misógina…, es decir ofensiva de una manera u otra para un sector de la población.

En español, se podría traducir por “lectores de sensibilidad”. Los sensitivity readers, empleados por editoriales o autores, se han multiplicado en los últimos años en Estados Unidos. Su función es revisar textos buscando carencias de corrección política o una falta de verosimilitud ligada a la identidad del autor, como cuando un novelista escribe sobre un sector de la población al que no pertenece (entiéndase en términos de minoría étnica, géneros, etc.).

Sería pues algo equivalente al trabajo de los tradicionales fact checkers históricos o técnicos (para ficciones de ambientación histórica o científica, por ejemplo), su papel siendo indicarle al escritor los puntos flacos por los que se le han podido colar clichés, expresiones dañinas o equivocadas.

¿Una nueva forma de censura?
Estos consejeros hacen temer a muchos una asepsia de la literatura y algunos hasta denuncian una nueva forma de censura, según el periódico satírico francés Charlie Hebdo.

El fenómeno existe desde hace varios años en Estados Unidos: en 2016 fue creado un fichero con unos 250 revisores clasificados según su especialidad, como “mujer queer”, “mestizo bisexual”, “judío ortodoxo”… La escritora Justina Ireland los había juntado con el objetivo de permitir a los autores “acercarse a la verdad compleja de lo que significa ser una persona marginada”. Luego, ella misma la suprimió alegando que los novelistas usaban a los sensitivity readers de escudos cuando, a pesar de su trabajo, surgían polémicas en las redes sociales.

Hoy en día, se sigue más que nunca recurriendo a ellos. Susan Furlong, que escribe novelas policiacas, trabajó con una revisora que le sugirió no usar las palabras “crippled” (lisiado) y “deformity” (deformidad) hablando de un perro de tres patas, porque estas palabras “podían ser insultantes para las personas discapacitadas”. Según Furlong, escribe Charlie Hebdo, los sensitivity readers son “un súper-recurso para los autores que escriben fuera de su cultura y su experiencia”.

Laurent Dubreuil, profesor universitario en Estados Unidos y autor de La Dictature des identités (La dictadura de las identidades), explica que el verdadero problema detrás de los sensitivity readers son las personas que se organizan en las redes sociales para criticar un libro, aunque muchas veces no lo han leído: “La mayoría del tiempo, el autor decide ‘por sí mismo’ sacar su libro de la venta y pide disculpas públicas. No estamos lejos de lo que ocurría durante la Revolución Cultural en China. La retórica es exactamente la misma, en términos de contrición. El objetivo es la autocensura integrada”, denuncia Dubreuil.

“Cultura de la precaución”
 “No hace mucho, en Estados Unidos, era la extrema derecha la que se ofendía con las obras de arte (…). Hoy en día, es más bien en la izquierda que se encuentran los escandalizados y los adeptos de la censura, y entre ellos, lamentablemente, escritores, editores, pintores o curadores”, comenta asimismo el novelista estadounidense Alexander Maksik. Para él, estas nuevas reglas de la identidad responden a “una construcción nebulosa y fantasiosa”, y los que les obedecen son “una minoría que ejerce un poder desmesurado” e instaura una “cultura de la precaución”.

Estos justicieros de la literatura defienden la idea de que uno sólo puede escribir sobre lo que conoce. En mayo de 2018, el sensitivity reader Kosoko Jackson –que después sería víctima de este sistema– tuiteaba: “Las historias sobre el movimiento de los derechos cívicos deberían ser escritas por negros, las historias sobre el derecho de voto deberían ser escritas por mujeres, las historias sobre la epidemia de sida deberían ser escritas por gays, ¿es tan difícil de entender?”.
El hashtag #OwnVoices (“Voces propias”) se usa para poner de relieve los libros escritos por una persona que pertenece a una identitidad “marginada”.

El escritor irlandés John Boyne, a pesar de haber recurrido a un sensitivity reader para su libro My Brother’s Name is Jessica (El nombre de mi hermano es Jessica), fue atacado en las redes sociales por haber declarado que no aceptaba el término “cis” (el término cisgénero se refiere a las personas cuya identidad de género coincide con su fenotipo sexual). Se dice preocupado por la libertad de expresión: “Un autor más joven podría vivir con el miedo de una polémica y, para evitarla, producir una obra sin imaginación ni audacia. Un escritor debe escribir lo que quiere escribir”.

La literatura juvenil es particularmente afectada por el asunto. Y según escribió la novelista estadounidense Marjorie Ingall en un artículo de la revista Tablet, “intentar que los libros para niños sean más auténticos y menos estereotipados no es censurar”. En Francia, algunos autores de literatura juvenil ya empiezan a sentir la presión del políticamente correcto.

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